En el cine, el terror utiliza miedos inconscientes para producir sus efectos. Uno de los más arcanos es el mal de ojo, que puede explicarse como el dominio de una conciencia sobre otra más débil. En una de las escenas perturbadoras de Scanners (1981), se reproduce la entrevista al paciente de un psiquiátrico que se ha perforado un agujero en la frente para aliviar la presión de las voces que habitan su cabeza. En toda la filmografía de David Cronenberg, la identidad es un producto vulnerable en el mercado de las mentes, un pensamiento indefenso que habita un cuerpo para el que siempre existen otros aún más grandes y dispuestos a alimentarse incluso de ti, transformándote pequeño apéndice de raciocinio vulnerable, en integrante de su multinacional corporativo.
Para explorar la forma en que nuestra mente puede convivir con otras distintas dentro de una sola cabeza, contemos la historia de Luciano, joven psicólogo que comenzó su carrera preocupado por entender las causas de su trastorno obsesivo compulsivo. Como el personaje de Mejor imposible, era incapaz de llegar al otro lado de la acera si no podía evitar las grietas o las divisorias de los bloques de cemento, así que la mayoría de las veces se le veía dando saltitos en una banqueta y en otra.
Y cuando ibas manejando y cruzabas un tope, Luciano, tenías que apagar el coche y en medio de un ritual de avance y reversa y de avance y reversa y de avance final, pactabas con tus miedos y continuabas la marcha. Si tus amigos te pedíamos explicaciones, respondías “se me apagó el coche”. No es cierto Luciano, ningún coche se te apagó, tú lo hiciste y metes reversa y después drive y luego otra vez reversa y entonces al final apagas de nuevo el coche, hasta que te das permiso de arrancar y continuar hasta otro tope. ¿Por qué lo haces?
Nunca nos contestaste. Pero para unos descifradores del alma como nosotros, tu caso era mucho más frecuente de lo que se piensa y avanzando en una interpretación silvestre de esas que molestaban a Freud, decíamos que, seguro inconsciente y soterradamente deseabas a tu madre y odiabas a tu progenitor, y al llegar los pensamientos de impureza a tu cerebro, discordantes como las grietas de una acera o los topes de una calle, utilizabas los rituales de perdón para disculparte y sentirte limpio.
Para fortuna de nuestra reputación de intérpretes del alma, Luciano mismo nos contó algo que seguro tiene que ver con su delirio. Es hijo único, es cierto, pero antes de que él naciera había existido otro Luciano muerto a la edad de tres años. Sus padres sufrieron lo indecible, guardaron las cenizas bajo la cama, y olvidaron registrar su defunción. Nunca habían sido buenos para enfrentar las cosas de la muerte y la de su primogénito fue un golpe demasiado terrible como para elaborarlo así como así. Y entonces, tres años más tarde, la madre quedó de nuevo encinta. ¿Qué nombre creen que le dieron al recién nacido? En este punto fueron del todo prácticos. Si ya tenían un acta de nacimiento sin su contraparte de defunción, mejor llamar al bebé como a su hermano y hacer de cuenta que nada había pasado. Y adelantando una teoría más elaborada, pero no por eso menos silvestre, tenemos entonces a un joven que toda su vida compartió su cuerpo con otro, el difunto pero vivo en el cerebro de sus padres, al que ahora cargan entre brazos mientras sienten cómo va colmándoles el hueco dejado por la muerte. Quizá en ocasiones Luciano quiera matar a su hermanito, pero ¿cómo hacerlo sin asesinar un poco la ilusión de sus padres y la de él mismo? Mala cosa, muchos rituales obsesivos de perdón, de ofrendas al otro suyo muerto que le habita desde siempre.
Pero a Luciano finalmente no le fue tan mal, nada que no se arregle con algunos años de terapia. Hay casos peores como el del filósofo marxista Louis Althusser, que en un ataque psicótico mató a su esposa escapando así del dominio de su madre muerta. Y cuando las palabras no son suficientes para invadir al otro, tenemos los pasajes al acto de sujetos como el austriaco Josef Fritzl, acusado de haber mantenido durante más de 20 años en cautiverio a su hija, con la que engendró siete niños. ¿Qué ideas sobre la paternidad, los lugares distintos, y el derecho a una individualidad tendrán tales retoños? ¿Cómo actuarán en sus vidas, cargando un inconsciente familiar en el que no parece haber fronteras?
La literatura da distintos tratamientos a este problema del alma. La filosofía también. ¿Qué es la lucha de conciencias hegeliana, con el trasfondo de muerte que posibilita al hombre superarse a si mismo o hundirse en la servidumbre, sino la necesidad que tiene el amo de habitar la mente del esclavo para así escapar un poco de su ausencia de sentido, de su propia muerte? Este tipo de violencia simbólica, en la que no existen límites entre un cuerpo y otro, en la que toda prohibición es gratuita para quien intenta escapar de su destino mortal transformándose en Dios, queda retratada en la vida de asesinos como Gilles de Rais, o en la imaginería del Marqués de Sade, quienes a través de la transgresión de todas las leyes y de la comisión de todos los crímenes, buscaban salvarse.
Esta violencia fue la explorada por la inglesa Sarah Kane (Sick; Reventado; El amor de Fedra; 4:48 Psicosis), dramaturga genial aunque largo tiempo incomprendida. ¿Qué necesidad tiene el público de escuchar un discurso como el suyo, cuya poética parece derivar de la visión de una humanidad desquiciada, producto de la violación permanente y colectiva? El mundo es ya demasiado horrible. Así que Harold Pinter salió en defensa suya tras el estreno de Reventado, cuando la más ingenua crítica la acusaba de obscenidad y de violencia sádica y gratuita. Simplemente su obra era demasiado compleja para ellos, habría dicho Pinter.
También la española Angélica Liddell explora este discurso en obras como Frankenstein; Once upon a time in West Asphixia; o en Cómo no se pudrió Blancanieves, trabajos en los que las realidades más terribles de nuestro mundo son mostradas tanto como nuestra tendencia a ocultarlas, a hacer de cuenta que nada sucede.
Y en esta misma línea el mexicano Hugo Wirth avanza en la exploración del impulso sádico oculto en nosotros. ¿De dónde viene la pulsión del crimen? ¿De dónde surge el goce de tener a nuestra disposición a mentes débiles con las cuales explorar nuestras secretas perversiones? ¿Se origina en el maltrato que nos ha sido infringido? (La fe de los Cerdos) ¿O bien en cierta locura inexplicable pero nuestra? (Intervenciones) ¿O quizá en la ausencia absoluta de comunicación y en la violencia inconsciente ejercida contra nuestros intereses? (El día de la intolerancia … y Constantina no estaba). Quizá no sea sino una decisión sabia la de apresurar la muerte de una madre largo tiempo agonizante y enferma (Tangram), pero ¿por qué este alivio profundo? En la poética de Wirth, en ocasiones invadir mentes no resulta suficiente. Es menester tener control sobre los cuerpos.
Y quizá la respuesta sobre el origen de la maldad pueda derivarse de un mejor análisis de la estructura de nuestra identidad, y de la secreta esperanza de todo hombre y mujer, de toda familia, de todo iniciador de religiones, de perpetuarse en hijos, hermanos y nietos haciéndose un pequeño nido de deseos perpetuos en sus conciencias.
Decíamos que a Luciano no le había ido tan mal. Se casó, encontró un trabajo estable, y tuvo hijos. Sin embargo, Luciano, de cuando en cuando sientes la necesidad urgente de un ritual de perdón y alivio. Lo peor no obstante, ha pasado ya. Pero podría suceder que tu actual tranquilidad se deba a que hay un nuevo Luciano en la familia. ¿Y qué mejor lugar para que tu hermano nunca muera, respetándose así el deseo de tus padres, que la mente de un niño?
(Por cierto, Tangram, de Hugo Wirth, historia de dos hermanos y una madre agonizante, se presenta del 21 al 24 de noviembre en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco: Algunas decisiones matan. Otras liberan).