Noviembre
Muerta el águila, el amor es un fósil.
Algo que se nombra a miles de calles y
ciudades. Un sonido absurdo.
Solo una vasta oquedad.
Es noviembre,
ya no vuela el águila por más que mira al cielo
queriendo inventarla a pura mirada.
Al parque, veinte años después,
lo han devorado la lepra y sus jóvenes.
Ya no lastima el viento en el cabello, ni merece la pena
seguirle los pasos al insensato,
dejó de serlo y cómo duele.
Tampoco resuena más la emoción del camino pedregoso,
ni de la espalda, seda en las manos.
Es noviembre, preludio de nada, silencio todo
y a la mujer, que ya no es la misma, le falta el sueño largo,
el que la ayudaba a guardarse de la vida.
Está flotando
Está perdida.
Ya está solo viva.
Luz de esta noche
Esta noche que se guarda todo
parece amasar nubes en las pupilas
y doblar la vida en cientos de latitudes
que la transforman en un grano de sal.
Esta, que de tan amarilla y engañosa,
tan de la muerte montada en su tribuna
con desenfado,
se torna colorín sin rojo ni fotógrafo,
sin amantes que lo germinen con sus aguaceros
y sus látigos de espuma.
La de la misa novena,
de la última luz de mayo en julio;
la del vapor que no termina de atreverse
y permanece inamovible en la tristeza;
la de remover escombros y guardar silencio
para venerar a los locos.
La noche de sumergir las manos en la entraña,
palpar los bordes de las cicatrices y reconocerlas para perdonarlas
hasta que se vuelvan caricias,
es la más luminosa porque emerge de la sombra
y no tiene retorno,
la elegida para que la serpiente se devore a sí misma,
sacrifique su pasado y se renueve,
al fin bendita por el navajazo de Dios.
Invierno
Nací en invierno
y puedo decir
que en mi elemento
soy enteramente inútil.
Si fuera foca, sería como vivir en el Sahara.
Enero y yo somos amigos,
pero no le sirve a mi sangre
el consuelo de ventanas cerradas
ni la cálida idea de que pronto pasan los días,
o de que en las postales la nieve sea una mentira piadosa.
La maldición otorgada por el viento del norte
se encarga de convertir mi savia vital
en escarcha lenta y mortífera.
Se empecina en transformar mis horas
en los fideos más largos de la tierra.
Ningún abrazo, café o cobija
son suficientes para hacerme comprender
qué razones puede haber para moverse,
qué luz merece la pena como para respirar
en armonía con el cuchillo del vaho en los pulmones.
Sí, el invierno me raspa toda,
lija de fino joder, se encarga de ponerme rígida,
de hacerme pelear contra un pedazo de tempranía
como si fuera lo último que haré antes de ser pasado;
y en verdad, cada mañana de noche
pienso que será la última,
entonces digo plagiando:
Dios mío, haz de este un buen día para
morir… pero dale calor a mis huesos.
Y es que uno, que ya se mira al espejo
con entrañable paciencia y que insiste en vivir
con buen sabor en los intentos,
está falto de aquella deslumbrante sabiduría
que nos hace ver que el invierno
es el más viejo de nuestro peor recuerdo,
y que nos queda tan grande como a veces la vida.
Confusión
No supe que iba a la guerra,
desde la última batalla
depuse las armas y llevé los cantos
a lo más hondo del cuerpo,
donde resucitar fuera posible
y la furia —mariposa violentada—,
se convirtiera en el perdón
que amarraría flores para la caricia.
Llegué con el alma de escudo
y con los dioses en la garganta.
No escuché la advertencia que lanzabas brutal,
a voz de verso,
ni quise claudicar antes de haber deseado
que a pesar de los filos
el amor sería red.
No lo supe, no recordé los viejos himnos,
los ventarrones y sus babas,
la cautelosa llovizna que aparece antes del grito de guerra.
No quise ver en tus labios cerrados
la llamada del guerrero
que no concibe otro sentido para la vida
que el de la muerte.
Vi cadáveres, pero no eran de mis batallas,
escuché cicatrices y en nombre del amor
las bauticé lunas.
No eran mías y creí que serían brotes
para la tierra que intenté sembrar,
sin darme cuenta
de que no eran más que arenas movedizas.
Era la guerra y olvidé que fui soldado,
vi el estallido y lo confundí con la hoguera,
miré a los pájaros aterrados remontar el vuelo
y los confundí con la sangre hirviendo en las arterias.
Olvidé que la guerra es un cerdo salvaje
que vuelve y seduce una y otra vez a quien la ha sobrevivido.
Que siempre será la última tentación para el vencedor.
No quise ver que el corazón es el más poderoso
de los misiles, pero también el blanco más a flor de duelo
y hoy me sostengo sobre lo que resta,
que es mi vida con todo lo que la hunde,
con todo lo que le sobra.
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ROSANA CURIEL DEFOSSÉ (Ciudad de México, 1957) estudió Sociología en la Universidad Autónoma de Nuevo León, y posteriormente en la Universidad de Louisiana. Ha incursionado en los géneros de novela, cuento y poesía, y ha escrito varias obras de teatro, así como guiones para cine, radio y televisión. Ha publicado, entre otros títulos, las colecciones de poemas Álbum y Carne de puente; la serie de cuentos infantiles Santiago y los valores, así como Historias de señoritas.
Maravillosos como siempre, siempre queriéndote, siempre admirándote y siempre orgullosa de ti.
😉
Quien la conoce: la ama; quien la lee: se enamora; y quien dice ser su amigo, se ha ganado el cielo:
Moisés Heriberto Cortés Cruz,
editor de Los Cuadernos del Canguro Bolsón
ESTA ES SIN DUDA UNA FORMA DE CANTARLE AL AMOR A PARTIR DE VIVIRLO; EN SU DOLOR Y EN SU PLACER.