¿Qué dilemas enfrentarán nuestros legisladores en el diseño de un órgano anticorrupción? Para responder a esta pegunta, los autores hacen un repaso de los instrumentos y políticas que el Estado ha empleado en las últimas décadas para combatir este mal sistémico. Se refieren, asimismo, a la experiencia internacional en la materia.
Introducción
La corrupción es un fenómeno social complejo, multicausal, difícil de aprehender y cuyo análisis requiere del uso de variables institucionales, jurídicas, organizacionales y aun culturales, ninguna de las cuales constituye un elemento determinante para explicarla ni modificar los comportamientos que la generan. Por ello, no puede comprenderse solo como un problema ético de conductas personales, sino que debe conceptualizarse como parte de un proceso social más amplio. En México, además, la corrupción presenta un carácter sistémico e institucional que implica la existencia de redes muy complejas de intereses en las que participan actores públicos y privados en todos los ámbitos y niveles de Gobierno.1 Una estrategia que para combatirla se limite a perseguir personas y servidores públicos no generará un cambio sustantivo; incluso, puede empeorar la situación. La solución al problema es mucho más compleja que solo crear una institución que genere la percepción de poder sancionar a los corruptos.
Prueba de ello es que, durante los últimos 30 años, el Estado mexicano ha intentado abatir la corrupción con varios instrumentos y políticas. Pasamos de la “renovación moral” a la creación de órganos diversos con distintos mandatos y diseños (la Secretaría de la Contraloría General de la Federación y sus sucesoras, la Auditoría Superior de la Federación, el Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos). Se han diseñado también mecanismos concretos (declaraciones patrimoniales, códigos de ética, testigos sociales) y estrategias genéricas de desregulación o simplificación administrativa en los tres ámbitos de gobierno. Aunque esas políticas han tenido distintos grados de eficacia, lo cierto es que los índices disponibles2 y los diversos escándalos verificados3 reiteran año con año que tenemos una corrupción endémica que no cede a los diferentes esfuerzos por combatirla. Más aún, los esfuerzos acumulados durante varias décadas han fragmentado las políticas e incrementado la (sobre) regulación, que contribuye a retroalimentar el problema y hacerlo incluso más resistente. Podemos afirmar con certeza que nunca se ha realizado un esfuerzo por articular las innovaciones institucionales con lo preexistente, y que reiteradamente se ha pretendido, con un solo instrumento, modificar un problema sistémico. Este es el principal riesgo que enfrenta la iniciativa de una nueva agencia anticorrupción. Elevar las expectativas depositadas en una “bala de plata”, sin entender que su acción tiene límites precisos y que, de fracasar, puede tener un efecto contrario al que se desea: volver a la sociedad mexicana aún más escéptica y cínica respecto a un fenómeno que se reprueba públicamente pero se tolera (y sufre) en las prácticas cotidianas.
El discurso anticorrupción es presa fácil de la demagogia política. La demandas de acciones “definitivas” y “contundentes” suenan bien, pero solo añaden ruido y no contribuyen a la solución del problema. Es indispensable asumir que la reducción de la corrupción requiere años de políticas sostenidas e instituciones creíbles. Ello no quiere decir que la creación de un nuevo órgano anticorrupción importe poco. Todo lo contrario. Un buen diseño institucional puede incrementar las probabilidades de alcanzar las metas que se proponen. Pero una construcción defectuosa generará nuevos tropiezos, cada vez más costosos, y abonará a la fragmentación institucional y el desencanto ciudadano.
Una mirada a la experiencia internacional en materia de agencias anticorrupción ayuda a entender qué podemos esperar de estas instituciones y sacar lecciones útiles. Ello nos permitirá analizar después algunos de los dilemas que enfrentarán los legisladores en el diseño concreto de un órgano anticorrupción, como se ha propuesto en las iniciativas presentadas por diversos partidos políticos (PAN, PRD, PRI-PVEM) y que se discutirán en este periodo legislativo.4 Para concluir, expondremos algunas breves reflexiones finales.
Agencias anticorrupción: la experiencia internacional
Una revisión de la experiencia de otros países en materia de organismos anticorrupción permite extraer cuatro lecciones útiles para la discusión en México: (a) hay varias opciones de mandato y diseño organizacional para una agencia anticorrupción; (b) ningún diseño, por sí mismo, garantiza el éxito; (c) el contexto legal y político es determinante para el funcionamiento de una agencia, y (d) la creación de una agencia supone un proceso largo, que no se agota en una reforma legal.
Hay muchas formas de construir instituciones contra la corrupción. Los órganos especializados son solo uno de los múltiples diseños posibles. Algunos países (como Hong Kong) optaron por una institución única que concentran las funciones de prevención, investigación y sanción, en tanto que otros han diseminado esas responsabilidades en varios organismos (Reino Unido, Estados Unidos). Pero incluso dentro de la categoría “agencia anticorrupción”, podemos encontrar diseños diversos con distintos grados de eficacia.
Una definición útil de órgano anticorrupción es la propuesta por Meagher: “Agencias permanentes con la función primaria de liderazgo centralizado en una o más de las áreas básicas de actividad anticorrupción —incluyendo políticas, análisis y asistencia para la prevención, difusión pública e información, monitoreo, investigación y persecución”.5 En el diseño de esos órganos puede haber opciones que combinen algunos de estos mandatos: agencias multipropósito con poderes de sanción y funciones preventivas; agencias concentradas en la persecución (fiscalías especializadas como en España o cuerpos policiales específicos como en Noruega), y agencias enfocadas en la coordinación, el diseño de políticas y la prevención.6 Es obvio que los resultados del trabajo de estas agencias son distintos: una agencia concentrada exclusivamente en la persecución puede llevar a muchas sanciones, sin reducir la corrupción endémica en las organizaciones públicas.
La creación de agencias anticorrupción no se ha traducido siempre en una reducción de la corrupción. En efecto, aunque ha habido un activismo importante en los últimos años a favor de la creación de este tipo de órganos (notablemente en África y Europa del Este), la evidencia empírica muestra resultados mixtos que sugieren que dichos órganos no han tenido un efecto significativo en los niveles de corrupción.7 Las razones son múltiples: “deficiente diseño institucional, falta de independencia del ejecutivo, apoyo presupuestal incierto por parte del legislativo, estructuras de planeación y gestión pobremente instaladas, ausencia de procedimientos para trasladar casos de corrupción a las autoridades judiciales relevantes para investigar y sancionar, o manipulación política contra los opositores”.8 La lección es contundente: por sí misma, la creación de un organismo especializado no resuelve los problemas sistémicos que propician la corrupción (desde la vigencia del Estado de derecho, la capacidad administrativa del Gobierno y la tolerancia social a la corrupción). Además, su fracaso —como ha ocurrido en países de varios continentes— puede agravar la desconfianza ciudadana en las autoridades y la percepción de impunidad.
Así, la eficacia de un organismo anticorrupción no depende solo de su diseño jurídico, sino de su entorno político y administrativo. En el momento de su creación, “los poderes formales y la independencia que reciben las agencias anticorrupción dependerán de que las presiones externas o internas para establecerlas […] logren contrarrestar los incentivos de los partidos gobernantes para no actuar, o para hacerlo solo de forma simbólica”.9 Y en su operación cotidiana, la agencia no podrá superar, de manera automática, problemas estructurales del sector público (normatividad deficiente, incompetencia, opacidad, sobrerregulación). Ha ocurrido que las comisiones anticorrupción terminan siendo presa de los mismos problemas que aquejan otras instituciones del Estado: captura, ineficacia operativa y corrupción.
Una última lección se refiere a la necesidad de consolidar las agencias anticorrupción. Más allá de lo llamativo que puede ser la instauración de un órgano, su eficacia solo será probada en el mediano plazo. Si bien puede haber un par de golpes espectaculares, lo cierto es que desmontar prácticas y rutinas de corrupción sistémica no ocurre de la noche a la mañana. Y sin embargo, en muchos países la falta de resultados espectaculares inmediatos ha llevado a la deslegitimación e irrelevancia de estos organismos. En la misma lógica, las razones políticas (del Gobierno y de la oposición) que permitieron que se creara un agencia anticorrupción pueden perder vigencia, y provocar que los actores que en un principio apoyaron su instauración terminen resistiéndose a ella u obstaculizándola.
Por lo expuesto, el diseño de un organismo anticorrupción no debe estar aislado de las decisiones cruciales sobre el régimen de rendición de cuentas en México, ni suponer que los atributos del diseño son detalles nimios. Cada decisión sobre su mandato, funciones y operación puede ser determinante de su éxito.
El diseño del órgano anticorrupción
Antes de señalar algunos de los dilemas que supone la creación de una agencia anticorrupción, conviene hacer dos advertencias. Primero, alcanzar un buen arreglo institucional a partir de una reforma constitucional es una tarea ardua y delicada. La reforma debe trazar los grandes rasgos del diseño —no los detalles— y su articulación con el resto de las instituciones del sistema constitucional. La ley debe hacer el resto. Hay que evitar la tentación de pretender que la Constitución diga todo, pues un error tiene implicaciones profundas y es difícil de corregir. Segundo, el diseño de una institución no ocurre en abstracto, sino que es una variable dependiente de su mandato y funciones. Así, muchas de las características del eventual diseño del órgano anticorrupción (por ejemplo su integración y facultades) deben ser la consecuencia lógica del acuerdo sobre su mandato, y no al revés.
De este modo, la primera decisión crucial (y que definirá las siguientes decisiones) atañe al mandato del organismo anticorrupción. Típicamente, las agencias anticorrupción pueden educar sobre, prevenir, investigar o sancionar la corrupción. Educar implica acercarse a la comunidad y a los servidores públicos para modificar los valores y comportamientos y hacer de la corrupción una conducta inaceptable y reprobable. Significa construir un cambio cultural de largo aliento. La prevención es la capacidad de intervenir en las organizaciones, sus reglas y procedimientos para establecer condiciones de operación que prevengan y desincentiven los actos de corrupción. Implica entonces dotar al órgano de facultades suficientes para revisar, modificar, supervisar y evaluar cambios en las rutinas y procedimientos burocráticos y en los modelos de organización. La sanción conlleva la capacidad para realizar investigación e inteligencia, y la posibilidad de transformar los resultados de esas acciones en procedimientos administrativos o penales efectivos que cumplan con el debido proceso. Resulta obvio que las facultades y, sobre todo, las capacidades institucionales que se requieren para llevar a cabo cada una de estas acciones son distintas y tienen consecuencias diversas.
Junto con lo anterior, es crítico reconocer que el concepto de corrupción es jurídicamente escurridizo. Por ejemplo, no toda responsabilidad administrativa es necesariamente un acto de corrupción. Tampoco existe un tipo penal que agote los posibles contenidos del concepto de corrupción. Existe un conjunto de delitos que incluyen diferentes aspectos de la corrupción (por ejemplo el peculado, el abuso de autoridad) pero el fenómeno es mucho más amplio. El problema resulta aún más complejo si consideramos la arquitectura federal del Estado mexicano, que examinaremos adelante.
El ejercicio de las facultades sancionatorias está vinculado a lo anterior. En materia penal, se ha puesto sobre la mesa la posibilidad de otorgar a la Comisión el ejercicio de la acción penal, lo que implicaría romper el monopolio que sobre su ejercicio tiene hasta hoy el Ministerio Público. Así, se crearía el órgano anticorrupción como una fiscalía especializada pero independiente de la pgr. La pregunta es qué condiciones y competencias tendría que tener el diseño de este organismo para poder efectivamente subsanar las deficiencias en la investigación y persecución de los delitos que hasta ahora ha caracterizado a la materia. Además, este mandato sesgaría irremediablemente su acción pues el acento estaría en la función persecutoria y sancionatoria, con los límites que sabemos que tiene esta estrategia para incidir de manera efectiva y profunda en erradicar la corrupción. El éxito de la comisión anticorrupción se mediría por el número de personas condenadas en un proceso penal y no por otro tipo de acciones. Esta es una ruta de alto riesgo.
Un segundo punto de decisión es el ámbito competencial del órgano. El sistema federal reconoce por un lado facultades de las entidades federativas y por otro de la federación. En sentido estricto, no existe una competencia nacional y por ello un órgano como el propuesto debe decantarse entre las diferentes posibilidades de articular las competencias estatales y federales. En principio, el órgano anticorrupción podría constituirse como un órgano federal con competencia sobre el resto de los poderes federales, incluidos los otros organismos autónomos, y con una competencia residual respecto de asuntos estatales que tengan un componente federal (por ejemplo el ejercicio de recursos federales). Esta alternativa plantea algunos problemas de articulación con las competencias constitucionales de otros órganos federales, muy especialmente el Consejo de la Judicatura Federal y el Instituto Federal Electoral. La segunda alternativa para resolver el problema competencial es federalizar toda la materia de corrupción. La tercera alternativa consiste en establecer organismos equivalentes en cada una de las entidades federativas. Este modelo se ha utilizado ya en otras materias (electoral, derechos humanos, transparencia) y ha probado tener tanto ventajas como problemas, especialmente de homologación de los criterios sustantivos, de diseño institucional, costo, operación y coordinación.
Una tercera decisión crucial tiene que ver con la integración —colegiada o unipersonal— de la comisión. Por alguna razón, se asume que los órganos colegiados son mejores que los unipersonales y que su integración “ciudadana” les otorga cierta superioridad. Ambos supuestos son falsos. Los órganos colegiados sirven cuando el mandato de la institución implica procesos deliberativos complejos que suelen resolverse en forma de juicio. Sin embargo, la colegiación es poco útil cuando se trata de diseñar y ejecutar una política pública. Tampoco es idónea cuando se realiza investigación y se quiere determinar el ejercicio de la acción sancionatoria del Estado. Por otro lado, los órganos colegiados suelen requerir de profesionales expertos con amplia trayectoria, experiencia e independencia de juicio. La lucha contra la corrupción no se resuelve con buena voluntad, sino con conocimiento experto capaz de entender y desarmar las complejas redes de intereses y artimañas procesales, contables o administrativas con las que suelen cubrirse los actos de corrupción.
Finalmente, una cuarta decisión (o conjunto de decisiones) se desprende de la articulación entre la agencia anticorrupción y el resto de instituciones complementarias. La agencia anticorrupción actuará en un entorno institucional específico. Por ello resulta crucial considerar en su diseño la articulación de su acción, tanto en las “entradas” como en las “salidas”. En cuanto a las primeras, es fundamental que se considere la manera en que se conectarán con las unidades de auditoría y control interno de cada poder, los órganos autónomos y en particular la Auditoría Superior de la Federación. En cuanto a las salidas, un buen diseño requiere que se considere cuáles serán los mecanismos de control judicial sobre las decisiones del órgano anticorrupción y, en su caso, cómo vincularlas con el ejercicio de la acción penal, considerando además el contexto de cambio a un sistema acusatorio.
Reflexiones finales
En la discusión sobre una agencia anticorrupción, debe quedar claro que un organismo de este tipo es una parte de un conjunto de leyes, instituciones y procedimientos en materia de combate a la corrupción y, en una perspectiva más amplia, de rendición de cuentas. Cuando se hace alusión a la efectividad de este órgano en concreto, debe comprenderse que en realidad opera en un entorno específico. El debate actual sobre el diseño de un organismo anticorrupción no puede desprenderse de este hecho. La aprobación de una reforma constitucional, la construcción de un órgano autónomo y la dotación de recursos materiales y humanos no producirán, por generación espontánea, capacidades de investigación entre sus funcionarios, ministerios públicos apegados a la ley y respetuosos de los procedimientos. Tampoco modificarán las actitudes sociales (bastante permisivas) ante la corrupción, ni generarán el respaldo político necesario para que un órgano constitucional autónomo cuente con el margen de maniobra, la legitimidad social y la capacidad de satisfacer las enormes expectativas que sin duda despertará.
Más allá de las decisiones sobre los atributos del diseño, será necesario hacer explícita una discusión sobre el diseño del régimen de responsabilidades. Si la creación de una agencia anticorrupción es el primer paso en la articulación de normas y procedimientos que definan con claridad las responsabilidades de los funcionarios públicos, los mecanismos para su control y seguimiento y la edificación de una nueva institucionalidad para el control y la auditoría interna, entonces puede ser el augurio de un mejor régimen de rendición de cuentas y del fin de la impunidad. Lo deseable sería que la reforma legal fuera un eslabón de un nuevo “equilibrio” en el que la corrupción deja de ser el comportamiento esperado gracias a buenos instrumentos para su detección y sanción pero, sobre todo, a mecanismos eficaces para la prevención.
1 David Arellano ha propuesto en una obra reciente que en México la corrupción puede ser vista como un sistema de múltiples equilibrios que le permiten, como sistema, ser constante y rutinario y estar imbricado en las prácticas comunes y cotidianas de muchos actores gubernamentales, políticos, privados, empresariales, aun familiares. Véase David Arellano (coord.), ¿Podemos reducir la corrupción en México? Límites y posibilidades de los instrumentos a nuestro alcance, CIDE, México, 2012, pp. 10 y ss.
2 Existen varios índices y mediciones sobre la corrupción. Quizás el más conocido es el de Índice de Percepción de la Corrupción que año con año desarrolla Transparencia Internacional. En la edición 2012 de este índice, México obtuvo 34 puntos (en una escala de 0 —altos niveles— a 100 —bajos niveles— de corrupción), lo que lo ubica en la posición 105 de 176 países. México ha obtenido sistemáticamente en esta medición una calificación que lo ubica entre los países con alta percepción de corrupción. Véase .
3 Recordemos, entre otros muchos, el caso de Walmart.
4 Las iniciativas y otra información relevante pueden ser consultadas en la página del Senado de la República: .
5 Patrick Meagher, “Anti-Corruption Agencies: A Review of Experience”, The IRIS Discussion Papers on Institutions and Development, 2004.
6 OECD, Specialised Anti-Corruption Institutions. Review of Models, OCDE, París, 2008. Véase también Luís De Sousa, “Anti-Corruption Agencies: Between Empowerment and Irrelevance”, Crime, Law and Social Change 53.1 (2010): 5-22.
7 Alina Mungiu-Pippidi, Contextual Choices in Fighting Corruption: Lessons Learned, Norwegian Agency for Development Cooperation, Oslo, 2011. Véase también Luís De Sousa, “Anti-Corruption Agencies: Between Empowerment and Irrelevance”, Crime, Law and Social Change 53.1 (2010): 5-22.
8 Alina Mungiu-Pippidi, óp. cit., p. 62.
9 Agnes Batory, “Why Do Anti-Corruption Laws Fail in Central Eastern Europe? A Target Compliance Perspective”, Regulation & Governance (2012).
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GUILLERMO CEJUDO y SERGIO LÓPEZ AYLLÓN son profesores-investigadores del CIDE.