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La valoración positiva sobre la multiculturalidad, el pluringüismo y la diversidad misma en todos los ámbitos no puede explicarse fuera de un contexto social e histórico específicos. Antes, las ideas de bienestar y de progreso estuvieron muy ligadas, por lo menos en el caso de México, a la eliminación de las diferencias y una de las más visibles se actualiza en la cantidad de lenguas distintas que se hablan en este país. Sin embargo, en aras de una estandarización social y lingüística que formara ciudadanos mexicanos en igualdad de circunstancias, se implementaron programas de castellanización que siguen teniendo repercusiones hasta ahora. Sin embargo, lo terrible de este proceso, no fue que la población indígena aprendiera español (objetivo que sería totalmente válido, aprender otra lengua es algo deseable y muy disfrutable) lo terrible fue que se intentara por todos los medios que esta población dejara de hablar su lengua y los mecanismos que se usaron para lograrlo. Aunque suene contradictorio, el objetivo principal de la castellanización no fue tanto castellanizar, fue luchar contra el uso de las lenguas originarias.
En este contexto, me asombra la galería de castigos corporales y sicológicos que se infringieron para extirpar el uso de las lenguas indígenas, me impresionan porque más allá de ir en contra de la existencia de una lengua, se trató de normar el ámbito estrictamente personal de individuos concretos; trato de imaginar las repercusiones sicológicas que estos castigos tuvieron en ellos, las consecuencias que tuvo en su vida cotidiana y en la valoración de los que eran ellos mismos.
Una mujer ayuujk me narraba que al emigrar a la ciudad fue golpeada por hablar su lengua materna, ella comprendió que lo mejor sería olvidarla; al regresar al pueblo, volvieron a golpearla porque se negaba a hablar ayuujk y al entrar de nuevo a la escuela tuvo que soportar más golpes para lograr que solo hablara español. “¿Qué es lo correcto ahora?” me preguntaba, “¿hablar el mixe o no hablarlo? «Quisiera saber ahora por qué razón me van a golpear”. Algo similar me relataba un profesor de educación primaria, él fue a una escuela Normal donde se convenció de que enseñar solo español y combatir el mixe era la mejor manera de atraer el progreso a su pueblo, así que eso hizo con ahínco durante décadas, ahora sus hijos le reclaman por qué no les enseñó a hablar ayuujk y los nuevos profesores lo ponen como ejemplo de malas prácticas lingüísticas en el aula. “¿Qué es lo correcto ahora?” “¿Cuál es el discurso adecuado?” se preguntaba y me pregunto con él ahora.
Toda la tortura que se ejerció en aras de extinguir las lenguas indígenas rindió frutos, el discurso de que las lenguas indígenas son solo ‘dialectos’ sin utilidad que estorban al progreso, se interiorizó tanto en indígenas y no indígenas que ya ni había necesidad de golpes para dejar de hablarlas. Los discursos ahora están cambiando, parecieran lejanos los días en los que se daba un azote por cada palabra en tzotzil o una multa por cada palabra en mixe pero sin lugar a dudas, los castigos siguen existiendo: hace unos años leí una noticia en la que se narraba el caso de una niña que había sido amarrada durante horas por hablar náhuatl en el salón de clases y también el caso de un reo obligado a hablar solo español. No hace mucho me prohibieron acompañar como intérprete a una paciente en un hospital.
Hablar una lengua materna distinta del español quedó intensamente relacionado con el dolor en los nudillos, con la humillación de una burla pública, con el ardor de los pellizcos, con la desesperación en cada castigo. Existen tantas formas de ejercer el poder sobre el otro mediante actos violentos y es una lástima que obligar a alguien a dejar de hablar su lengua materna forme parte de ese inventario de torturas. ¿Quién puede responder por ellas?
Más allá de los discursos, nuevos o históricos, no se puede negar que las lenguas originarias se están extinguiendo como consecuencia directa de una violación sistemática de los derechos humanos de la población indígena durante los últimos siglos. Por todo esto, me atrevería a decir que la muerte de una lengua, más que un asunto lingüístico, es un asunto de derechos humanos y es desde ahí que, sobre todo, debe explicarse.
A veces desespero un poco al pensar la atención dedicada a la lucha contra la tauromaquia (con todos sus pros y contras) y la poca que se dedica a resarcir el daño infringido a los pueblos nativos del actual territorio mexicano durante cinco siglos. Se quiera o no el pueblo mexicano es un pueblo racista, y mientras no se lo hagan saber no hará nada para cambiarlo.