Friday, 15 November 2024
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Una reforma electoral a favor del ciudadano
Este País | César Astudillo | 01.05.2012 | 0 Comentarios

La reforma electoral más reciente ha sido cuestionada de tal forma que no ha habido condiciones para un debate verdaderamente plural y serio sobre los cambios que implementa. Este ensayo es una buena plataforma para ampliar el análisis y el intercambio de ideas en torno a la legislación electoral y las mejoras que requiere.

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I. Reforma electoral: ¿en qué sentido?

La reforma electoral es uno de esos tópicos que forman parte del debate político y jurídico cotidiano. A pesar de los innegables avances logrados en la edificación de nuestro andamiaje electoral en las últimas décadas, llega un momento en el que parece que todo está nuevamente abierto al debate y la reforma.

Venimos de tres generaciones de reformas electorales que han alcanzado resultados tan importantes como insatisfactorios. La primera generación de reformas electorales, iniciada en los años sesenta, abrazó la causa del pluralismo político mediante la modificación del sistema electoral para garantizar espacios de representación política exclusivos para la oposición.

La segunda generación de reformas, en la década de los noventa, modificó el andamiaje electoral bajo la exigencia de que las instituciones electorales se condujeran con plena autonomía e independencia. Para llegar a ese cometido, hizo de la función electoral una función técnica y especializada del Estado, y la alejó paulatinamente de los condicionamientos o los impulsos de carácter político, con el objeto de que los comicios adquieran importantes dosis de credibilidad y confiabilidad.

La tercera generación, impulsada a partir de 1993, se ha preocupado por garantizar la paridad de condiciones de la contienda electoral mediante prescripciones dirigidas a posibilitar la lucha por el poder en condiciones de equidad y equilibrio, con la finalidad de fomentar una auténtica competitividad entre los contendientes. Para ello, ha ido ajustando las prerrogativas conferidas a los partidos, principalmente las relativas al financiamiento público y al acceso a la radio y la televisión, para generar un piso mínimo que permita la competencia en un contexto si no sustancialmente igual, si razonablemente equitativo. Además, para aminorar las ventajas que eventualmente pudiera tener alguna fuerza política, se fortalecieron los mecanismos de control y fiscalización de parte de la autoridad electoral y también se estableció un muy significativo conjunto de restricciones a los sujetos con capacidad de intervenir negativamente en los procesos electorales, para que su injerencia no generara desequilibrios al interior de la contienda.

Por paradójico que parezca, actualmente se discuten y replantean las premisas que inspiraron cada una de estas generaciones de reformas. Por ejemplo, a contracorriente de lo que buscó la primera de ellas, nos encontramos ante iniciativas que tratan de reformar el sistema electoral para reducir el espacio ganado por la representación proporcional, volver a introducir la cláusula de gobernabilidad o eliminar el porcentaje de sobrerrepresentación a favor de la fuerza política dominante, con la intención de limitar el pluralismo en beneficio de la gobernabilidad.

En sentido contrario a la lógica de la segunda generación, vemos un embate muy importante a la autonomía e independencia de los órganos electorales derivado de la ambición de los partidos de hacer pasar la competencia electoral por todos los escenarios posibles, entre ellos el relativo al control de los árbitros de las elecciones, y se advierten visos de fragilidad institucional derivada de la enorme presión que hemos puesto sobre las espaldas de esos árbitros, una sobrecarga de atribuciones que pretende convertir al ife en el Hércules de la democracia mexicana.

Finalmente, en oposición a lo ganado con la tercera generación de reformas, se ha mantenido una intensa actitud beligerante frente a la última reforma electoral, esto debido a la afectación que el nuevo sistema de comunicación política tuvo en los emporios de la comunicación, por la eliminación del factor oneroso de la propaganda y la pérdida de influencia política que de ello derivó.

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Este artículo tiene como propósito analizar algunas propuestas sobre el rumbo que en el futuro mediato habrá de guiar la labor del ife, así como los ajustes que en el presente demanda el sistema de comunicación política, desde la convicción de que, en el primer caso, es necesario replantear las premisas sobre las que se asienta nuestro modelo de organización electoral, mientras que en el segundo, se requiere solamente ajustar deficiencias y debilidades, sin modificar los fundamentos del modelo de comunicación político-electoral.

II. La autoridad electoral del futuro

El IFE llega a la organización de su cuarta elección presidencial luego de 22 años de existencia. Esa sola circunstancia nos invita a reflexionar sobre el destino de la institución con una mirada puesta en el mediano y largo plazos, y no tanto en la coyuntura del presente.

A 22 años de su fundación, acaso el dato más relevante en la evolución del IFE sea el giro copernicano en su naturaleza, objetivos, fines y exigencias.

Representa un dato constatado el que en 1990 los bríos democratizadores generaron una institución encaminada a procurar las condiciones para la emisión oportuna del sufragio y el recuento confiable de los votos. El IFE apareció entonces como una instancia encargada de la “organización” de las elecciones federales, a la que se confió la gestión de los problemas “típicos” de este tipo de procesos. Erigirse como una institución técnica al servicio de la organización profesional de las elecciones y la difusión oportuna de los resultados fueron los objetivos emblemáticos de la institución; no importaba, en ese momento, si el ciudadano emitía su voto de manera libre y razonada, coaccionada o desinformada, y si existían condiciones equitativas para la competencia electoral.

Además, en sus inicios, el IFE se concibió como una institución de y para la transición política, es decir como un organismo bajo cuya supervisión y arbitraje debería transformarse el régimen cerrado y hegemónico en un sistema competitivo y plural. Era indispensable mantener un perfil de discreción y eficacia, lo que se consiguió con la aparición de un árbitro constreñido a permanecer tras bambalinas, con el objeto de que en el centro del escenario público se situaran los partidos y sus candidatos en calidad de protagonistas del proceso político.

Con el paso de los años nos encontramos, tal vez sin darnos cuenta del todo, ante una institución sensiblemente diferente. El IFE, más allá de su responsabilidad como facilitador de la emisión del sufragio en sentido formal, tiene la responsabilidad de auspiciar las condiciones ambientales para el ejercicio del sufragio en sentido sustancial. Consciente o inconscientemente, es el rol que se le ha asignado a través de las distintas reformas electorales.

Pasar de los problemas “típicos” a los “atípicos” de la organización electoral ha hecho del IFE un órgano de naturaleza diferente que parece enfrentar el colapso ante la exigencia de sancionar en tiempos extremadamente restringidos el vendaval de infracciones a la normatividad electoral. Las horas que ocupa en resolver las quejas y denuncias que se le presentan, pero sobre todo el método por el que las resuelve, lo han situado en un polo diametralmente distinto del original, en donde más que árbitro parece juez de la contienda política, al resolver disputas entre los partidos, en situación de tercero neutral, a partir de la aplicación de la ley a los casos controvertidos y de conformidad con la valoración de los hechos que se acreditan ante él.

Sus objetivos también se han modificado. Actualmente, resulta contrario a la lógica constitucional contabilizar cualquier voto emitido en un contexto carente de las condiciones y cualidades democráticas esenciales. De ahí que una de las tareas esenciales del IFE consista en auspiciar las condiciones ambientales para que el sufragio se emita en un entorno propicio a la expresión libre y genuina de la voluntad ciudadana.

Ni qué decir tiene que dos décadas después, el IFE ha dejado de ser un actor clave de la transición para convertirse en una pieza inexorable de la consolidación democrática. El cambio en los fines ha traído aparejados nuevos retos cuya satisfacción ha servido de guía orientadora para marcar el rumbo de la institución hacia nuevos horizontes, entre los que destaca la construcción de una ciudadanía informada y participativa, la edificación de un andamiaje institucional complejo pero confiable, el auspicio de condiciones efectivas para la participación de la mujer en los asuntos públicos mediante el respeto a las cuotas de género, una verdadera democratización al interior de los partidos políticos, el uso y aprovechamiento de las nuevas tecnologías de la información y, sobre todo, la utilización de la autoridad adquirida en estas dos décadas para poner en la agenda pública los pendientes de nuestra evolución democrática.

No obstante, acaso el cambio más emblemático, por su notoriedad, es el que ha llevado al IFE a constituirse en un actor político fundamental y protagónico del juego democrático, derivado del conjunto de exigencias que hemos puesto sobre sus espaldas y que no son menores. Destaca la administración exclusiva de los tiempos de Estado en radio y televisión, la inhibición de los actos anticipados de campaña y precampaña, una más incisiva intervención para disuadir el uso de programas sociales con fines electorales, la vigilancia de los candidatos y los recursos que emplean en las campañas para impedir sus vínculos con el crimen organizado, procedimientos de fiscalización más acuciosos para evitar que se rebasen los topes de gastos de campaña, una actitud más enérgica para poner un alto al desmedido activismo político de los funcionarios públicos, y una intervención más activa de cara a la actuación, en ocasiones prepotente y abusiva, de las policías y las procuradurías estatales.

Los procesos electorales del nuevo siglo son, sin duda, espacios de lucha por el poder en donde se pone a prueba la capacidad de la autoridad electoral para amonestar preventivamente a los partidos políticos y candidatos que se comportan al margen de las reglas establecidas; para reaccionar ante la compra camuflada de propaganda electoral; para imponerse y regular el tratamiento que los medios de comunicación confieren a la información de las campañas, y para garantizar que el factor oneroso no sea, en definitiva, el criterio que guíe la sobreexposición pública de determinados candidatos en perjuicio de los demás, en franca vulneración de la paridad de condiciones de la contienda.

La debilidad institucional en que hoy se encuentra el IFE por el acecho permanente de los partidos políticos en la designación de los consejeros y en la toma de decisiones, y el desafiante contexto en el que debe realizar su función, exigen una reflexión serena, ajena a intereses políticos coyunturales, sobre el devenir de una institución que a más de dos décadas de distancia aparece con un nuevo rostro y que necesita redefinir su rol e identidad institucional para las siguientes décadas.

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Las posibilidades futuras son fundamentalmente dos. O seguimos por el camino que consciente o inconscientemente hemos trazado y continuamos creando una superestructura a la que constantemente agreguemos atribuciones bajo la premisa de que es la única que puede garantizar el estadio democrático que deseamos alcanzar, o iniciamos un proceso de involucramiento de nuevas instituciones y redefinición de roles y atribuciones en busca del objetivo común de consolidar nuestro régimen democrático.

De elegir la segunda opción, considero conveniente reflexionar sobre al menos los siguientes temas:

1. La tensión que se advierte entre el IFE y los concesionarios de radio y televisión aconseja la posibilidad de pensar en la manera de descargar la administración de los tiempos de Estado y el monitoreo de los medios de comunicación en una instancia distinta.

2. La dinámica de confrontación que supone la revisión de las cuentas de los partidos y las sanciones por el uso indebido de recursos públicos sugiere la necesidad de órganos de fiscalización al margen de la institución electoral. En un esquema de renovada autonomía, la Auditoría Superior de la Federación podría cumplir con ese cometido mediante la creación de una nueva auditoría especial encargada de la fiscalización electoral.

3. La convulsión generada por la resolución de quejas y denuncias de los partidos –que eclosionan en época electoral y cuyos efectos perniciosos distraen al IFE de su labor esencial de implementar y vigilar la organización del proceso electoral, situándolo como árbitro incomodo de los contendientes por el poder– fuerza a reflexionar sobre la oportunidad de transferir la responsabilidad de resolver los procedimientos sancionadores, especiales u ordinarios a las salas del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.

4. Una intervención como esta quedaría incompleta si no se realiza una cirugía de gran calado al modelo de investigación de los delitos electorales, para que desde las instancias de procuración de justicia se atienda con eficacia la exigencia de verificar el pasado de los candidatos, la procedencia de los recursos que utilizan y, lógicamente, la acreditación de las conductas delictivas y de los probables responsables, así como su presentación ante las instancias judiciales competentes.

La viabilidad de estas modificaciones debe madurarse en el mediano plazo. Evidentemente, mientras las instituciones que han de recibir las nuevas atribuciones no se modifiquen sustancialmente, no existirá probabilidad de concretar los cambios. De lo que sí estoy convencido es de la insensatez de sostener que el IFE debe corregir todas las deficiencias de la democracia. A quienes piensen así habría que preguntarles: ¿para qué sirven entonces las demás instituciones del Estado? ¿Queremos ver al ife en 2040 con la misma sobrecarga de exigencias y las mismas tensiones que hoy lo postran ante nuestros ojos?

III. El sistema de comunicación político-electoral del presente

Una de las grandes virtudes de la reforma electoral de 2007 fue el giro copernicano en el sistema de comunicación política. Antes del ajuste, la legislación incentivaba la presencia del factor oneroso en el escenario político, al dejar la contratación de propaganda electoral a la relación directa entre partidos políticos y grandes emporios radiotelevisivos.

Dicho arreglo significó que quien más prerrogativas recibía tuviera una exposición mediática mayor y que alrededor de 65 o 70% del dinero público transferido a los partidos fuera a parar directamente a las arcas de los medios.

Se prohibía, es verdad, la contratación de propaganda a particulares y a empresas; sin embargo, al no existir sanción expresa para castigar esas conductas, ni órgano electoral con autoridad para prevenirlas, se permitió una indebida injerencia de la clase empresarial que, a final de cuentas, vino a empañar los resultados de las elecciones de 2006. Hoy, lo sabemos, gracias a un giro copernicano en la materia se han incorporado nuevas reglas para eliminar el factor oneroso en el acceso a los medios de comunicación, garantizar la paridad de tratamiento en la asignación de espacios, proteger la expresión libre y genuina del sufragio, fortalecer el sistema de partidos, mejorar las cualidades de la democracia e impulsar decididamente el derecho a la información.

La puesta en marcha de las nuevas medidas electorales en las elecciones estatales y en la elección federal intermedia de 2009 ha dejado sobre el escenario algunos datos interesantes, sin que hasta el momento puedan considerarse constantes de carácter general.

Destaca, por ejemplo:

1. El alto grado de cumplimiento de los concesionarios y permisionarios de radio y televisión respecto a las pautas establecidas por el ife, luego de que inicialmente se mostraron reacios al contenido de la reforma, al grado de inconformarse judicialmente contra ella.

2. El aumento en la canalización de recursos económicos hacia otras formas de propaganda electoral, derivado de la gratuidad del acceso a radio y televisión, lo que impone, a su vez, nuevos retos a la función fiscalizadora de las instituciones electorales.

3. La desaparición de los spots propagandísticos de actores distintos a los partidos, lo cual demuestra que la reforma ha sido eficaz en contener a todos aquellos agentes que por su posición de privilegio económico pueden generar desequilibrios al interior de la contienda electoral.

4. La sensible disminución de las campañas negativas, al menos en radio y televisión, y su canalización hacia otras plataformas de comunicación como internet, y la capacidad de difusión que vienen mostrando las redes sociales.

5. La distinción, cada vez más puntual, de los actos que constituyen propaganda electoral y aquellos que constituyen propaganda gubernamental, con el objeto de impedir excesos en los mensajes difundidos por partidos políticos y candidatos, y de evitar que los servidores públicos emitan propaganda personalizada para su beneficio o el de sus partidos.

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Por otro lado, es importante destacar que el sistema ha producido distintos problemas, por ejemplo:

1. Ha dado lugar a una inequitativa distribución entre los espacios de difusión asignados a las autoridades electorales federales y los asignados a las estatales, lo que genera la percepción de que las primeras son más importantes, lo cual es falso.

2. Ha hecho patente el fracaso del formato elegido para la competencia propagandística. El spot tiene la finalidad de presentar a los candidatos como mercancías y a los ciudadanos como consumidores de los productos de la política, ya que no permiten una discusión de fondo sobre los asuntos públicos, las propuestas de campaña y las estrategias para hacerlas realidad. El formato, más que enriquecer el debate democrático, ha venido a banalizar la política y a ampliar la brecha que paulatinamente aleja al electorado de los asuntos públicos.

3. Ha incentivado una serie de distorsiones, como el “camuflaje” de la propaganda electoral, derivado del interés de candidatos y aspirantes de estar vigentes en el imaginario social. Ahí está para constatarlo la propaganda electoral camuflada de cobertura noticiosa, los llamados “infomerciales” o, incluso, la propaganda disfrazada de propaganda institucional o de informes de funcionarios pagados con recursos públicos. Lo mismo sucede con la propaganda en revistas o la publicidad en prensa que se “integra” con publicidad en radio y televisión o, en el extremo de la negación de la actividad periodística, la aparición de propaganda velada en “entrevistas” o la contratación de estas con fines electorales.

Con este contexto detrás, vale la pena poner sobre la mesa de discusión distintos temas que, desde nuestro punto de vista, necesitan un replanteamiento apenas concluya el actual proceso electoral:

1. Parece oportuno indagar nuevas formas de emplear los tiempos del Estado en radio y televisión con fines electorales. Por qué no pensar en otro tipo de mensajes y formatos que permitan modalidades distintas de comunicación de los mensajes políticos; por ejemplo, permitir mensajes de inicio y cierre de campañas que, dependiendo del tipo de elección, se difundan mediante cadenas nacionales y estatales por partido; implementar debates obligatorios en periodos de campaña, de preferencia temáticos, y debates al margen de las campañas, que permitan contrastar la ideología y las plataformas programáticas de los partidos, etcétera; promover entrevistas bajo un formato único, realizadas a los candidatos por periodistas profesionales pero bajo la producción del propio ife y, eventualmente, dar espacio a los ciudadanos, y no solamente a los políticos, a través de diversas modalidades, como lo señalo más abajo.

2. Esto permitiría escapar de la rigidez actual de los formatos de difusión de los mensajes, y haría posible la acumulación de los tiempos oficiales para que la comunicación pueda darse al margen de spots de 20 o 30 segundos. Reduciría el fenómeno de la spotización, sin tocar el tiempo total del que dispone el Estado para la comunicación política, y permitiría abordar las propuestas de campaña de una forma más profunda, reflexiva y de mayor beneficio para el ciudadano.

3. Se requiere reforzar la prohibición de contratar propaganda electoral en radio y televisión, a efecto de sancionar aquellas formas de contratación de espacios que directa o indirectamente beneficien a un partido político o candidato. Con ello será posible atajar formas de contratación de propaganda comercial, por parte de partidos políticos, personas físicas o jurídicas, con claras intenciones electorales. Por ejemplo, la propaganda integrada en donde una revista o algunas marcas comerciales se anuncian en la televisión y promueven indirectamente a partidos, candidatos o sus propuestas electorales.

4. Es imperativo fortalecer el catálogo de infracciones y sanciones para garantizar la vigencia del modelo de comunicación política. Al efecto, una omisión importante de la ley consiste en clasificar las infracciones y sanciones por el sujeto que las comete, pero no por su gravedad. Por ello, lo primero que debe hacerse es establecer cuáles infracciones y sanciones afectan de modo más trascendental el proceso electoral y cuáles no, para que el IFE cuente con mayores elementos para determinar las faltas sobre las que debe poner un énfasis especial, y para que sea más fácil individualizar el tipo de sanción.

Además, se requiere perfilar mejor el esquema de sanciones: sanciones contra quienes intenten camuflar los informes de labores como propaganda gubernamental; contra quienes comercialicen propaganda integrada; contra la contratación de propaganda camuflada de información electoral, y contra los concesionarios y permisionarios de radio y televisión que no transmitan promocionales, siempre que haya imposibilidad fáctica de reponerlos por encontrarse al final del periodo de campaña.

5. Es muy importante mantener la separación entre la propaganda que se refiere a elecciones federales y la que corresponde a elecciones locales, cuando sean concurrentes, para garantizar que los mensajes atiendan a un doble contenido y no se menosprecien los temas locales ante la relevancia de la elección federal. Lo anterior, bajo la máxima de que los partidos mantengan un espacio de decisión propio y puedan actuar de conformidad con sus estrategias electorales.

6. Resulta fundamental la regulación legislativa del ciclo de vida de los spots electorales para reducir el tiempo que transcurre entre la entrega de los materiales a la institución electoral, la difusión de los mismos y su sustitución, a efecto de tener un mayor margen de flexibilidad que permita a los partidos políticos reaccionar con rapidez y oportunidad a los sucesos que se presentan en las campañas. El beneficio principal sería para el ciudadano, no solo en términos del atractivo que puede tener un modelo de campaña flexible, sino también de la cantidad de información que una campaña de estas características puede difundir.

7. Es necesario pensar en la derogación del Artículo 228.5 del Cofipe por el efecto corruptor que ha tenido sobre la propaganda gubernamental, al establecer un régimen de “excepción” que lo que en realidad permite es la propaganda personalizada de servidores públicos, con fines electorales y sufragada con recursos públicos.

8. Adicionalmente, me parece oportuno reflexionar sobre la prohibición de que personas físicas y jurídicas puedan contratar publicidad electoral. Si bien es cierto que una prescripción como ésta impide que los que más recursos tienen puedan influir en las preferencias de los electores, también lo es que existen vías menos “gravosas” para permitir que la pluralidad de grupos que conviven en la sociedad tenga algún mecanismo válido para expresar sus puntos de vista. ¿Por qué no pensar en una vía que permita que la autoridad electoral pueda conceder tiempos a las minorías sociales, como sucede en Alemania, a los ciudadanos interesados o a las organizaciones profesionales y sindicales que tengan representación a nivel nacional, como ocurre en Francia? Un mecanismo como este permitiría reconocer la existencia de un verdadero pluralismo político y social, al tiempo oxigenaría un sistema político que hoy más que nunca tiene tintes partidocráticos.

9. En este orden de ideas, hay que insistir en la necesaria expedición de una ley que regule la publicidad o propaganda gubernamental, vista como una vertiente del derecho fundamental al acceso a la información: una ley que posibilite la difusión de mensajes institucionales basados en razones de interés público y que prohíba la transmisión de aquellos que lleven la intención de destacar los logros de gestión o los objetivos alcanzados por el gobierno con fines eminentemente electorales.

10. Debemos pugnar también por la expedición de una ley que regule el derecho de réplica, con el objeto de que las personas, y en el ámbito electoral los partidos políticos y sus candidatos, puedan exigir su derecho a una información completa, veraz e imparcial ante la difusión de afirmaciones intencionalmente inexactas o equivocadas.

11. Finalmente, debemos destacar que la reforma electoral es solo una parte de un proceso más amplio de racionalización del sistema democrático. La otra parte está en los medios de comunicación. Esta vertiente continúa sin una regulación adecuada, que el día de hoy se considera incontestable e impostergable.

a. Es necesario, por ejemplo, profundizar en la pluralidad de medios y en la pluralidad dentro de los medios.
Actualmente, el alto grado de concentración que prevalece en la radio y la televisión establece un esquema de dominación contrario al pluralismo político y social que hemos alcanzado como sociedad, con los riegos que ello trae a la democracia.

b. Igualmente, resulta inexorable sentar bases en la legislación, y no en los acuerdos de la autoridad electoral, para definir el tratamiento que los medios de comunicación deben conferir a la información político-electoral: introducir normas que subrayen que se encuentran obligados a respetar los principios de veracidad, objetividad, imparcialidad, equidad, completitud y pluralidad; normas que garanticen la paridad de espacios informativos a las distintas fuerzas políticas (no necesariamente iguales pero sí razonablemente proporcionales); normas que impongan la igualdad en el tratamiento informativo que se les confiere; incluso, disposiciones que prohíban puntualmente a los comunicadores mostrar sus preferencias o inducir la preferencia de los demás.

La autorregulación de los medios ha tenido un avance considerable en estos últimos años. Pero si algo distingue a nuestra democracia de otras más consolidadas (las europeas, por citar unas) es que en estas la información se encuentra sujeta a una exhaustiva regulación sin que nadie levante la voz argumentando vulneraciones a la libertad de información y mucho menos a la libertad de expresión. Lo que en muchas ocasiones se esconde detrás del argumento de la libertad de expresión es el interés de mantener a toda costa un conjunto de privilegios y una capacidad de influencia política que algunas corporaciones difícilmente se encuentran dispuestas a ceder.

Los anteriores son ajustes puntuales pero de gran calado. Lo que por ningún motivo debe permitirse es que bajo el pretexto de abrir a la reflexión el modelo de comunicación político-electoral, lo que en realidad se pretenda sea involucionar. Dar pasos hacia atrás en el modelo recientemente adoptado significaría empoderar aún más a quienes gozan de una posición de privilegio político y económico, y desplazar fatalmente a los ciudadanos.

¿Realmente queremos que solo tengan voz pública aquellos que, como la clase empresarial, cuentan con la capacidad económica para pagar spots electorales en horario triple A? ¿Queremos que el escenario electoral se convierta en el espacio público para el lavado de dinero ilícito? ¿Estamos de acuerdo en devolver al duopolio televisivo el poder de influencia política que generó mientras tenía la posibilidad de acordar las tarifas de la propaganda electoral? ¿Debemos volver a enriquecerlos con el dinero público de las prerrogativas? ¿Es sano para nuestra democracia que los poderes fácticos puedan, de manera directa o por medio de loobies, premiar o castigar a los candidatos? ¿Es válido que puedan construir o destruir carreras políticas en función del sometimiento de los candidatos a la defensa de sus intereses?

Me parece que no, y que justamente por ello debemos hacer una firme defensa de lo que hemos ganado, sin permitir retroceso alguno.

____________________________

CÉSAR ASTUDILLO es investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM y coordinador del Área de Derecho Electoral ([email protected], Twitter: @AstudilloCesar).

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