Para la penúltima semana de la carrera electoral, los gestos de los candidatos comenzaban a descarapelarse entre un griterío chillante de anuncios publicitarios. Las capas de maquillaje se derretían al sol, los peinados bien arreglados se desaliñaban, y pronto fue quedando sólo medio ojo extraviado y una ceja caída para evocar el mito de la realidad circunstancial que los creó. El tinte de los carteles no fue siempre desteñido, es cierto que al principio las pancartas brillaban relucientes con la luz de la demagogia democrática: elígeme a mí porque soy padre, a mí porque soy heroína, a mí porque escribí un libro, a mí porque tengo el labial mejor puesto; pero con cada lluvia se cayó el color y los vientos fueron arrancando los mensajes de las paredes. A manos de la intemperie los falsos rostros se deshumanizaban, y pronto empezaron a asomarse los cuernos y los dientes afilados—hambrientos de huesos aunque estuvieran podridos—de aquel que se esconde tras el ficticio discurso político de tan crédula nación. Tras medias caras colgantes, arrancadas y fragmentadas, se vislumbra el bigote de la quimera revolucionaria que no puede acabar de cruzar la puerta de nuestra historia política.
Eternamente atorado en un mismo movimiento escapista, el señor de los ojos gigantes y el bigote revolucionario ensaya cruzar la puerta eternamente. Se parece un poco a esos primeros intentos de película-imagen-en-movimiento que eran los libros de dedo: parejas bailando un vals, repitiendo absurdamente los mismos pasos, caballos corriendo en un carrusel de nunca acabar. El señor de los ojos grandes y los anteojos carrancistas hace lo mismo, hace como que se mueve, pero todos sabemos que es ilusión. Parece títere con artritis más que un ser animado. Trata de entrar, de surcar de una vez por todas la entrada y cruzar la puerta, pero nunca logra un gesto más allá que el de quitarse el sombrero zapatista ensangrentado y balancearlo una sola vez, como péndulo sempiterno, antes de volver a comenzar a entrar por la puerta de nuevo. Su movimiento es profundo y viene desde adentro de las paredes de nuestra vida política. Como si estuviera trabado, con algo atorado en sus articulaciones y maquinaciones, algo lo obliga a seguir andando como infinito disco rayado.
Con cada paso, el prócer-villano suelta un mordisco y se come todos los rostros que lo encubren, masticando sus propios miembros, cercenando su propia mano obregonista para luego ponerse la nariz de aquél, después las orejas del otro, rehaciéndose con cada tajo para aparecer con nuevas caras que convenzan. Pero su canibalismo enmascarador no le ayuda a terminar el movimiento de una vez por todas. Y así atorados estamos, como repitiendo un fusilamiento en Lecumberri eternamente, en un avanzar dos pasos y retroceder cien. En el perdonar a los que nos asesinaron antes, creyendo que ahora serán nuestros salvadores. Con un pobre pueblo amnésico —que perdona tan fácilmente—bajo la suela, es imposible cruzar del todo la puerta, y tampoco parece que al monstruo de los ojos grandes le sobren ganas. Tras tantos años ya es adicto a su propio eterno retorno.
Si finalmente lograra cruzar, ¿qué haría? ¿Acaso sacaría la pistola y soltaría un disparo? ¿O sacaría una libreta y se pondría a recitar un discurso? No podría, porque se cortó a sí mismo la lengua con la mano del Dr. Urrutia hace tantos años que ya se le olvidó cómo hablar para que lo escuchen. Tal vez se caería muerto si lograra vencer el marco de la puerta. Parece que este perpetuo estar entrando hacia algo nuevo, pero nunca jamás lograrlo del todo, es su destino le guste o no. Y si el destino no existiera, como en efecto sucede, entonces no sería sino, más bien sería suerte, o tristeza, o necedad o culpa o elección de todos los que no lo empujamos de una vez por todas; ya sea para caerse de bruces o saltar hacia otro lugar menos avejentado por el persistente repetir de la entrada triunfal que nunca llega y nunca se puede acabar. Tanto ha insistido en caminar el mismo trecho que el escalón de la puerta está ya desgastado por el tránsito de sus pies. Parece escalinata de escuela primaria o prisión, con peldaños tan erosionados que ya no son línea sino ondulación, de tantos pies puliendo eternamente.
Pobre señor de los ojos grandes que no puede acabar de terminar aquello que jamás ha comenzado, que no se cansa de hacerle de ventrílocuo eternamente. Sobre la piel de su rostro cacarizo tiene tatuado el hedor de un país traicionado interminablemente. En cada uno de sus movimientos inacabados—iniciados siempre con bombo y platillo, pero inevitablemente dejados a la mitad— se lee la desesperanza de los que ya se cansaron de vitorearlo a cambio de tortas o esperanzas, de seguirlo y de ser apedreados en su nombre, de ofrecer siempre la otra mejilla como buenos cristianos, de ser testigos de su repetitivo canibalismo pendular. Pero sin pueblo que empuje por detrás para lograr que se aleje por el camino de una vez por todas, el monstruo revolucionario de los ojos grandes y los dientes afilados jamás logrará cruzar la puerta. A menos que sea a fuerza de un empujón o un cañonazo.
Una versión de este texto se publicó hace dos años en Este País|Cultura, bajo seudónimo, al poco tiempo de haber sucedido de las elecciones de medio sexenio. Lo vuelvo a publicar como testimonio de la inmutabilidad del país.