Un día le pregunté a una amiga colombiana qué impresión tenía del español hablado en la ciudad de México: ella me respondió que el día en el que pisó el aeropuerto sentía que todo el mundo le hablaba como Cantinflas: la señora de la renta, su profesor de posgrado, los hijos pequeños de su vecino y yo misma. Yo, hablando como Cantinflas. Con el tiempo, mi amiga fue percibiendo las diferencias entre las maneras de hablar español en la Ciudad de México aunque siempre, el rasgo que nos unificaba a sus oídos, era el hecho de que todos teníamos el acento propio de Pepe el Toro.
Resulta curioso cómo, a pesar de las evidencias, será difícil que un día dejemos de pensar (o más importante aún, de sentir) que la manera en la que hablamos una lengua es la variante “normal”. Durante un largo debate en un programa de televisión sobre las distintas variantes del español, los panelistas llegaron a la absurda conclusión de que el español más elegante, el “normal”, era el español colombiano. Por otra parte, ciertas personas que deciden aprender español como segunda lengua eligen el español madrileño pues argumentan que fue ahí donde nació el español verdadero mientras que otros prefieren el español hablado en América pues piensan que se ha corrompido menos y guarda más palabras del español antiguo. Como un ejemplo paradigmático de estos prejuicios, en Wikipedia se puede leer que “a causa de que la procedencia social de la mayor parte de los conquistadores y colonizadores españoles -soldados, expresidiarios, aventureros, etc.- pueden señalarse el vulgarismo y el carácter rústico como rasgos característicos del español de América”. Lo mismo sucede entre el inglés americano y el inglés británico. Los prejuicios que median entre las distintas lenguas que se hablan en el mundo también se presentan entre las distintas maneras de hablar algo que se considera un mismo idioma.¿Cuál es el español normal? ¿Cuál es el inglés normal? ¿En dónde se habla el amuzgo normal? Todos diremos que el nuestro, que es el “otro” el que habla distinto, modificado, corrompido o simplemente chistoso.
Este mismo fenómeno se presenta en todas las lenguas del mundo con excepción de aquellas que cuentan con realmente pocos hablantes. Es difícil reconocer que el ayuujk (mixe) de otro pueblo es tan normal como el mío, resulta complicado decir que el zapoteco del Valle de Oaxaca no es el más elegante, es difícil creer que el español de Tepito es tan completo y complejo como el español de Madrid y el español de Buenos Aires. Muchas personas se resisten firmemente a aceptar que existen argumentos lingüísticos para sostener que el español que se habla en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras es igual de complejo y rico que el español que se habla en los pasillos del Mercado de la Merced. Descalificar al otro con base en diferencias lingüísticas parece menos violento que hacerlo por su color de piel o por su poder adquisitivo pero al final el origen es el mismo. ¿Por qué es tan difícil aceptar que la variedad de lengua que hablamos no es tan normal como cualquier otra? Al final, el español que hablamos, con doctorado o sin estudios, puede sonar como si fuera exactamente el mismo español a oídos de otras personas: el de Cantinflas.
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