Una revista es un contrato tácito. A cambio de su atención, su lealtad y su interlocución, el medio impreso ofrece al lector un paquete de datos que cumple con ciertas expectativas. En la exuberante era de la información, una revista puede abrir una brecha directa, segura, expedita, al conocimiento que el lector espera. Nuestro autor analiza este asunto apasionante y da cierre así a sus ejercicios de memoria, columna que ha sido parte fundamental del XX aniversario de Este País.
Los escépticos de la razón de ser de una revista cultural como Este País podrían tener hoy muy buenos argumentos. Quizás el primero sería la Red. Si todo está en la Red, para qué sirven los intermediarios. Cuando nació internet hubo asombro e intriga: qué tanto podría almacenarse en ese inasible espacio. Poco a poco los cibernautas comprobaron que la Red era muy ambiciosa, no había límites temáticos y la extensión no era problema. Todo, o algo muy cercano a todo, podía caber en internet. Si a eso agregamos la ayuda de los buscadores, llegaremos a la conclusión de que el acceso a ese “todo” es real. Pero —como siempre ocurre— los retos vienen enmascarados. El problema hoy es ese “todo”.
La escena es cotidiana. Estando en el supermercado usted decide comprar un shampoo. Entra al pasillo indicado y de pronto está parado frente a 15 metros de estantería en tres niveles con todo tipo de sustancias que dicen ser las mejores para su cabello. Para los radicales de los mercados libres ése es el Edén. La posibilidad de seleccionar entre infinidad de opciones deposita la decisión en el consumidor. Perfecto. Sin embargo hay un problema: para muchos el objetivo es lavarse el cabello de manera adecuada y no perder la vida en la selección entre “diferencias marginales”, como dirían los economistas.
En el subtítulo de The Paradox of Choice, su exitoso libro, Barry Schwartz lo ha sintetizado con precisión: “Por qué más es menos”. El autor sostiene que hay una nueva neurosis producto de la cantidad de decisiones —muchas de ellas inútiles— que el ciudadano de una sociedad abierta tiene que tomar. Del momento en que se inicia el día al primer café en un Starbucks puede haber decenas de decisiones. Pero el problema no acaba allí. Ese incesante bombardeo de información con frecuencia provoca que tomemos decisiones equivocadas. Eso sí es grave, quizá no en el caso del shampoo pero sí cuando se trata, por ejemplo, de implementar políticas públicas. Se preguntará el lector: “Y esto qué demonios tiene que ver con Este País?”.
Una revista es lo que está detrás de una publicación que pesa unos cuantos gramos. Además del papel —que quizá sea hoy lo menos importante— uno adquiere las decisiones tomadas por una institución. El por qué de un tema por ejemplo. En el mar de publicaciones que nos rodea queda claro que en muchas de ellas se seleccionan los temas de moda que venden bien. Se puede caer entonces en el círculo vicioso de leer los temas que están de moda cuando esa moda, en buena medida, es producto de lo que se publica. Pero, ¿son esos temas de verdad los más relevantes para una sociedad? ¿Cómo salir de esa trampa? ¿Qué decir de aquellos debates que justamente escapan a la moda y que pueden ser cruciales en nuestras vidas? Alguien tiene que hacer ese trabajo y sacudirnos la cabeza y lanzar nuestra mirada a otros horizontes.
Pero los temas son sólo el inicio. Después viene el reto de cómo abordarlos de una forma plural y seria, sin dogmas, evitando que el lector pierda tiempo y esfuerzos en textos que son auténticas pifias y que abundan. El problema hoy para el lector es entonces de cantidad y de calidad. De hecho son esas pifias multiplicadas por millones las que han provocado una reacción correctiva. Bajar la basura que anda por allí está costando decenas de millones de dólares a sitios como Google. Un texto clave al respecto es el de Andrew Keen, The Cult of the Amateur, que advirtió hace años cómo la Red está supliendo la generación profesional de conocimiento por aproximaciones sin sustento que, de hecho, engañan al lector. Es esa abundancia avasalladora y la invasión de amateurismo con las que una casa editorial tiene que lidiar.
Detrás de la suscripción, de la compra de la revista o de la visita a nuestra página, se esconde un acto íntimo de confianza. Los lectores de Este País saben del esfuerzo profesional del Consejo y de los directivos de la revista por seleccionar temas centrales y contenidos pertinentes y relevantes. Leer Este País es tomar la decisión de ir a una tienda especializada en herramientas o en discos de música orquestal o de vinos o lo que sea, en el entendido de que no se quiere perder tiempo —expresión por demás provocadora porque lo perdemos para no recuperarlo jamás. Es por ello que se confía en el trabajo editorial de la casa, se confía en una visión del mundo. Este País no es una revista, es un proyecto cultural.
Pero hay más. Si nos atenemos a la noción de que las revistas presentan una revisión de ciertos temas, tendríamos que admitir que Este País —desde su nacimiento— ha operado más como un promotor de ciertas formas de leer la realidad social. La revisión ha sido sólo una parte. Como recuerda Eduardo Bohórquez, en todo caso tendríamos que remontarnos a los orígenes árabes de la palabra magazine (makhzan) —tan común en Francia y Estados Unidos— y que refiere a un almacén, almacén de información. Ya hemos hablado de cómo hace dos décadas la ausencia de demoscopía y prospectiva hacían de buena parte de las ciencias sociales ejercicios de especulación pura, sin sustento fáctico. Hablábamos de un país que imaginábamos o queríamos imaginar. Los estudios de opinión son hoy ya toda una industria, pero la prospectiva como hábito de razonamiento sigue siendo muy débil. Los centros o institutos que realizan este tipo de estudios se cuentan con los dedos de una mano en un país de alrededor de 115 millones de habitantes.
La prospectiva no sólo estudia la ruta que siguen las tendencias de largo plazo, terreno en el cual se cuenta ya con cierta información. Un ejemplo: de seguir las actuales tendencias en el 2030 más de 90% de la población vivirá en zonas urbanas. Dentro de la complejidad, eso es lo más sencillo. Pero hay otro ámbito de la prospectiva más delicado. Me refiero a la necesaria deontología, al cómo debieran ser las cosas o, aun más complejo, cómo desearíamos que fueran. Reducir al mínimo posible la mortalidad materna o la infantil supone un acuerdo básico en defensa de la vida. Todo Estado —en teoría— se apoya en ese acuerdo. Pero lo deseable supone una discusión de principios, axiológica. Allí el asunto se complica.
¿Es deseable —como ha ocurrido en las sociedades desarrolladas— inducir desde el Estado la disminución de la pea agrícola, la desaparición del campesinado tradicional para decirlo en términos llanos? En otros países el asunto no genera polémica. En México, dónde cierta mitología campesina es sustento de la literatura, de la música y por supuesto de la retórica política, ni siquiera nos atrevemos a tocarlo. Todo indica que muchas etnias indígenas —los más pobres de los pobres— caminan a la extinción con todo y su rico bagaje cultural. El mestizaje se sigue imponiendo. ¿Hasta dónde es deseable su preservación o qué preservar de ellas? No sus condiciones de vida, eso me queda claro.
En una economía que por décadas no ha generado los empleos formales que su población requiere, ¿hasta dónde es deseable acabar con la informalidad? No me refiero a las actividades ilegales que usurpan espacios públicos y venden contrabando. Me refiero a esa muy importante válvula de escape que se expresa por ejemplo en una costurera o en un plomero o un carpintero. Qué dieran muchos países desarrollados —hoy en severas crisis de desempleo— por contar con algo de esa flexibilidad. Lo deseable como parte de la necesaria prospectiva que México necesita está llamado a ser, creo yo, la punta de lanza del debate de avanzada. La prosperidad de una nación en buena medida se asienta en los acuerdos mínimos sobre lo deseable.
Sé que Este País estará allí, en ese debate. A los lectores, gracias por 20 años de confianza que esperamos que crezca y se fortifique.
Totalmente de acuerdo. Acabo de visitar Bali y es impresionante lo ricamente arraigada que se percibe esa sociedad a la cultura de la tierra, no solo como sustento economico sino como modus vivendi, expresado en las mas variadas formas: danzas, lengua, relaciones humanas, rituales religiosos… Me queda claro que en Mexico nos hemos equivocado imitando los modelos de vida equivocados de Europa y Estados Unidos, que son modelos urbanos, desarraigados, impersonales, montados en la abstraccion, quizas producto de un puritanismo que no acepta la irregularidadcwa, sea lo que sea que esto signifique. Desde luego en Bali tambien se puede sentir el asedio de esa «otra» (in)cultura dominadora, reflejada en grandes desarrollos turisticos etc pero la raiz cultural y el tejido social es fuerte, los compromisos con la comunidad grandes, la gente arraigada a sus lugares