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Todos los caminos llevan a Demonia
Becarios De La Fundación Para Las Letras Mexicanas | Cultura | Este País | José Miguel Barajas García | 03.07.2012 | 0 Comentarios

En Comala comprendí
que al lugar donde has sido feliz
no debieras tratar de volver

“Peces de ciudad”, Joaquín Sabina

Hay en el amplio panorama de la literatura contemporánea ciertos libros que, bajo el influjo de circunstancias peculiares, como las buenas infusiones, desprenden con mayor intensidad la riqueza de los elementos que las constituyen. Para llegar a Demonia de Bernardo Esquinca sugiero los senderos del insomnio. Ahora, 1:26 de la madrugada, concluyo el cuento “Adonde voy siempre es de noche”, y pienso en lo que uno de sus personajes afirma: “No menosprecies a los mentirosos: son grandes contadores de historias. En todo caso, lo que hayas creído dice mucho más de ti que de mí. Esa es la clave de todo relato”. Puesto que aquí lo menciono, ya no ha sido el epígrafe de estas notas, pero sí el hilo que condujo mis impresiones de lectura. El señor Teste de Paul Valéry dice: “La incoherencia de un discurso depende del que lo escucha. La mente me parece hecha de tal forma que no puede ser incoherente para sí misma”. Lo cual en palabras de Chico Che podría entenderse del siguiente modo: “Qué culpa tiene la estaca si el sapo salta y se ensarta”. Reconozco que en sentido estricto creer una historia no es lo mismo que comprender un discurso a partir del raciocinio. Apelo, sin embargo, a que las más de las veces uno habla de lo que cree haber comprendido desde lo que uno piensa conocer. En este caso, como el uno soy yo, elijo, de entre nueve, esta manera para discurrir sobre Demonia.

Antes, quisiera matizar algo más: entre mis primeras líneas y lo que ahora escribo han pasado cuatro días. Hay en el tiempo, lo inferimos de Proust, las condiciones para el reconocimiento. Ya no es la madrugada en que concluí el cuarto relato ni tampoco las del alba en que terminé de leer la nota final. Si hubo una pausa entre lo que dije antes y lo que ahora menciono es porque en medio quise conocer, además de Belleza roja y Los escritores invisibles, La octava plaga y Los niños de paja, todos, libros escritos anteriormente por Bernardo Esquinca. Ahora sé que es indistinto hablar o no aquí de ellos. Lo que encuentro imperativo resaltar es lo que hasta el quinto relato me impulsó a buscar más allá, en sus otros libros, los “orígenes” de Demonia. Lo resumo en dos líneas que sus cuentos me han indicado: la auténtica maldición de todo lector es no descansar hasta que el libro termine; la obsesión se contagia y también es peligrosa —como la soledad— para las inteligencias que trabajan.

Quien haya leído el resto de la obra de Bernardo Esquinca puede reconocer en Demonia los temas que desde entonces frecuentan su inventiva: la nota roja, el terror fantástico, las intrigas estilo policiaco, el erotismo próximo al sadismo. Todos estos motivos se hallan influidos de manera general por el amplio espectro de la cultura pop y se desarrollan principalmente en los primeros bloques del centro de la Ciudad de México, salvo en algunos casos donde el paraje es un bosque a las afueras de la ciudad. Sin ánimo de realizar aquí una exégesis rigurosa de su narrativa, ¿qué podría distinguir a Demonia del resto de los libros de Bernardo Esquinca? Quizás el haber llevado hasta el límite y con amplio dominio de las reglas de su prosa los conflictos ya presentes en sus primeras historias. Hay en los nueve relatos de Demonia el testimonio de una exploración exhaustiva, desde diversos enfoques, de la psique humana. Sus personajes, como dice Jaime en Los escritores invisibles, a propósito de los protagonistas de Chuck Palahniuk en El club de la lucha, son personas en apariencia comunes y corrientes, con historias increíbles. Gente que tenía un trabajo y una familia, pero también seres humanos que no pueden controlar un aspecto de su vida. Piense, quien escucha esto, en el hombre que concibe el combate a muerte contra las moscas no como una mera excentricidad, sino como parte de una misión que data de la noche de los tiempos y que sabe su tarea equiparable a la de los grandes actores que están dispuestos a morir en escena. Sobre el arte llevado al límite como uno de esos medios para sublimar el instante de lo bello, véase en “Demonia”, cuento que da título al volumen, el episodio de Teresa, la joven preparatoriana que en una noche de campamento está dispuesta a ir más allá con tal de encarnar un gran acto ante sus amigos. Esos pequeños detalles que los protagonistas no dominan, la mirada del autor los ha llevado al extremo en distintos momentos que pueden ir, según sea el caso, desde el conflicto muy cercano a su clímax como en “Moscas”, a la tranquilidad incipiente que prepara la tormenta final en “Demonia”, donde las voces de los personajes, cual pasos de paloma, ofrecen muchos años después, en el lugar del episodio, una gama extensa de variaciones sobre un tema común que para siempre ha marcado el derrotero de sus vidas.

El diálogo entre los relatos, a manera de leitmotiv o idea fija que regresa cual sueño de una noche de aquelarre en Berlioz, produce en el que lee, por efecto de repetición, un ritmo irresistible que termina por envolver la mente del lector, que por sí misma pone las cosas en escena. El narrador en todo momento ha sabido transmitir, en un diabólico tan-tan que llama a la conciencia de quienes leemos, los efectos perseguidos, todo ello, pericia de la prosa de Bernardo Esquinca que torna visible los demonios internos. Imagine, por ejemplo, que hay en la casa de junto uno de los hombres adyacentes, aquellos quienes por cuya sola presencia las peores desgracias ocurren para que así por siempre haya testigos de las mayores tragedias humanas. Se cuenta en “Los búhos no son lo que parecen” que uno de esos hombres adyacentes figura, aunque su rostro no se distingue, en el video que captó el asesinato de John F. Kennedy. ¿Aquí, en la casa de junto, con uno de ellos en el vecindario, qué sería de nosotros? “El contagio”, cuento cuyo título retoma uno de esos motivos recurrentes en Demonia, insinúa —y esta es otra de las virtudes de los relatos— las obsesiones que se propagan allende el tiempo y el espacio. Así, la máscara de Gilles de Rais puede contagiar a quien la porta sus más oscuras ansiedades en el centro de la Ciudad de México.

Quisiera, por mera afinidad delirante, hacer una mención especial del relato “Deuteronomio”, de número siete en este volumen. El hombre de fe, a quien las voces dentro de su cabeza ordenaron, como a Abraham, hacer algo terrible, libra debajo de la tierra su particular batalla contra el ángel. Puesto que no hubo mano que detuviera la suya, soporta su condena desde el búnker que pacientemente armó en una antigua estación de bombeo debajo de la ciudad. Mientras aguarda la llegada del día señalado para el Juicio Final, concibe una última misión por la que tal vez —así lo quiere su fe— consiga la salvación de su alma: redactar un nuevo Deuteronomio, las leyes que guiarán a los sobrevivientes de la destrucción. Me es interesante, quizá por su intensa soledad en llamas, la circunstancia interna del hombre que dejó, por cobarde, al Predicador de la Iglesia del Juicio Final y que ha ideado, desde la cloaca, el Proyecto Noé. Hay en la mente de este hombre las mismas condiciones de los demás protagonistas: eran personas, salvo por un ligero desequilibrio, normales, con un trabajo y una familia, cuya tranquilidad se vio perturbada por pequeñas, pero constantes, ideas en sus cabezas.

En su “Nota” final, el autor comparte algunas dudas con sus lectores. Me planteo, para concluir, una de ellas: ¿Acaso los observadores sugeridos en el cuento “El contagio” encuentran su genealogía en “Los búhos no son lo que parecen”? El lector a veces reconoce en ciertos planteamientos conexiones entre su persona y la obra que recorre. Con certeza más de una de las historias de Demonia hablará directo a los ojos de quien lo lea. De ahí que encuentran en lo contado un espejo que le devuelva lo que solo la mirada nocturna puede ofrecer. En mi caso reconozco dos reflejos: la búsqueda obsesiva de ciertos libros por la calle de Donceles y algunos guiños a mi predilección por la Gran Orden de la Barbomancia, a la que van dedicadas, junto a Bernardo Esquinca, por su contagio, estas palabras.

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JOSÉ MIGUEL BARAJAS GARCÍA (San Andrés Tuxtla, Veracruz, 1983) es licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas y egresado de Lengua Francesa por la Universidad Veracruzana —tesis por defender sobre Les cinq cents millions de la Bégum de Jules Verne—; actor aficionado del grupo Énfasis Teatro; Premio Nacional de Ensayo Juan Rulfo 2008. Actualmente es becario de la FLM con el proyecto: Vías paralelas: Edmond Teste, Bernardo Soares, Ireneo Funes.

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