El sexenio de 1982–1988 fue crucial en la redefinición del rumbo de México. De la Madrid asumió el desafío y los costos de encabezar el cambio. A partir de una serie de episodios y estampas, el autor de este sentido testimonio evoca al dirigente y al amigo, a apenas unos meses de su fallecimiento.
Un profundo concepto del deber privó siempre en la conducta ejemplar de Miguel de la Madrid. Presidente de México en tiempos de cambio y en tiempos de crisis, quienes vivimos y disfrutamos la transición política del decenio de los ochenta somos testigos privilegiados de la forma en que un estadista mexicano, depositario de un talento excepcional, mantuvo la serenidad, el sentido común y la ecuanimidad en el proceso de transformación, dirigiendo los asuntos públicos con base en un proyecto claro, fundado en criterios realistas, implantado metódicamente con firmeza y tacto, sin dejarse arredrar por la reacción contraria de intereses y privilegios afectados.
El mérito de Miguel de la Madrid es haber percibido y entendido en toda su magnitud la naturaleza y el alcance de las transformaciones radicales que se estaban produciendo en la etapa que le correspondió gobernar, esto es de 1982 a 1988. En el sistema político mexicano, en su estructura económica y en su composición social y cultural, el cambio era el signo de la época.
Allende las fronteras, al inicio de ese sexenio se gestaba ya en América Latina el florecimiento de la democracia, la preocupación por las turbulencias centroamericanas, el replanteamiento de programas orientados a la recuperación económica —elemento indispensable para saldar una gravosa deuda externa—, y la reconstrucción de instituciones políticas con sólidos cimientos para desterrar el periodo oscuro y trágico de autocracias y dictaduras militares. A escala mundial, la Guerra Fría alcanzaba su apogeo, con un sistema bipolar intransigente y un continuo riesgo de escalamiento del conflicto con consecuencias impredecibles, dado el vasto arsenal nuclear acumulado por las dos grandes potencias.
Al iniciar su mandato presidencial el 1 de diciembre de 1982, De la Madrid recibía un país alterado en su esencia política y económica, con una sociedad instalada en la incertidumbre. Heredaba un país en tensión, con una economía postrada y con débiles signos vitales: un desequilibrio fiscal del 17% del producto interno bruto, una deuda soberana de 70 mil millones de dólares, muy escasos flujos de financiamiento externo, una banca recién nacionalizada, una inflación superior al 100 por ciento.
El genio político de Miguel de la Madrid consistió en impedir el agravamiento de la crisis, emprendiendo una reforma estructural con medidas de gran envergadura destinadas a edificar instituciones idóneas para las nuevas circunstancias del país y del mundo. Con un encomiable valor político y sacrificando popularidad, redujo el gasto público y aumentó los ingresos, disminuyendo a 8% el déficit en las finanzas durante el primer año de su mandato. Recuperó un cierto equilibrio en la balanza de pagos. La banca nacionalizada funcionó gracias al liderazgo de expertos financieros. Para fortalecer las finanzas públicas y aligerar la carga de un Estado obeso, se comprimió la burocracia y se inició la privatización de mil 200 empresas públicas, pero salvaguardando y protegiendo a aquellas consideradas estratégicas.
La planta productiva gradualmente se recuperó y la economía mexicana inició un necesario proceso de apertura, abandonando un proteccionismo trasnochado que ya no respondía a las necesidades del consumidor ni a los nuevos esquemas del comercio internacional. Superando resistencias ancestrales al instaurar un mecanismo de consultas y conciliación con las partes afectadas, De la Madrid logró exitosamente negociar, en condiciones óptimas, el ingreso de México al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (gatt, por sus siglas en inglés), predecesor de la Organización Mundial de Comercio, incorporando al país mediante esa modernización a las reglas contemporáneas que regulan el intercambio de bienes y servicios.
Al asumir la presidencia en 1982, De la Madrid era ya un profundo conocedor de los asuntos internacionales. Su amplia experiencia en ese campo le condujo a advertir desde el principio de su gestión el enorme riesgo que representaba para México la agudización del conflicto centroamericano, que amenazaba con convertirse en una guerra regional, con una creciente carrera armamentista, la intervención en el área de las grandes potencias, el desplome de las instituciones políticas, una dramática contracción económica, una violación reiterada de los derechos humanos, el flujo masivo de desplazados y refugiados y la miseria de una población subyugada, víctima inocente de fusiles y balas de soldados y guerrilleros envueltos en un trágico conflicto bélico.
Ante ese peligro de desbordamiento que afectaría los intereses esenciales de México, De la Madrid dio origen a un novedoso proceso diplomático de mediación y conciliación para alcanzar una paz negociada entre todas las partes en conflicto. Conjuntamente con Colombia, Venezuela y Panamá, el denominado Grupo Contadora inició una gestión política para asegurar que los involucrados en el conflicto, tanto en la región como fuera de ella, alcanzaran un entendimiento que implantara paz, seguridad, democracia y desarrollo en esa área atribulada. Con De la Madrid al timón, México logró protegerse de la conflagración, dejando al final de su mandato a una Centroamérica en paz y con un desarrollo institucional viable.
El objetivo felizmente se logró tras años de esfuerzo. Ello fue posible gracias a la respuesta latinoamericana y europea. En efecto, Brasil, Argentina, Perú y Uruguay, constituidos como Grupo de Apoyo a Contadora, se asociaron estrechamente con ese proyecto político, prestando un respaldo invaluable a una difícil tarea diplomática. De la misma forma, los 12 integrantes de la entonces llamada Comunidad Europea, encabezados por Alemania, Francia, España, el Reino Unido y Holanda, proporcionaron un auxilio indispensable para hacer realidad la pacificación en América Central.
Con una encomiable vocación latinoamericanista, De la Madrid efectuó un bien correspondido esfuerzo por instaurar un programa político de concertación entre los gobiernos de la región. Esa labor tuvo resultados notables. Un primer ejemplo, ya descrito, es el mecanismo diplomático de Grupo Contadora que logró una solución negociada al conflicto centroamericano. Otro ejemplo importante es la constitución del Grupo de los Ocho, origen del Grupo de Río. Conviene recordar que, en noviembre de 1987, en Acapulco, Miguel de la Madrid convocó a una primera reunión de jefes de Estado latinoamericanos, compuesta por Argentina, Brasil, Colombia, México, Panamá, Perú, Uruguay y Venezuela, logrando establecer un mecanismo de consulta y concertación cuyo objetivo fue consolidar sistemas democráticos, ampliar la cooperación política y económica, activar la integración regional y actuar conjuntamente en foros internacionales externos a la región.
De la misma forma, la creación del Consenso de Cartagena confirma el espíritu latinoamericano de Miguel de la Madrid. En el decenio de los ochenta, el servicio de la deuda externa representaba una onerosa carga para los países de la región, constriñendo su desarrollo económico y generando inestabilidad política. En 1984, con el concurso de Miguel de la Madrid, once gobiernos latinoamericanos, representados por cancilleres y ministros de finanzas, se reunieron en Cartagena de Indias para discutir la implantación de condiciones equitativas en la relación entre deudores y acreedores. Ese fue el inicio de un largo proceso negociador que abrió las puertas a una nueva etapa en el desenvolvimiento económico latinoamericano, sometiendo el servicio de la deuda a nuevas normas, con gravámenes reducidos mediante quitas, plazos de amortización y periodos de gracia adecuados, así como reducciones en las tasas de interés.
En suma, Miguel de la Madrid tuvo la virtud de identificar los intereses convergentes de las naciones latinoamericanas en el decenio de los ochenta. Esa sensibilidad política lo condujo a auspiciar y promover tareas conjuntas entre los gobernantes de la región. La empatía política y la amistad con personajes emblemáticos —José Sarney, Raúl Alfonsín, Julio María Sanguinetti, Enrique Iglesias, Tancredo Neves, Javier Pérez de Cuéllar, Belisario Betancur, Felipe González, el rey Juan Carlos I— generaron la fuerza motriz que gestó una época de oro en la cooperación latinoamericana.
Con el deceso de Miguel de la Madrid, perdemos a un gran estadista, a un constructor del Estado de derecho, a un personaje con una intachable conducta pública y privada, a un hombre que, con su temperamento honesto, sobrio, austero, responsable, restauró la dignidad de la investidura presidencial. México recordará con aprecio al constitucionalista reformador, al estratega del consenso, al impulsor de las instituciones republicanas. Con afecto, lealtad y orgullo, eternamente agradecidos, quienes fuimos sus colaboradores lo recordaremos siempre por su calidad humana, su inteligencia y cultura, su fino y elegante don de mando y su amistad generosa. Descanse en paz, Miguel de la Madrid.
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BERNARDO SEPÚLVEDA AMOR —jurista, político y diplomático— ha sido secretario de Relaciones Exteriores y embajador en Estados Unidos y Gran Bretaña. Juez de la Corte Internacional de Justicia desde 2006, recientemente fue electo vicepresidente de ese tribunal.