La ciudad
Supe de Carlos Fuentes a través de un hermano de mi madre que, enterado de mi afición a la lectura, llegó entusiasmado un día del año 1959, cuando yo tenía 13 años, a regalarme un ejemplar de La región más transparente, que devoré en un par de días.
En esos años estaba acostumbrado a recorrer la –entonces todavía de dimensiones humanas– Ciudad de México desde dos perspectivas: la del hijo del doctor Alfonso Estrada, que los domingos, en automóvil, visitaba a sus pacientes en los barrios más contrastantes de la ciudad, desde Tepito y La Merced hasta la Del Valle y las Lomas de Chapultepec. Los familiares de los pacientes me hacían pasar a sus casas o me llevaban refresco o helado al coche en el que esperaba a mi padre.
La otra, sabatina, era la del nieto del maestro Manuel, ebanista y carpintero, en los desde siempre destartalados autobuses del servicio público (Peralvillo-Cozumel) o sobre las plataformas de los camiones o camionetas que llevaban las maderas relucientes y olorosas que en sus manos se transformarían en hermosos muebles. Mientras él entraba a las casas de sus clientes, yo esperaba en la calle o a lo mucho sentado en el piso de los garajes. Debo decir que yo disfrutaba ambas perspectivas por igual: eran mis aventuras semanales.
La lectura de La región más transparente me hizo ver con nuevos ojos el paisaje urbano y sus habitantes; comencé a relacionar las colonias y los barrios con personas, todas ellas modeladas con las imágenes que yo rescataba de la novela. Me sentía una especie de Ixca Cienfuegos adolescente que descubría los secretos de la ciudad, aunque para desgracia de mi curiosidad la mayor parte de los sitios que se mencionaban me eran vedados por edad y condición social.
Desde entonces siempre que paso por el puente de Nonoalco busco a Gladis García “fumando su último cigarro de la noche…”.
La conocencia
Estudié en la entonces Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales de la unam, entre los años 1964 y 1969, y trabajé en ella de 1970 a 1975, años que fueron, sin duda alguna, excepcionales. La encabezaba una pléyade de maestros e intelectuales en sus mejores momentos, conformada por Pablo González Casanova, Enrique González Pedrero y Víctor Flores Olea, a quienes acompañaban, entre otros, Francisco López Cámara, Fernando Benítez, Henrique González Casanova y Arturo González Cosío, todos ellos compañeros y amigos universitarios de Carlos Fuentes.
Tuve la fortuna de tener a la mayoría de ellos como maestros y de iniciar mi carrera docente a su lado. Ello me permitía acompañarlos a diversas reuniones académicas primero y pronto a las sociales, en donde pude acercarme con timidez a personajes como el propio Fuentes, Carlos Monsiváis, José Luis Cuevas, etcétera. En otras palabras, al grupo entonces conocido como “La Mafia” de los intelectuales de México.
Así viví, cerca de ellos, los acontecimientos de 1968 y la tarde trágica del 10 de junio de 1971. Ese día en particular lo recuerdo como la fecha en la que realmente conocí a Carlos Fuentes. Como se recordará, esa tarde —siendo rector de la unam Pablo González Casanova— Octavio Paz regresaba a la unam después de su celebrada renuncia a la Embajada de México en la India, por los sucesos del 2 de octubre de 1968, e iba a dar una conferencia en el Auditorio Justo Sierra, cuando llegó la noticia de lo que sucedía en el barrio de San Cosme.
La conferencia se canceló y los intelectuales y académicos que ahí se encontraban se fueron a reunir a la oficina del rector. Más tarde algunos de ellos se dirigieron primero a la casa de Octavio Paz y después a la de Carlos Fuentes en la calle de Galeana, en San Ángel, donde él y Víctor Flores Olea –no recuerdo quién más– redactarían algún comunicado que yo sería el encargado de llevar a la redacción de Excélsior.
En lo que trabajaban, Carlos nos ofrecía whiskys y sándwiches que, junto con él, yo me encargaba de preparar. La figura del escritor que admiraba se transformaba en la de un amigo con el que compartía a la vez ideas y lecciones elementales de cocina rápida. Algo que contrastaba con la formalidad y la distancia con los asuntos de la cotidianidad doméstica de otros personajes.
Esa cercanía con Carlos acrecentó mi admiración y respeto y me hizo sentir, sin tener realmente un motivo para justificarlo, que me había hecho ya su amigo.
De guías de turistas
En esos años, uno de los atractivos mayores de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales eran los famosos cursos de invierno y verano a los que se solía invitar a los personalidades más granadas del mundo intelectual de la época. Así, por ejemplo, en 1967 tuvimos la oportunidad de escuchar y discutir con los mismos Herbert Marcuse y Erich Fromm, entre otros.
En el año de 1973 llegaron a estos cursos, entre otros, el politólogo Ralph Miliband, padre del actual líder del Partido Laborista inglés, y el historiador Eric Hobsbawm, también inglés.
Se cruzaba la Semana Santa y había que pasear a nuestros visitantes, así que el director de la ya entonces Facultad, Víctor Flores Olea, organizó sendas excursiones a Taxco y, otro día, a Puebla, con escala en Tonantzintla. Nos acompañó Carlos, quien ya desde entonces era el mejor cicerone para guiar a mexicanos y extranjeros en las rutas del arte mexicano: prehispánico, colonial o contemporáneo.
Después de asombrarnos con su rica e informada descripción de los tesoros de Santa María Tonantzintla, en el camino a Puebla comenzó a hablar del pulque y sus virtudes. En un paraje, alejado de todo, nos hizo detenernos y, luego de preguntar al primer caminante, nos condujo ante un vendedor de la –para nuestros visitantes– exótica y alucinante bebida, y ordenó de inmediato tarros para todos, ante la escéptica y casi horrorizada reacción de nuestros flemáticos invitados.
Más por cortesía que por curiosidad, y haciendo honor a su afinidad con las causas populares, Mr. Hobsbawm lo probó, sin ocultar su rechazo al olor, mientras que el profesor Miliband de plano rechazó el brindis, lo que al menos a mí me obligó a acompañar a Carlos, con las náuseas en la boca del estómago.
Por supuesto que todo se convirtió en una deliciosa anécdota que para ellos no empañaba para nada el privilegio de conocer México de la mano de uno de sus mayores conocedores y, para mí, de vivir uno de los mejores momentos de mi vida académica y personal.
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GERARDO ESTRADA es doctor por la Universidad de París. Ha sido director general del Instituto Nacional de Bellas Artes y de Asuntos Culturales de la Secretaría de Relaciones Exteriores, y coordinador de Difusión Cultural de la UNAM. Actualmente se desempeña como director general de fmx – Festival de México. Es autor de 1968: Estado y universidad y de numerosos artículos y capítulos de libros.