Saramago escribió su primera novela antes de cumplir treinta años. No fue publicada en ese entonces. Y hasta finales de los años sesenta decidió dedicarse por completo a la literatura. Fue entonces cuando comenzó a trazar, en innumerables cuartillas, inolvidables personajes: entre ellos, los perros, que tienen un papel principal en sus preciadas historias.
MÉXICO. El fallecido escritor portugués, José Saramago, murió un poco más el pasado 2 de agosto. Aquel día uno de los tres perros que tuvo en vida, Camoens, falleció en el pueblo de Tías, en la isla de Lanzarote. Con él partió uno de los referentes literarios del Premio Nobel de Literatura de 1998, mismo que había dado vida a Achado (encontrado), el coprotagonista canino de La caverna.
Desde que el escritor luso murió el 18 de junio de 2010, sobre su obra se han escrito ríos de tinta. Vimos la publicación de su primera novela, Claraboya (1953), a título póstumo en marzo pasado, la biografía cronológica de Fernando Gómez Aguilera1 y numerosos actos en su memoria.
No es aventurado imaginar que, si viviera, Saramago se habría manifestado con los alzados de las revueltas de la Primavera Árabe, o con los indignados de la Puerta del Sol (alguna vez llegó a decir “No os resignéis, indignémonos”: Madrid, 2001), habría sentido pena por una Península Ibérica sumida en una profunda crisis sin saber qué decir ante una Europa engañosa e indecisa (“Soy un europeo escéptico que aprendió todo su escepticismo con una profesora llamada Europa”), sumida en una honda parálisis institucional.
Su pensamiento, plasmado en esas novelas que son un regalo para los lectores, ficción pero por momentos casi ensayos, está vigente como el de pocos en estos tiempos de tribulación, recortes, desempleo galopante, desengaño democrático (“La injusticia es uno de los motores de mi obra, el abuso de autoridad sobre el individuo”: Barcelona, 2008). Recordado por su profunda desconfianza ante el ser humano (“Sigo pidiendo la humanización de la humanidad. ¿Eso ha muerto? Pues si ha muerto es una auténtica tragedia”: Madrid, 2005), me gustaría reflexionar algo más sobre ciertos personajes que sin duda son fundamentales en su obra, no simples figurantes: los perros de José Saramago.
De todas las aportaciones literarias del Nobel portugués una de las que me impresionaron siempre, desde que me topé con Historia del cerco de Lisboa en una biblioteca universitaria y quedé encantado con su prosa, fue la que tenía que ver con los perros. Con esos animales mantenía el escritor luso una relación especialísima, singular, poco común en un mundo de ficción tan personal como el suyo. A la altura y profundidad de los personajes de sus novelas hay que sumar la singularidad y personalidad propia que tienen los canes de Saramago. Algunos periodistas como Juan Arias o críticos literarios que siguieron de cerca los pasos de Saramago, hombre de campo en su infancia, de valores universales incontestables a lo largo de su vida, fueron capaces de elucidar la importancia que los perros tuvieron para el narrador tanto en sus ficciones como en la vida real.
Fueron estos canes imaginados engrandecidos en su prosa y colocados en un pedestal de una literatura riquísima que se apoyó en ellos para dar un tono especial a una obra plagada de entrañables personajes como la Blimunda, de Memorial del convento (1982) o el enigmático Pedro Orce, de La balsa de piedra (1986), seres con personalidad y siempre envueltos en una magia difícil de explicar. Junto a ellos se colaron a veces los perros de Saramago, que, aparte de protagonizar momentos clave en varias de las novelas, de alguna manera emparentaron unos libros con otros haciendo al lector atento preguntarse antes de empezar a leer si ante una nueva obra de Saramago habría o no un perro.
Precisamente en La balsa de piedra aparece uno de los primeros perros de Saramago a los que vale rendir un homenaje: Constante. Los nombres en la literatura son siempre importantes, más si cabe en el caso de los canes. Los cinco principales protagonistas de esta novela, unidos por el azar y la extraordinaria circunstancia de la separación de la Península Ibérica del resto de Europa que narra la novela, y su posterior deriva hacia el océano Atlántico, hacen perplejos un viaje en el que van observando y viviendo un cambio de paradigma: el surgido de la increíble escisión de Portugal y España de Europa. Al grupo se sumará ante los extraordinarios acontecimientos un enigmático perro al cual, en su desconcierto, los cinco acompañantes no saben en principio cómo llamar. Barajarán varios nombres: Fiel, Piloto, Centinela y Ángel de la Guardia antes de ponerle Constante por la vehemencia con que sigue a su amo, Pedro Orce, hasta el momento de su muerte, uno de los culminantes de la novela. A continuación la referencia:
Se inclinó, apoyó en el suelo las dos manos, luego llamó al perro Constante, le puso la mano en la cabeza, con los dedos recorrió el cuello, luego siguió a lo largo del espinazo, el lomo, la grupa, el perro no se movía, pesaba sobre la tierra como si quisiera enterrar en ella las patas […] y entonces Pedro Orce dijo con voz clara, palabra a palabra, Ya no la siento, la tierra, ya no la siento, se le oscurecieron los ojos, una nube cenicienta, plomiza, pasaba por el cielo, despacio, muy despacio, María Guavaira, con levísimos dedos, bajó los párpados de Pedro Orce, dijo, Está muerto, fue entonces cuando el perro se aproximó y gritó, como se dice que una persona aúlla.2
Cualidades humanas mezcladas con las de un perro. Naturaleza confusa. ¿Era verdaderamente ese Constante un perro? En una entrevista concedida en 2005, Saramago confesó que años atrás “no tenía ninguna pasión por los perros” pero que estos se fueron introduciendo irremediablemente en su vida y ganándose su corazón. Le sucedió con los tres que tuvo en Lanzarote: Camões, Greta y Pepe, con los que convivió varios años en compañía de su esposa, Pilar del Río:
Cuando era pequeño, en la aldea (Azinhaga, donde nació en 1922) tuve dos o tres experiencias muy violentas. No fui capaz de superar cierto miedo a los perros hasta hace pocos años. Fueron verdaderos sustos que no quiero ni recordar. El día 11 de agosto de 1993, en Lanzarote, apareció en la puerta de casa un perro que murió hace dos meses. No sabía que pudiese llorarse tanto por un perro como lloré. Él entró en mi vida para decirme que estaba equivocado. Luego llegó otro perro, y luego otro. Este primero, al que llamamos Pepe, apareció en la puerta de la cocina mientras comíamos; era simpático y tenía las patas extendidas hacia delante. Más tarde Pilar fue a darle de comer. Cuando volví a mirarlo había avanzado dos centímetros, entrando en casa. Y luego lo adoptamos. Y después apareció una perra Yorkshire Terrier, de esas pequeñas con un temperamento endiablado. Y el año en que me dieron el Premio Camões (1995) apareció un perro de agua. Y a Camões lo llamé así porque llegó el mismo día que me habían anunciado que iban a darme el premio.3
Camões sería el espejo en quien vería Saramago al Encontrado de La caverna en el año 2000, el perro que ayuda a devolverle el sentido a la vida del alfarero que protagoniza la novela, un excluido del sistema, un prejubilado de nuestros días, un hombre prescindible a pesar de sus habilidades, de sus principios y de su entereza. Hasta en el color de su piel el animal tiene algo de sobrenatural, se aprecia en el relato:
Es negro, dijo Cipriano Algor [el alfarero]. Ya cuando le llevó la comida le había parecido que el animal tenía ese color o, como afirman algunos, esa ausencia de tal, pero era de noche, y si de noche hasta los gatos blancos son pardos, lo mismo, o en más tenebroso, se podría decir de un perro visto por primera vez debajo de un moral cuando una lluvia nocturna y persistente disolvía la línea de separación entre los seres y las cosas, aproximándolo, a ellos, a las cosas en que, más tarde o más temprano, se han de transformar.4
A Encontrado le siguió Tomarctus, cuyo amo, Tertulinao Maximo Afonso, es el protagonista de El hombre duplicado (2002) y será salvado en la novela por el animal, capaz de distinguirle de su doble:
El perro abrió los ojos, volvió a cerrarlos, los abrió otra vez, estaría pensando que era hora de levantarse e ir al patio a ver si los geranios y el romero habían crecido mucho desde la última vez. Se desperezó, estiró primero las patas delanteras y después las de atrás, tensó la espina dorsal todo lo que pudo, y caminó hacia la puerta. Adónde vas, Tomarctus, le preguntó el dueño que solo aparece de vez en cuando. El perro se paró en el umbral, volvió la cabeza aguardando una orden que se entendiera, y, como no llegó, se fue.5
En reiteradas ocasiones llegó a decir José Saramago que no creía en la bondad de la naturaleza humana. A esa convicción solía acompañar otra, la de que encontraba en los perros más humanidad que en los mismos seres humanos. Para el novelista portugués un perro “es una especie de plataforma donde los sentimientos humanos se encuentran”: “El perro acerca a los hombres para interrogarlos sobre qué es eso de ser humano”6. A veces les asemeja, otras les distancia, pero lo que realmente separa a los humanos de los demás animales es nuestra “capacidad de esperanza”, afirmó.
Quizá parte de su cercanía con la naturaleza, con los perros, tenga algo que ver con retrotraerse al mundo de sus abuelos maternos, Josefa y Jerónimo. Él era pastor. Saramago admitía que ambos fueron “los faros” de su infancia, mucho más que sus propios padres.
De Jerónimo recordó en alguna de las entrevistas que se le hicieron anécdotas entrañables como la triste despedida que dispensó cuando el abuelo contaba 72 años a los árboles que tenía antes de dejar el campo y ser llevado con sus achaques a un hospital lisboeta del que no saldría:
Aquella figura que no olvidaré nunca se dirigió al huerto donde había algunos árboles frutales y, abrazándolos uno por uno, se despidió de ellos llorando y agradeciéndoles los frutos que le habían dado. Mi abuelo era un analfabeto total. No se estaba despidiendo de la única riqueza que tenía, porque aquello no era riqueza, se estaba despidiendo de la vida que ellos eran y que no compartiría más. Y lloraba abrazado a ellos porque intuía que no volvería a verlos.7
No sería aventurado pensar que en la casa de un pastor hubiese más de un perro.
Dos entrevistas más que ofreció Saramago a los diarios argentinos La Nación y Clarín dejan entrever algunas claves adicionales de su especial relación con los perros. En el primero de ellos, el 11 de mayo de 2003, Saramago dice lo siguiente:
La sabiduría consiste, en el fondo, en tener una relación pacífica con lo que está fuera de nosotros, con la naturaleza. Para mi abuelo era suficiente con saber el nombre de los árboles, de los animales y tener una idea aproximada del tiempo. Con cuatrocientas o quinientas palabras vivía. Puede que tengamos que reconocer que la sabiduría se contiene en esas pocas palabras y que, cuando empezamos a entrar en los matices, todo se diversifica. A veces las palabras hacen que nos detengamos en ellas.
Pero quizá la prueba definitiva de la alta estima en que tuvo a los perros el autor luso está encerrada en un deseo expresado a su entrevistador del suplemento Ñ de Clarín el 22 de noviembre de 2008, pocos días después de haberse visto cerca de la muerte por culpa de una aguda neumonía: “Si yo tuviera que ser recordado por algo, me gustaría que me recordaran como el creador del Perro de las Lágrimas”8.
Este es quizá, junto a Encontrado, el perro más auténtico e intenso de Saramago. Es uno de los grandes protagonistas de Ensayo sobre la ceguera (1995), esa magnífica novela sobre la crueldad. Curiosamente, por alguna razón que no alcanzo a entender, a diferencia de otros, jamás llegará a tener este Perro de las Lágrimas un nombre propio como los anteriores. A este se le conoce por sus acciones, en particular por ser el fiel acompañante de la mujer del médico en esa novela que es una metáfora de un mundo como el nuestro, “donde la razón no se utiliza racionalmente”: “Es el mismo mundo en el que vivimos, con mayor o menor énfasis según las épocas”9.
Curiosamente Ensayo sobre la ceguera junto con Todos los nombres (1997) y La caverna (2000) constituyen una trilogía fundamental a partir de la cual la obra de Saramago pasa de girar en torno a la Historia a convertirse en antropocéntrica y enfocarse en la mirada del ser humano, al lado del cual siempre estarán los perros.
Una última prueba de que Saramago los buscaba, de que disfrutaba con ellos y de que era capaz de explorarles el alma la vivieron en México quienes en noviembre de 2006 acudieron a la representación de Las intermitencias de la muerte (2005) en el Teatro Diana de Guadalajara.
Se celebraba la Feria Internacional del Libro de la ciudad y Saramago había sido invitado por la delegación de Andalucía a la feria. La noche del 30 de noviembre actuó el escritor junto al actor mexicano Gael García Bernal en una sobria lectura pública de su entonces última novela. El escritor ocupaba un sofá y Gael se movía sobre el escenario con un libro entre las manos, leyendo con voz grave, elocuente. Se había cuidado hasta el más fino detalle ya que a los pies de Saramago yacía Noemí, un enorme perro tranquilo, pausado, que probablemente contagió su calma al escritor sobre el escenario. Noemí falleció hace dos años. De aquella noche de gloria, para ella y los de su especie, la perra no se inmutó. Permaneció quieta en señal quizá de respeto por el escritor-amigo que colocó a los perros en un pedestal de su literatura. Quizás esté lo anterior mal expresado, sería mejor conceder que los humanizó, uno a uno, o mejor, que colocó a los canes a la altura de sus mejores y más acabados personajes literarios.
Y puede que, como si de un emperador azteca se tratara, en el momento de la Muerte, Saramago haya cruzado al más allá acompañado por una cohorte de sus queridos Tomarctus, Pepe, Encontrado, Constante, Noemí, Camões y el Perro de las Lágrimas, personajes que se cuentan sin duda entre los más auténticos de su excelente y añorada literatura. Va por ellos este recuerdo. ~
1 José Saramago, La consistencia de los sueños, Alfaguara, 2010.
2 —— , La balsa de piedra, Alfaguara, 1999, pp. 407-408.
3 Fernando Gómez Aguilera (Edición y selección), José Saramago en sus palabras, Alfaguara, 2010, pp. 98-99.
4 José Saramago, La caverna, Alfaguara, 2000, pp. 66.
5 —— , El hombre duplicado, Alfaguara, 2002, pp. 332.
6 Planeta Humano, número 35, Madrid, enero de 2001.
7 Juan Arias, José Saramago: el amor posible, Planeta, 1998.
8 Mi cursiva y mis mayúsculas.
9 Entrevista publicada por el diario brasileño O Globo el 18 de octubre de 1995.
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HORACIO MARTOS, periodista cultural afincado en México.