Por razones tal vez geológicas, la muerte de Fuentes ha sido para mí particularmente íntima y traumática. Nuestra cercanía se va poblando de fosas y adioses, pero hay algunos que son emblemáticos. Carlos fue la estrella de una generación que se extingue y el testimonio irrecusable de una vocación colmada de la pasión de crear y de explicar la sustancia de un país en el mundo.
Murió en el frente de batalla. No dejó un minuto de trabajar, de inventar y de viajar. Falleció por su vitalidad. Se fue envidiablemente joven, elegante e intacto. No hay medio de información en el planeta que haya dejado de destacar el significado de su obra. Jefes de Estado y de gobierno, eminentes políticos, líderes de opinión y ciudadanos de innumerables países se esmeraron en producir una frase capaz de compendiarlo. Todas confluyeron en la idea de que fue un representante profundo de la cultura mexicana y un testigo puntual de su tiempo.
Desde los orígenes de la nación hemos bregado en la búsqueda de compatriotas universales que nos expresen, definan y defiendan en el mundo. Carlos probó que eso es posible e indispensable; que el localismo puede quedar sepultado en la pequeñez y la mundanidad extraviada en el oropel.
Carlos fue asumido como un hermano mayor de América Latina, leído y reconocido en Europa, y quizá fue el mexicano más escuchado durante décadas en Estados Unidos. Invirtió su prestigio en causas nobles como el avance democrático, la justicia social y la pacificación de Centroamérica. Acompañó varias revoluciones pero nunca como súbdito.
Es apenas creíble la variedad de agendas nacionales y externas que cumplía y de los proyectos literarios e intelectuales en los que estaba embarcado, como en su comienzo adolescente. De ese Carlos quiero hablar, de aquel joven apenas mayor que nosotros que aterrizó en la Facultad de Derecho, sobrado de lecturas y experiencias internacionales. Hijo de un diplomático de tiempos heroicos, llevaba en el cuero y la camisa la representación de México en el exterior. El desafío cotidiano de ser el rostro y la encarnación de un país en cualquier lugar y circunstancia.
Lo revestía una forma de patriotismo diferente a la nuestra. Estábamos en la cotidianidad heredada mientras él buscaba el redescubrimiento. Era, desde niño, un mexicano en el mundo, afrentado como escolar por las reacciones de la opinión norteamericana en contra de la expropiación petrolera, dialogante precoz con el embajador Alfonso Reyes o constructor natural de un espacio de identidad nacional en cuantos países habitó. Por ello la reflexión central de su vida es El espejo enterrado. Quiénes somos, en dónde estamos y hasta dónde podríamos llegar.
Construimos la fraternidad del Medio Siglo, una “generación histórica” como pomposamente la definimos, articulada en torno a una revista estudiantil animada por el enorme maestro Mario de la Cueva. Promovimos certámenes literarios, concursos de ensayo, veladas artísticas, y fatigamos las calles y barrios de la ciudad en una bohemia existencial cuyo testimonio es La región más transparente, novela de mi generación que retrata las limitaciones, excesos y esperanzas de todos.
Estoy hablando de un núcleo central de jóvenes cuyos nombres no debo omitir. Además de Carlos —y quien esto escribe— estaban Salvador Elizondo, Víctor Flores Olea, Arturo González Cosío, Enrique González Pedrero, Marco Antonio Montes de Oca, Sergio Pitol, Rafael Ruiz Harrell, Genaro Vásquez Colmenares, Javier Wimer y otros muchos que nos sucedieron. Todos con aficiones literarias y honda preocupación política. No en balde ha dicho Ricardo Lagos que Fuentes era el político del verbo.
He repetido en recordatorios y homenajes que la nuestra fue una promoción frustrada en su significación histórica con independencia de los logros individuales, que en el caso de Carlos fueron de excelencia. Nuestro proyecto explícito era la transformación del régimen político y del sistema social por la democracia y el sustento de una soberanía ensanchada. Nuestra brega se estrelló en la catástrofe neoliberal y la corrupción pública. Fue enterrada por otros contemporáneos. Sin embargo, la obra de Fuentes nos comprende y nos trasciende. Es nuestra arca de Noé.
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PORFIRIO MUÑOZ LEDO, licenciado en Derecho por la UNAM, hizo estudios de doctorado en Ciencia Política y Derecho Constitucional en la Universidad de París. Fue secretario del Trabajo y de Educación Pública, presidente nacional del pri y representante de México ante la ONU, entre otros cargos. Fundó el PRD junto con Cuauhtémoc Cárdenas e Ifigenia Martínez.