Cuando los esbirros de Franco intentaron secuestrar al expresidente español Azaña, el apoyo que le brindó la Embajada de México en Francia fue crucial. Antes de morir en la dependencia diplomática mexicana, Azaña manifestó su admiración por la responsabilidad internacional, sin duda ejemplar, de nuestro gobierno.
Enfermo y acosado como estaba, Manuel Azaña vivió sus últimos 50 días en la dependencia de la Embajada de México asentada en el centro de la ciudad francesa de Montauban. Allí, en un ala del Hôtel du Midi donde se tenía el “derecho a ondear [el] pabellón”, se habían preparado previamente cinco habitaciones para recibirlo.
En septiembre de 1940 la Embajada se hallaba en Vichy, que era la residencia del gobierno de la Francia denominada “libre”. Cuando Azaña pidió protección, vivía disimuladamente en la casa de un doctor llamado Cave, en Montauban (23, rue Michelet) y no estaba en condiciones de viajar hasta dicha ciudad. Por eso fue que el embajador Luis I. Rodríguez decidió llevar la delegación hasta él y establecerla a cinco cuadras de donde residía.
No obstante la cercanía, el traslado se hizo en coches. Los esbirros de Franco que tenían el encargo de secuestrar a Azaña se apostaron previamente en la entrada de dicho hotel y se produjo el poco conocido incidente en el que Rodríguez y sus acompañantes ahuyentaron a las fieras –encabezadas por un tal Pedro Urraca– haciendo gala de mayor decisión y entereza.
El episodio ocurrió el 15 de septiembre de 1940, ya firmado el acuerdo de México con Francia para la protección que la bandera mexicana ofrecía a todos los refugiados libaneses, judíos y españoles –considerándolos en tránsito hacia nuestro país, hubiesen o no manifestado su deseo de emprender tal viaje.
Lo cierto es que se tenía la intención de llevar clandestinamente a Azaña a Vichy, pero la indiscreción de su esposa al despedirse por escrito del prefecto de Montauban lo impidió. Como quiera que sea, la noche del 15 se pasó prácticamente en vela en el hotel, cuyas escaleras y banquetas habían sido copadas por los refugiados españoles, mientras que los funcionarios mexicanos ocupaban el pasillo del primer piso dispuestos a defenderlo a toda costa. Entre estos destacaba el capitán Antonio Haro Oliva, quien ya había contribuido al repudio de los sicarios esa mañana. Su pistola reglamentaria del ejército mexicano no dejaba de ser una garantía, como lo era también la escuadra 38 que portaba Rodríguez, aunque sin autorización legal para ello.
Al amanecer del día 16 –en México eran las 11 de la noche y el presidente Cárdenas daba el último “grito” de su gobierno– nuestros paisanos se pusieron de pie y Azaña se manifestó admirado por la virilidad de nuestras gentes y de nuestro gobierno en su ejemplar conducta internacional. Luego añadió: “Cómo conforta poder comprobar en medio del derrumbe moral que presenciamos, la existencia de hombres que saben honrar a su historia, que viven de pie frente a las claudicaciones del mundo y que han hecho de su destino la esperanza de todos los pueblos libres”.
No he encontrado estas palabras reproducidas en ninguna de las recopilaciones de textos de Azaña que he podido consultar. De igual forma está el caso de que solamente la más reciente de sus biografías consigna con precisión que falleció en la Embajada de México –todas las demás se contentan con decir que murió en Francia, lo cual en sentido estricto es falso pues su deceso ocurrió en territorio oficialmente mexicano–, como lo constata el hecho de que precisamente haya sido nuestra bandera la que ondeaba en el balcón de la habitación donde estaba Azaña, que era la más protegida de las cinco (cabe señalar que la información que se proporciona en el hotel –hoy llamado Mercure– sobre la habitación en la que se produjo el deceso, es errónea).
El telegrama del embajador Luis I. Rodríguez que informó a Cárdenas del hecho es preciso y lo sostiene: “expresidente de la República Española falleció hoy dependencia Legación México en Montauban bajo el amparo de nuestra bandera”.
Al fracasar el intento de llevarlo a Vichy, Rodríguez procedió con otra estrategia en espera de salir victorioso, pero esta resultó infructuosa: a la presión de la cancillería franquista y a la abyección del gobierno de la Francia “libre”, se sumó la negativa de los suizos a recibirlo. Azaña permaneció en Montauban hasta el fin de sus días, ocurrido a las 4:53 horas de la mañana del día 4 de noviembre de 1940.
Cabe decir que fue gente mexicana la que se hizo cargo de los últimos arreglos, siempre bajo la supervisión de Haro Oliva. Él mismo, con su Colt 45 en la mano, se había plantado un par de veces en la escalera porque las “aves negras” –como el propio Haro las llamó– habían irrumpido en el vestíbulo del hotel.
Vale la pena tener presente la versión fiel a los hechos, puesto que no es la única; está por ejemplo la de una señora de nombre Linda Gregory, quien aseguró que su padre, Juan, “montaba guardia en la puerta de su habitación para defenderle frente a una hipotética detención o secuestro” (El País, 4 de noviembre de 2008, pág. 21).
Al morir Azaña estaban en su derredor solo los siguientes españoles: su esposa, el general Juan Hernández Sarabia y Antoñito Lot, el valet del presidente. Los demás eran el infaltable Haro Oliva y Ernesto Arnaux Siqueiros. Además había una hermana de la caridad francesa que fungía de enfermera a sueldo. Inmediatamente después entró el embajador Rodríguez.
Se prohibió que el féretro llevara la bandera republicana cuando se dirigiera al panteón municipal: el regente de la ciudad había exigido colocar la bandera franquista en el ataúd pero Rodríguez lo arropó con la mexicana. También vale decir que el funcionario francés amenazó, en una ríspida conversación con el embajador, con disolver el cortejo si este resultaba muy numeroso. Rodríguez respondió concentrando en Montauban a todos los empleados mexicanos destacados en Francia, con los cuales formó una primera fila que marchó al frente dispuesta a resistir el embate de los gendarmes, quienes a fin de cuentas optaron por recular.
Entre todos los mexicanos que protegieron con su pecho féretro y cortejo desde que se partió del hotel a las 11 de la mañana, además de Rodríguez, quiero citar por predilección personal al cónsul general Gilberto Bosques, a quien se ha llamado el “Schindler mexicano” –aunque si por méritos fuera, debería ser Oskar Schindler a quien llamaran el “Bosques alemán”. También es menester citar al infaltable capitán Antonio Haro Oliva y a Rodolfo Llopis, así como a Alfonso Castro Valle, quien muchos años después tuvo a bien darme un valioso testimonio de lo ocurrido, en especial sobre el rechazo a Urraca y a sus esbirros con las armas en la mano.
Al llegar al cementerio, Rodríguez dijo: “Detrás de nosotros, cojos, mancos y ciegos, en tumulto de millares, arrastraron su desolación hasta la casa de los muertos, llevando con ellos la gloria de sus heridas, la ternura de sus mujeres y la miseria de sus hijos”.
Se abrió entonces el féretro y se extrajo la bandera republicana española que venía doblada sobre el pecho del muerto. Se la entregaron al embajador y en su lugar se colocó la bandera mexicana que había cubierto al ataúd. ¡Ahí quedó para siempre! Por cierto, cuando en octubre de 2008 se remodeló la tumba y se le colocó una estela del escultor francés Christian André-Acquier, no hubo la menor mención del hecho.
La bandera republicana española, en cambio, la conservó el embajador Rodríguez y cuando él fue sepultado en 1973, fue colocada sobre su cajón y se guardó dentro de este cuando bajó a la fosa, no sin antes recibir los mayores honores militares. Fue sin duda una de las últimas veces que dicho estandarte fue objeto de tal reverencia.
Aquí surge otra pregunta: ¿Cuál sería la bandera española que la señora Gregory –de acuerdo a la nota antes citada de El País1– conservó y regresó en 2008 al gobierno español, esa que, según ella, su señor padre había guardado desde ese día y que ahora se guarda en el antaño baluarte franquista que es hoy el Centro de la Memoria Histórica de Salamanca?
Afortunadamente, la bandera que llevó Azaña hasta el cementerio no ha sido objeto de tal degradación, pues lo que queda de ella se encuentra en una fosa del cementerio Español de la Ciudad de México, en el pecho de uno de los diplomáticos más meritorios y viriles que en el mundo han existido. EstePaís
1 Véase http://elpais.com/diario/2008/11/04/espana/1225753211_ 850215.html.
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JOSÉ M. MURIÀ, doctor en Historia por El Colegio de México, es miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia desde 1993. Fue presidente de El Colegio de Jalisco y director general de Archivos, Bibliotecas y Publicaciones de la SRE. En 1979 recibió el Premio del Consejo Mexicano de Ciencias Históricas. Colaborador de El Informador, entre otros medios, su más reciente libro es Jalisco: historia breve (FCE, México, 2011).
Aquí podéis ver la bandera mexicana en la plaza Manuel Azaña, a la izquierda, cerca de la placa conmemorativa:
http://www.diariodelaltoaragon.es/NoticiasGaleria.aspx?Id=564454&Pg=0
Y aquí en el cementerio:
http://armha.blogspot.com.es/2009_04_01_archive.html
Tal vez no se mencionó, pero la bandera mexicana ha estado presente al menos una vez en el homenaje a Azaña que se hace todos los años en Montauban, portada por un servidor, que contó la anécdota a todos los que quisieron oírla (muchos me preguntaban por qué llevaba una bandera italiana, pero la mayoría se acercaba con curiosidad). Esa misma bandera emocionó a la nieta de Negrín, presente en el homenaje. Tengo fotos haciendo guardia en la plaza Manuel Azaña de Montauban y en el cementerio.
¡Salud y República!