Tautologías. Los niños son niños, los ancianos son ancianos. Las niñas se aderezan con moñetes de colores y las abuelas no se abandonan en residencias asépticas. La ancianidad de estas mujeres depositadas como fardos sobre las aceras, a veces con los pies ocultos, brotando casi, sin siquiera arfar, es un paisaje de un envejecer visible que allí me falta. Si no están, no los oyes, si no los ves, no existen. Estos cuerpos sin palabras, al menos adquieren condición de estorbo. En España hace tiempo decidimos que eso es poco higiénico y que la buena praxis con los mayores exige instituciones totales.
La calle atruena, en Oaxaca todo es sonido, incluso el estallido de color restalla, vibra, a veces hasta dolorosamente. Personajes célebres troquelados en banderolas plásticas tricolores, cuentan a los más pequeños y a los guiris las caras de la independencia en dibujos. Dije que los niños son niños, pero hay algo de inexactitud en mis palabras…
Un hombre sin una pierna, apoyado en sus rústicas muletas de madera, con un aire a Nick Cravat, el compañero de volatines de Burt Lancaster en El halcón y la flecha y un deslenguamiento semejante, se revuelve cuando un policía urbano le aconseja de malos modos que no puede enseñarme, ni siquiera con el justificante de su sonrisa de pillo, cómo maneja la aguja de hacer crochet —¡ni me planteo recordar cómo era que dijo que se denomina en lengua nativa! No retira sus ojos de mí, estudiando el efecto de su discurso. Asegura que es él quien confecciona esas bolsas colgantes para el móvil o los pesos. Me extraña por los colores. Huelo en las horas del hilo unas manos de mujer.
Entonces, sus groserías retadoras a la autoridad comienzan a reproducirse salazmente ante mis inexpertos oídos, tan repentinas como los conejitos de la serie de Fibonacci. Muleta en ristre marcha de la vecindad de la turista no sin antes volverse para recordarle al mugriento pinche policía que “¡ni se te ocurra ponerme la mano encima, güey!”, ante la complicidad de la camarera.
Los pasillos del Convento de Santo Domingo tienen algo del Unterhalten berlinés. Observadas sus bóvedas repintadas a la luz adormecida por el pasillo inacabable te transportan al golpeteo de botas soldadescas en otras guerras hasta que el despertar te acomete mirando aquel cartel que anuncia, “Tesoros de la tumba 7”. Un complicado sistema de numeraciones para designar a los individuos en el Oaxaca zapoteco termina por levantarme dolor de cabeza. Conejo cuatro o jaguar trece, ¿me recibes? Chiucu, chuna, ala llichi…, se revelan inasequibles a la mnemotecnia. Repaso los relatos sobre los guerreros, ¿qué hacían ellas? ¿Acaso las pinzas de depilar del tesoro eran cosa de hombres?
Un brasero con rostro humano, el de un dios poco benévolo, pero al que se puede asir con las manos.
Balcones al Jardín etnobotánico desde el que los oaxaqueños no se pueden asomar. Puede ser que arrojarse desde el ventanal sobre un paraíso posible no entrara en la categoría de suicidio, ¿y entonces? Colores, dimensiones inesperadas, frondosidad natural, no impostada. El aire no se mueve, los rumores de la gente sí. Observando este arrebato de lo que para mí son cactus y aquí es un volumen de nombres, me distancio y pienso en la sabiduría de dejar hacer a la naturaleza. Ella sabrá escoger las especies idóneas para apropiarse del paisaje, incluso dotar de una belleza agreste y amenazante sobre los sillares. No hay más que viajar a Butrint. ¡Al demonio con el césped y el perfil recortado del golfista, dueño y señor de los áridos de La Mancha en la locura mimética de lo que nunca fue ni será Bristol!
Cráneos azules, cráneos sonrientes, calaveras que, me cuentan, son de dioses de la lluvia, sonrientes decantadores de macabro pánico desde la inmovilidad que imprimió el virtuosismo de un orfebre.
Sorprendentemente chispea y luego arrecia en Oaxaca. Al chocar contra el asfalto esa inexplicable gota arrastra todo el calor concentrado que huye, como los guerreros de la Liga del Viento.
Una Madonna con aspecto de muerte recostada en su encanto de madera, mapas sobre textil con trazos como de boli Bic permiten acreditar de acuerdo con la leyenda de la vitrina la propiedad indígena de pueblos pasados por la planchadora de rebozos, que fue la conquista española, mientras el obispo en turno se atusaba la casulla, hoy en la misma sala.
La santa de la talla y, haciéndole burla, el putti caminando juguetón desnudo en el mural que le hace sombra.
Debo reprimirme para no tocar las hendiduras y descalabros en la madera del trapiche del azúcar con su maquinaria de otros tiempos, que diría el bucólico, pero que sin mucho esmerarse puede aparecer revolviendo entre la utilería de la fábrica de mezcal. Porque aquí agave se paga y dejemos el ágape para William Gaddis. Sobreviene la impotencia frente al espanto del alcohol, el sobrio sentido del ridículo hispánico es por estos lares sana costumbre de necear. ¡Reconozcámoslo! No hay revestimientos de pudor para quien comparte su chelita, solo resta abrazarse compadreando y rezar porque la crudeza no se apodere de ti mientras los demás chupan. Te frotas el sudor y vuelve a la cabeza la imagen de la bandera manchada de Tehuantepec, emblema como dicen aquí. Tal vez sea atrezzo museístico, pero por un momento el regusto amargo de la sangre culpable se le viene a uno a los labios y a la memoria, el gesto de quien se limpia la frente en la batalla.
Curiosa nomenclatura en las calles: Matamoros. El responsable del ramo munícipe ha debido querer elevar a los altares de lo cotidiano al santo que sembraba de cabezas la santa tierra de las Españas, sin caer en la cuenta de que, de haber estado a mano, la suya regaría también el suelo.
Pagarés de papel en la Revolución mexicana a los que se intuye tan poco valor como los billetes impresos en zona republicana durante nuestra Guerra Civil. Me quedo mentalmente sobando el billete y colgada en la devaluación de la moneda de la vida humana durante las contiendas.
Botellas para Deleuze, Guattari, Heidegger en la muestra de la sala en la que nadie recala, pero no para ninguna mujer. O no quedaba tinta o no hay mujeres significativas en este recordatorio expositivo. Una ausencia recorre Occidente. Pregunto por el trasunto femenino de la divinidad en la iconografía zapoteca y cuando ya creía aparcada la ecuación violencia, ergo mujer, me abofetean con la diosa desmembrada, Coyolxauhqui. ¡Bonito simbolismo para adornarse el cuello con semejante medallita!
Cuencos llenos de palabras con los que llenar ese vacío y un juego visual como de azulejaría.
Siluetas en los interiores de los vanos bajo el fresco de esos frailes chuscos.
No hay rastro del porteador, lo cierto es que ha dejado delante del altar unas estrellas olorosas, figurativas composiciones para una ofrenda floral.
Paneles de peluqueros publicitando estilos demodé en blanco y negro cuelgan de la puerta de la barbería. Los libros se refugian como Sandokán en Mompracem, ¡extraordinaria alusión para designar una librería! Pero, ¿dónde queda Mariana?
Vuelta al zócalo. Me detengo frente a una orquesta-Hamelín que ha dejado a Oaxaca sin niños. Todos los chiquillos, ellos y ellas, repiten la partitura de esa rumba hasta triunfar según las indicaciones del director. Nadie se cansa, padres y curiosos, niños y adultos escuchan una y otra vez el resoplar dorado de las tubas y hasta el inaudible rasgar de violines. Perseveran en la notación musical como el movimiento indigenista, sin reblar. Solo la heladera con su carrito portátil de campanillas azules interrumpe ese silencio contenido cuando alguien se acerca a comprar una botellita de Ciel. Porque aquí al cielo lo dejan transparente, lo embotellan y te dejan de regalo una vocal suelta para que la gastes en lo que quieras admirar o te sobrecoja.
De nuevo, mujeres triquis —¡cómo explicar que nada tiene que hacer en esto el monstruo de las galletas de Plaza Sésamo!— sentadas, inmóviles, hieráticas con sus ojos de un marrón esférico al paso de los que disparan fotos.
Tras una reja, una paloma de la paz queda enjaulada. Pero no se preocupen, es tan solo una reivindicación más de una ciudad que habla a gritos cuando sus ciudadanos piden. Siendo extranjero deberás haber leído que no hay lugar para la solidaridad con lo que no te toca. Y si no, refresca la memoria, aquel formulario donde estampaste la firma sin prestar atención impide que creas en los mismos dioses de la justicia. Así que, nada de arrimarte a la pancarta. Aun así, te detienes intrigada por esas bragas, tristes pero brillantes, que penden a modo de protesta entre mensajes reivindicativos. Ernestina, la mujer bajo la carpa me habla de acoso laboral y sexual hacia maestras en la región y de un encararse con las instituciones a las que ven entrar y salir por la puerta del recinto oficial.
“Sin maíz no hay país”, reza el poster, ¿y sin mujeres? Ocupan las calles.
Secreciones arbóreas y nudos fantasmagóricos en el árbol del Tule. Nadie sabe decirme si dentro del sabino de tremendo porte hubo lugar para albergar a tiernos infantes. De ser así los oaxaqueños podrían hermanarse con los toraja indonesios, practicantes de arbóreas sepulturas como sacrificial ofrenda.
El colectivo del aeropuerto, 52 pesos. Con los ladridos todavía de los beagle en las orejas, desembarco a una Oaxaca que se quita las legañas para recibirme con recodos bajo luces mortecinas donde cualquier cruce aviva el teorema de la inseguridad. Todo hacía presagiar entrando en el Oaxacamío que en lugar de un bar con reminiscencias de Margarita Carmen Cansino, la Gilda de la frente rasurada, me tope con deslaves y desgracias. No hay tal. Tras las campanadas de las siete de la mañana, la escandalera de las aves cantantes impregna las baldosas del hotel colonial y asedia las almohadas, desvelando al turista. ~
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ALICIA GONZÁLEZ RODRÍGUEZ (Madrid, 1971) estudió Periodismo en la Universidad Complutense. Es colaboradora frecuente de la revista Leer y cuenta con un poemario titulado Satisfacciones de esclavo (Ceylan, 2007) con el que obtuvo el Premio Internacional de Poesía León Felipe.