El otro oficio más antiguo
Es común oír hablar de un primer violín, una primera dama o una prima ballerina. Pero de algún modo arbitrario el término primer actor no deja de evocar un tumulto de estampas adicionales. Cuando, por ejemplo, se anuncia al Primer Actor Germán Robles (de inconfundible efigie quijotesca) uno puede en verdad pensar que se trata del primer actor que hubo, habría llegado a Nueva España en carabela, con una compañía que representaba Autos Sacramentales.
Sigue viva
Al ingresar a la Academia Mexicana de la Lengua, Ignacio Padilla declaró: “Nuestra lengua sigue viva y en constante renovación porque hay personas que se atreven a despeinarla”.
Por más que a uno le plazca construir figuras verbales hay que mantener alguna atención a la posibilidad de una interpretación literal de lo que se está diciendo. Las palabras antes entrecomilladas engendran una imagen perturbadora, que sugiere: si se le puede despeinar, será porque hay pelos en la lengua.
Si va al baile…
Existen aquellos con vocación de víctimas, los que se asignan a sí mismos ese rol pudiendo escoger otros más vitales, menos pasivos. Encuentro una triste, inexplicable tendencia a acomodarse en ese rubro entre las generaciones más jóvenes, a las que, entre otras cosas, no les tocó la guerra sucia ni el 2 de octubre. Hace días escuché a unos locutores entrevistando a la formidable cantante de Mali, Oumou Sangare, y entre una pregunta y otra le mencionaron con gravedad que nuestro país está a punto de reiniciar una fase de dictadura. Además de dislocada, la declaración resultaba de un protagonismo grosero, pues la señora viene de un país donde los talibanes han prohibido la música y han decapitado a varios por interpretarla o simplemente escucharla. La inquietante noticia de que un candidato yerra al mencionar tres títulos literarios a boca de jarro no conduce ineluctablemente a que como presidente decida hacer piras de libros, esa es la lógica de la tía abuela provinciana: Si la niña va al baile, la van a embarazar…
Como se sabe, el fatalismo propicia la tragedia desde que la postula.
Quítate tú pa’ ponerme yo
Siempre he encontrado algo sospechoso en la rabia del agnóstico. ¿Para qué afanarse tanto en la negación de algo si en serio se sabe que ese algo no existe? ¿O no se sabe de cierto?
Por lo general, tras la afirmación enfática de la inexistencia de Dios, los comunistas o los escépticos de línea dura o los cientificistas de pacotilla o los abocados a la tecnología de punta acaban estableciendo un santoral secreto o erigiendo un altar disfrazado que sustituye al de la doctrina religiosa, y rara vez toman conciencia de tal mecanismo, no se percatan de la fe que pronto han desarrollado ante nuevos objetos de culto. El devoto de la cibernética no se percata de la omnipotencia que le concede a la pantalla de su computadora, tal como el estalinista ortodoxo no se daba cuenta de que en la pared íntima de su casa había sustituido a Cristo, la Virgen y los Santos predilectos por Marx, Engels, Lenin y Stalin. Las claves de esta palinodia siempre estuvieron ahí. De mi adolescencia bajo el influjo del materialismo dialéctico, recuerdo una traducción al castellano editada por la prensa oficial soviética que sentenciaba: “El marxismo es una doctrina todopoderosa”.
El mismo proceder de suplantación lo descubre Jung en Freud y lo nombra deus absconditus.
Anticlímax
Regresando a esos años mozos, cómo olvidar la enjundia con la que anticipaba la lectura del libro de Lenin titulado ¿Qué hacer?, así como la subsecuente decepción, la anticlimática lectura de un texto concebido para proletarios europeos de principios del siglo XX y no para jóvenes mexicanos de la clase media que ignoraban qué hacer.
¿Dónde quedó la catarsis?
El sentimentalismo echa a perder casi todo lo que toca, pero sin duda es ese mismo riesgo inminente el que hace de la asunción cabal de la emotividad propia un gesto trascendente. Al respecto convendría revisar el legado de la generación de pensadores y escritores de la segunda mitad de nuestro siglo xx, que por haber estado durante los años tiernos tan expuestos a Juan de Dios Peza y Manuel Acuña desarrollaron una verdadera fobia a lo que consideran cargado de sentimiento, un horror desmedido que muchas veces encuentra contrapeso en una ironía compulsiva (que acaba sacándole la vuelta a la emoción pura) o en formas justificatorias y de curarse en salud para desmarcarse de todo aquello que pudiera ser o parecer sentimental. Toda una camada de intelectuales está cortada con esa tijera y nos ha dejado como herencia una condición trunca en lo llanamente humano. La paradoja reside en que lo camp, lo kitsch, el sentimentalismo representan lo inauténtico y lo artificial, pero el agotador malabar del intelecto por evadir una naturaleza emocional resulta igual de artificial y por tanto comparte, en alguna medida, la sustancia misma de lo cursi. Si nos empeñamos en esquivar lo que sentimos por medio de la ironía u obstruimos su flujo con subterfugios mentales, ¿dónde queda la catarsis?
En unas décadas, los muy cerebrales, los demasiado conceptuosos, serán los nuevos cursis.
Tony en Austria
Para orgullo de todos nosotros se anunció que la prestigiosa agrupación de los Niños Cantores de Viena aceptó en sus filas al infante mexicano Antonio «Tony» López Ríos Vázquez. Desde ahora es conocido en Austria como Tony, soprano.
Póstumos
¿Qué hacer cuando aparece de manera póstuma un manuscrito juvenil o el borrador de una novela inacabada de un autor renombrado? Se discute la pertinencia de su publicación, ya sean Cabrera Infante, Hemingway o Roberto Bolaño. El mercantilismo de los editores y el impudor de los herederos suelen asociarse para detrimento de la posteridad del autor. Lo cierto es que no siempre queda clara la verídica disposición del escritor fallecido, aunque deje instrucciones precisas. Alguna vez tuve entre las manos las libretas de Jaime Sabines, donde constaté que el poeta trazaba una cruz sobre los escritos que deseaba desechar, pero bajo la leve tachadura todo quedaba legible. ¿Habría algo sugerido detrás del gesto? En la relación de Kafka con su amigo Max Brod, ¿acaso no habría un muy sutil guiño de ojo indicándole: «tras mi muerte, publica los manuscritos»? Todo el equilibrio del caso descansa en la ética del albacea.
Lo barato cuesta caro
A nuestras televisoras les habrá salido muy barato traer a Laura Bozzo, idolatrada por el público de su país (y también perseguida por sus autoridades hacendarias) para con ella establecer un programa de éxito inmediato. Pero, ¿en cuánto nos saldrá reparar la psique colectiva de los mexicanos tras ser espectadores de la humillación de sus congéneres en las emisiones diarias de Laura? ¿Cuál sería el mecanismo para que —sin lastimar la libertad de expresión— se le ponga bozo a Laura?
Sacrilegio (?)
Nada enrarece tanto el clima cultural como la idolatría, la reverencia acrítica hacia un creador y su obra. El soslayar sus yerros o disfrazarlos de aciertos por sentir que lo contrario es sacrílego acaba constituyendo un acto de deslealtad: a la larga eso pondrá en duda la carrera completa y eventualmente suscitará un encarnizamiento con el autor en cuestión, y con ello una revisión inclemente (e injusta) de cada uno de sus pasos.
Acatar
Sin duda un peruano que representa lo opuesto a Laura Bozo, Mario Vargas Llosa, despertó grandes simpatías cuando publicó un par de artículos sueltos en El País donde manifestaba su repelencia ante el artista Damian Hirst y el fenómeno mercantil detrás. Su denuncia ante ciertas tomaduras de pelo parecía acertada y necesaria, aunque nunca rebasaba en esencia los mecanismos de monetarización anotados ya por Robert Hughes décadas atrás. Quizás empujado por su propia editorial, que quería capitalizar que recién hubiese ganado el Premio Nobel, Vargas Llosa se apura a recoger notas del periódico y confecciona La civilización del espectáculo. Pero precisamente la falta de labor editorial permite demasiadas reiteraciones y callejones sin salida, y al cabo de unas cuantas páginas el texto produce el efecto de que el autor es un necio que discurre en torno a solo un par de ideas, una y otra vez. Y esta apariencia es reforzada por el tono un tanto plañidero en que se da por perdida la lucha cultural. Por otro lado, se niega a ver en el arte actual más allá de la charlatanería, mientras que, en otros órdenes, se permite postular, por ejemplo, la muerte del erotismo. Sin quererlo, el autor renuncia a una postura combativa; sin quererlo traiciona ese dictum del gran Karl Popper, posiblemente su antecesor ideológico: «El optimismo es una obligación moral».
Entiendo y hasta comparto algo de la médula de su conservadurismo estético pero no puedo aceptar su quejumbre derrotista. En tal caso, citando sabiduría que proviene de lo mejor del mundo del espectáculo, tengamos presentes las palabras del publicista Don Draper, el personaje de la serie Mad Men: «El cambio no es bueno ni malo, simplemente es». Primero habría que acatar el cambio cabalmente, luego hablar.
Ayuda al alcance
Alguna vez me encontré la inquietante y hermosa novela de Yasunari Kawabata El sonido de la montaña en la sección de publicaciones de autoayuda de una librería. Primero, tuve la curiosidad de descubrir quién era el encargado y adivinar en la expresión de su cara cuál había sido el criterio aplicado en el acomodo del libro, aunque adelantaba que “de oídas” el discernimiento era inevitable: el misticismo poético del título, el apellido oriental, el paisaje de la portada (y, claro, la incompetencia supina), todo confabulaba para que el hombre tomara tal decisión. Pero luego, más reposadamente, consideré que potencialmente todo libro es de autoayuda. ~
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Escritor, artista plástico y cineasta, CLAUDIO ISAAC (1957) es autor de Alma húmeda, Otro enero, Luis Buñuel: a mediodía, Cenizas de mi padre, y Regreso al sueño. Su novela más reciente se titula El tercer deseo (Juan Pablos Editor, 2012).