La primera fotografía que existió de un cadáver, fue también la primera falsedad fotográfica. El retrato de una falsa muerte. Si la ficción de aquel hombre ahogado se va a entender como verdadera, legítima, probable, entonces debemos asumir que alguien lo condujo, de la orilla del agua que lo dejó varado, hasta el estudio donde ahora posa acompañado de un sombrero que pende de un clavo en la pared. Alguien lo tuvo que sentar en la silla. Con razón se ahogó. Su cuerpo no es el de un hombre que hubiera sobrevivido a una ola furibunda. Sus manos obscuras contrastan con la palidez requerida a un ahogado. Su nombre es Hippolyte Bayard, y ha decidido ahogarse porque está enojado con la vida.
Bayard clama haber sido el inventor de la fotografía. Pide el reconocimiento que considera merece. Como no llega, y no llegará, se suicida simbólicamente a través de su arte y crea el “Autoretrato como hombre ahogado” en 1840. En la parte posterior de la fotografía, escribe: “El cadáver que usted observa al otro lado de este cuadro es aquel del M. Bayard, inventor del proceso que se le ha mostrado, o el resultado del cual usted verá pronto. Por lo que sé, este ingenioso e infatigable investigador ha pasado tres años perfeccionando su invento… El gobierno, que ha apoyado a M. Daguerre más de lo necesario, ha dicho que no podía hacer nada para M. Bayard, y el pobre diablo decidió ahogarse. Señoras y señores, pasemos a otras cuestiones para no ofender a su sentido del olfato, pues como probablemente ya habrán notado, su rostro y sus manos ya han empezado a pudrirse”.
El mérito no-reconocido de Bayard surge de su acercamiento fotográfico desde la obscuridad y no la luz. Del entendimiento simbólico de que la fotografía, aunque luz, está más cerca de la negrura que de la luminosidad. La fotografía como la conocemos surge del papel blanco. El papel fotográfico es blanco, y la idea del principio de la creación, la página en blanco por excelencia, se ha asociado para siempre con esa neutralidad que en realidad es la acumulación de todos los colores. Pero Bayard, como némesis del método de Daguerre, producía fotografías que surgían de la tiniebla. Su proceso exponía al papel a cloruro de plata, lo que lo volvía totalmente negro, y después, expuesto a potasio de yodo, el papel era expuesto a la luz. Tras un baño químico, una imagen única surgía de la obscuridad.
Bayard fue convencido de retrasar la exhibición de sus descubrimientos, y Daguerre se adelantó a exponer los suyos ante la Academia Francesa de las Ciencias, relegando a Bayard al olvido. El 19 de agosto de 1839, el gobierno francés presentó el invento de Daguerre como un regalo de Francia al mundo, y le otorgó una pensión de por vida. A Bayard no le dieron nada, y su técnica fue lentamente abandonada incluso por su mismo inventor. Eventualmente, tanto la suya como el daguerrotipo, fueron sustituidos por métodos que permitían la reproducción de las imágenes, superando la limitante de que ambos inventos generaban una imagen única que no se podía reproducir. En sus albores la fotografía era un objeto irrepetible; como un balazo certero, era una muerte verdaderamente instantánea.
El autorretrato de Bayard ahogado es prueba de que los fotógrafos, casi de inmediato, entendieron que la fotografía puede reproducir la realidad de manera exacta, pero también puede convertir a una farsa en realidad. Construir falsedades a través del medio más fidedigno que existe, es parte de su arte natural.
La foto de Bayard no era realmente la fotografía de un “cadáver”, sino de una muerte, la narrativa que acompañaba al texto era la explicación de la historia de ese proceso de negación. Un suicidio simbólico. La fotografía no como final o imagen estática de un hecho que termina, sino como un proceso mismo. Es imposible repetir la muerte, uno muere sólo una vez. Pero a través de la fotografía, puede uno, incluso, observar su propia muerte, como lo hizo Bayard. Puede mirarla, una y otra vez, hasta cansarse. Hasta recuperarse y volver a sentir el impulso de volver a ella, a través de la imagen, repitiendo el acto de ahogarse a uno mismo mil veces.