José Ovejero,
La ética de la crueldad,
Anagrama, Barcelona, 2012.
Intrigante, el título de este ensayo sugiere una moral invertida, un trastocamiento de la polaridad, un viaje al corazón del nihilismo. El contenido, sin embargo, es distinto. El lector no encontrará aquí una apología de la brutalidad. Ovejero no defiende la tortura, los tormentos físicos o psicológicos forzados. No justifica el waterboarding, las descargas eléctricas o la privación del sueño como medios para extraer información que salve vidas. No explica las aparentes razones de la violencia contra personas y grupos violentos. No descubre bondad alguna en las peleas de perros, ni reconoce en las corridas de toros una relevancia cultural o estética que disculpe el dolor infligido.
El título tampoco es irónico. En realidad, es un nombre incompleto, y de ahí el aparente oxímoron. El objeto de Ovejero es la crueldad literaria. De acuerdo con el autor, hay libros que buscan el sufrimiento del lector. Los ambientes, los hechos, los estados emocionales y las ideas contenidas en esta literatura son de tal índole que el público, al atestiguarlos, padece. Violencia psicológica y física, sadomasoquismo, desamparo, angustia, muerte, explotación: los más diversos rostros de la impiedad. El Gobierno, las circunstancias, la mera existencia, otras personas, uno mismo, la enfermedad: los más diversos tiranos. La literatura cruel pone al día esta fiereza, renueva la perversidad a fin de que trastorne al lector contemporáneo, identifica los instrumentos de tortura más efectivos de la modernidad y los emplea.
¿Qué puede haber de bueno en todo esto? La ética de Ovejero es una ética de los fines, no de los medios. Si estas obras martirizan es para sacudir cuerpos y conciencias, para sacar al lector del marasmo en el que probablemente se halla, para que se cuestione la validez de sus creencias. “La crueldad ética —explica el autor— es aquella que en lugar de adaptarse a las expectativas del lector, las desengaña y al mismo tiempo lo confronta con ellas. Es ética en el sentido de que pretende una transformación del lector, impulsarlo a la revisión de sus valores, […] de su manera de vivir” (p. 61). El dolor como vía de redención.
Para ilustrar su tesis y abundar en el tema, Ovejero disecta siete obras crueles: El astillero, de Juan Carlos Onetti; Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy; Auto de fe, de Elias Canetti; Historia del ojo, de Georges Bataille; Deseo y La pianista, de Elfriede Jelinek, y Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos. Me referiré, como ejemplo, a Deseo. En el libro de Jelinek (Austria, 1946) el ideal de la familia es vapuleado. Para el marido rico, la mujer es una posesión más, un objeto para la satisfacción del apetito voraz, un receptáculo de cuanta mierda quiera tirar en él. La relación de pareja se limita a eso, “la explotación del cuerpo femenino”. Ella lo satisface solo en la medida en que él es su “dueño absoluto”. Su cuerpo está ahí para “pisotearlo, escupir en él, robarle sus frutos, y nadie tiene derecho a protestar, y que se atreva. […] Una y otra vez el lector asiste a esa violación reglamentada, a las sevicias sancionadas por derechos consuetudinarios, repeticiones que convierten la violencia en tortura de la que no se espera confesión alguna” (pp. 167-168). Vencida, con el talón del marido en la nuca, la mujer compra con el dinero así devengado un estatus y una superioridad aparente, particularmente eficaz ante clases inferiores. La trama, que incluye también a un hijo y a un amante que termina por desechar el producto-mujer, no va mucho más allá de las variaciones en torno a ese tema: las formas más diversas del abuso consensuado y la sumisión, “cuerpos, choques de materia y voluntades, lo duro hiende, lo blando es aplastado, no hay placer sin dolor, victoria sin humillación, éxtasis sin tortura” (p. 169). Jelinek aprovecha para exhibir otras miserias de la sociedad austriaca. Arrasa con la burguesía, con el vasallo encumbrado que somete con alarde a los subordinados, con emblemas de la identidad nacional como el esquí, el alpinismo, “los alegres coros —ah, ese amor no a la música sino al coro, al conjunto, a no desafinar nunca—”. Jelenik, advierte Ovejero, no deja títere con cabeza. Infectado (si es que antes no cerró el libro), el lector no tiene más remedio que admitir el horror:
[…] cuando lo has descubierto ya no percibes los hermosos disfraces, el papel de envolver regalos, los adornos florales, solo el espanto que circula por debajo: la destrucción de la naturaleza y no el fingido amor por ella de quienes la pisotean para darse impulso, la explotación y la humillación y no la laboriosidad de aquellos que son estrujados y chupeteados hasta que no les queda sustancia alguna, el acto de apropiación del cuerpo ajeno y no el deseo de provocar u obtener placer. (p. 171)
Lejos de ser inmoral, concluye José Ovejero, la autora es profundamente ética. Jelinek “revienta una normalidad que lo es porque nos hemos acostumbrado a ella. Y precisamente por eso tiene que llevarla al extremo, mostrarnos sus manifestaciones más horrorosas y estridentes”, forzarnos a descubrir que estas aberraciones también forman parte de nuestras vidas (p. 177).
La ética de la crueldad es una lectura a la vez leve y ardua. Dueño de una prosa limpia, sencilla, Ovejero se explica coloquialmente. Sin aspavientos, rehúye el adorno y desnuda la idea, para que tenga su apariencia y su peso naturales. El lector no se dilata en el paladeo de las formas (aunque reconozca, eso sí, el pensamiento despejado), pero tampoco en el desciframiento. Avanza ágilmente, se bebe el libro sin casi darse cuenta.
A este estilo corresponde una estructura no menos clara. Ganador del xl Premio Anagrama de Ensayo (2012), el libro de Ovejero es un buen muestrario de recursos magnéticos y argumentales. Para elaborar y mantener en movimiento su exposición, Ovejero echa mano de su propia biografía, sitúa al lector en un contexto cultural familiar, define los términos de la discusión, pone ejemplos selectos y populares, clásicos y contemporáneos, literarios y de las artes plásticas, visuales, conceptuales, escénicas, se remite a la historia y la filosofía, elabora tipologías para contrastar especies y así acabar de delimitar la de su interés, se permite digresiones oportunas, sintetiza. Los procedimientos de Ovejero son múltiples, pero están siempre al servicio de la dilucidación. Oportunamente administrados a lo largo de doscientas páginas, contribuyen a la confección de un discurso lógico y formalmente inobjetable.
Pero la lectura de este libro también es difícil. Lo es porque Ovejero cuestiona la validez de nuestro sistema social, o al menos de algunos de sus componentes más preciados, y al hacerlo mueve el piso mismo en el que uno, como persona, busca mantenerse en pie. Acompañado de Jelinek, de McCarthy, de Bataille et ál., se mete en la infraestructura del edificio como un inspector austero pero acucioso y descubre que las columnas de sostén, arriba aparentemente grandiosas y macizas, son realmente de madera; que la madera, de años humedecida, se pudre, que no aguanta mucho más. Ahí están, socavadas, las columnas de la Historia, la familia, el orgullo colectivo, la libertad… Si hace tiempo yo, el lector, me quedé sin el sustentáculo que era la idea de Dios y la fe en él, ahora, en la tradición de Nietzsche, Ovejero me deja sin el sustentáculo que es la diosa Sociedad, o me señala que sola, sin apenas tocarla, se desmorona. Y por eso inquieta. La ética de la crueldad es una daga fina. De tersa, fácil lectura, se desliza limpiamente. Resbala bien, pero no por ello desgarra menos.
No hay nada de malo en que la crítica social y política abreve de las fuentes literarias. Al contrario. La trilogía Millennium de Stieg Larsson, por ejemplo, puede resultar sumamente útil a la hora de estudiar ciertas formas del abuso en la Suecia contemporánea, en particular la violencia en contra de las mujeres. Más riesgoso, se sabe bien, es escribir literatura con fines de crítica social y política. No sé si los autores que cita Ovejero crearon sus novelas con este propósito. Pero a Ovejero, por momentos, le parece que sí, o al menos eso se desprende del libro. “La crueldad contenida en una obra de arte —declara— […], que ataca a su consumidor, puede responder al deseo de provocar una reacción en él, romper su pasividad, hacerle reflexionar o al menos escandalizarle” (p. 31).
Y después: “Un autor cruel se siente en pie de guerra contra las versiones suavizadas del mundo que esconden su crueldad y que a menudo se usan para legitimar un determinado orden político y moral […]” (p. 93). Más adelante tendrá que aclarar: “[…] se puede tener la impresión de que para estos autores la literatura es algo secundario, una herramienta para elaborar una construcción no literaria”. Sin embargo, “los autores crueles, sobre todo en el caso de los contemporáneos, […] no responden a un plan de denuncia sino a una actitud general” (p. 99). Ovejero dedica algunas páginas a esta explicación. Es incluso persuasivo y de momento convence, pero el ánimo contestatario acaba por dominar. La ética de la crueldad es un libro escrito en clave de protesta. Y con esa clave presenta Ovejero a Onetti, a Martín-Santos, etcétera. ¿Puede un autor politizado escribir obras no politizadas?
Creo que es riesgoso poner las letras al servicio de la subversión, pero también creo que —así como la conciencia social impregna la escritura—, el talento literario, y la literatura en general, saben colarse e incluso, subrepticiamente, imponerse. Como dice José Emilio Pacheco, el único deber de un autor es escribir bien. Ovejero cumple sobradamente con esta simple y a la vez alta responsabilidad. La ética de la crueldad es un notable ensayo literario. Es, además, un pequeño instrumento de tortura. Una lectura que inquieta y mueve al cuestionamiento. El de Ovejero es un libro cruel. ~
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IGNACIO ORTIZ MONASTERIO (Ciudad de México, 1972) es editor de esta revista. Escribe narrativa y ensayo.
[…] Te pego porque me importas. (reseña) Ignacio Ortiz Monasterio sobre José Ovejero. Diciembre 2012 […]