Muchos apellidos dan lugar a situaciones sobrenaturales: es posible conversar con una Lechuga, desposar un Niño, admirar la inteligencia de una Tapia o tener relaciones con un Cuervo.
Cuando escuchamos o leemos, por ejemplo, el significante (la palabra) trigo, el significado (es decir, la imagen que viene a la mente) es una espiga, no una persona. Al obligarnos a aceptar que el trigo además de un cereal es un ser humano nos forzamos a experimentar un fenómeno vecino de la sinestesia (“ver” sonidos, “oír” colores). Se sabe que hasta los dos años los niños ni comprenden ni producen tropos; logran hacerlo hacia los seis pero a menudo los toman al pie de la letra, de ahí que les parezca gracioso oír hablar de la maestra Piña, la señorita Piedra o el doctor León.
Los apellidos, entonces, además de concedernos un nombre propio nos convierten en adjetivos o en sustantivos comunes. En efecto, desde que nacemos, las personas somos también colores (Blanco, Rojo, Pardo); parajes (Montes, Campos); líquidos (Laguna, Mares); oficios (Herrera, Peón) o edificaciones (Torres, Casas), como veremos a continuación.1
Son muy abundantes, como es obvio, los sustantivos relacionados con el espacio circundante, ya rural: Peña, Sierra, Canales, Vega, Cuenca, Pozas; ya urbano: Barrios, Mercado, Posadas, Barrera, Prado, e incluso las partes de una casa: Paredes, Baños, Muro, Portillo, Chapa. Los seres humanos también reciben nombres de vegetales a) silvestres: Encinas, Robles, Palma; b) agrícolas: Huerta, Centeno, Oliva(res), Mora, Manzano,2 Romero, Parra, y c) de ornato: Flores, Rosas(ales), Ramos, o partes de ellos: Espino(sa), Madero. Los apelativos abarcan asimismo los llamados cuatro elementos: Arroyo, Costa, Nieves, Llamas, Vela, Monzón, Terreros.
Como se sabe, los más extendidos3 se construyen con el sufijo -ez: González, Ramírez y Martínez que en algún momento significaron, respectivamente, hijo de Gonzalo, Ramiro y Martín,4 lo que también ocurre en inglés con -son (Johnson), Bin- en árabe, Mac- en Escocia y -ov(a)/-ev(a) entre los rusos.
Algunos onomásticos hispánicos se refieren a características físicas: Delgado, Moreno, Cano; también en forma de derivados, como Negrín o el despectivo Negrete; a partes del cuerpo: Bustos, Barba, Ceja(s), Rizo, Cabello, o bien a discapacidades: Sordo, Lerdo. Tampoco están ausentes las cualidades morales: Leal, Franco, Bravo, Gallardo, ni las ocupaciones: Guardia, Pedrero, Pintor, Zapatero. Estos últimos se originaron en tiempos remotos, cuando los oficios eran hereditarios: un pastor tenía hijos y nietos también pastores: una ocupación pasaba entonces a ser nombre. Por otra parte, Serrano, Del Río, Del Bosque, De la Fuente, De la Colina se referían a lugares de residencia; este es también el caso de los gentilicios: Aragonés, Toledano, Alemán, y los toponímicos: Valencia, Sevilla, Córdoba, Ávila.
Pueden darse casos extravagantes: que el señor Prieto sea rubio (y viceversa), Calvo un melenudo o Crespo un pelón; tal vez la joven Armas es pacifista, misántropo Amador y Lozano nonagenario. En ocasiones impera la lógica: que un tahúr se apellide Barajas y Caballero un hombre cortés (apellido también).
Los hispanohablantes sí heredamos el apellido de nuestras madres (en segundo lugar, cierto es), contrariamente a otras culturas como las anglófonas y francófonas en las que solo el paterno prevalece. Portugueses y brasileños son más equitativos en este sentido ya que su primer apellido es el materno, justa recompensa por nueve meses de embarazo. Son muy recientes las legislaciones que permiten, en Chile y España, invertir a voluntad el orden de los patronímicos. Por otro lado, está desapareciendo la costumbre de que las mujeres al casarse cambien su nombre, así sea informalmente, por el de sus maridos. Hasta hace poco, tener un solo apellido denotaba una maternidad soltera; por muchos años perduró en los orfelinatos la excluyente práctica de bautizar (¿etiquetar?) como Expósito (también Espósito) a los niños que habían sido abandonados por sus progenitores.
El nombre de algunas personas está tomado de animales de granja: Cordero, Borrego, Oca, Becerra, o de especies silvestres: Gavilán, Aguilar, Lobo(s), Garza. A los seres humanos también nos agrada confundirnos con minerales: Roca, Platas, Sales(inas), Arenas, Sosa, H(F)ierro; tenemos asimismo referentes numéricos (Diez), temporales (De Alba), metafísicos (Santos, Aura, Ángeles) o astronómicos (Luna, Sol). Incluso la aristocracia se halla representada: Castillo, Rey(es)(na), Corona, Palacio(s). Mientras que algunos son diminutivos (Gordillo, Hermosillo, Dominguín), otros parecerían verbos conjugados (Castro, Mata, Canto); gerundios (Orlando); participios presentes (Escalante, Dorantes), o pasados (Tirado, Aguado). Varios más implican delincuencia (Ladrón de Guevara, Hurtado) o bien violencia: Guerra(ero), Degollado.
Mientras algunos apelativos se refieren a objetos de uso diario (Correa, Cadena), bello, alegre y seco son adjetivos que antaño calificaron personas y hoy las nominan. Existen apellidos de origen árabe (Medina, Jara) y del náhuatl: Moctezuma. Otros parecen motes: Bocanegra, Verdugo, Manso. Como también los hay compuestos, un hispanohablante puede llegar a tener cuatro apellidos.
Seguimos sin saber si alguna vez existió una mujer llamada Dolores Fuertes de Barriga (o la Zoila del título) y tratamos con comedimiento al señor Rascón o a la señora Cabeza de Vaca. No parece perturbarnos el que a menudo los nombres propios sean comunes, es decir que las personas sean nombradas —por fortuna no necesariamente consideradas— como cosas. ~
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1 La intención aquí no es etimológica ni heráldica sino meramente sensorial.
2 Y sus variantes: Manzanos (ares)(ero)(illa).
3 Según el IFE los primeros diez son, en orden descendente: Hernández (5,526,929 personas), García, Cabrera, González, López, Rodríguez, Pérez, Sánchez, Ramírez y Flores (1,392,707 personas).
4 Entre nosotros algunos nombres de pila fungen también como patronímicos, tal es el caso de Alonso y Simón.
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Profesor de literatura francesa en la Facultad de Filosofía y Letras y de español superior en el CEPE de la UNAM, RICARDO ANCIRA (Mante, Tamaulipas, 1955) obtuvo un premio en el Concurso Internacional de Cuento Juan Rulfo 2001, que organiza Radio Francia Internacional, por el relato “…y Dios creó los USATM”.