Mi padre me cargaba en brazos, como lo hacía todos los fines de semana, en el patio central de la Plaza de Coyoacán. Pregunté, supongo que reaccionando a algunas oídas, qué era lo que pasaba en Rusia. “El muro se está cayendo”, fue lo que me respondió desprovisto de contextos, supongo un poco más para sí mismo que para mí. Tenía entonces 5 años.
Poco tiempo después, veía emocionado en la televisión un partido de los Knicks de Nueva York cuando que fue interrumpido por la imagen de algún noticiero, en donde se avisaba de urgencia que Luis Donaldo Colosio, candidato del Revolucionario Institucional a la Presidencia de México, había sido abatido a balazos en una plaza de Tijuana.
Meses antes había compartido con una prima la emoción de estar enterado de todos y cada uno de los detalles de la muerte de Mario Moreno, conocido en las pantallas de plata del mundo como Cantinflas. Íbamos adquiriendo consciencia de la novedad y la trascendencia. Supimos del priato como una colindancia accidental de la niñez, un apunte incuestionable e insignificante de cuando importaban más los imaginarios caseros y las pantallas de videojuegos.
Se intuía desde entonces la importancia del régimen y su ritual, la solemne vehemencia hacia lo presidencial y el cuidado tejido de influencias y favores que armaba como la materialización de un subconsciente colectivo, una cúpula de poder que ha cambiado de rostros, pero no de estructuras. En esos años las notas eran extraordinariamente oscuras: un monstruo comía los rebaños, morían el candidato y el cuñado del presidente, se disparaba una revolución, nunca nos había azotado una crisis de tal envergadura, por vez primera pisábamos las fronteras comerciales con libertad y el narcotráfico y los secuestros se asomaban como los nuevos terrores de lo público. No entendíamos todo del todo.
Entonces vino el triunfo de Fox y, junto con él, un poco de mayor consciencia: la pubertad coincidía con la salida del PRI de Los Pinos, y el saber, con cierta intuición y savanti, que nuestra edad adulta llegaría con una realidad política completamente distinta.
Nunca pensé, porque no sé si uno piensa esas cosas tan joven, que los ataques del 11 de septiembre llegarían a marcar el inicio de un siglo, como aquello de Francisco Fernando de Austria o los desenlaces de la Revolución Francesa.
Al gobierno de Felipe Calderón lo recibí, traté de hacerlo, asumiendo todas sus complejidades. Traté de pensarlo como una tarea cabal, si acaso desordenada y mal ejecutada, pero cuyos orígenes se encontraban en un gesto indudable por el bien común o la buena labor de legitimación política. Lo considero, a pesar de ser redundante, uno de los sexenios más complejos y claroscuros en la historia moderna de nuestro país.
Hace unos días se dio la notificación de que Elba Esther Gordillo había sido aprendida por alguna razón legal que todos sabíamos existía desde hace años. La sospecha común apunta a Joaquín Hernández Galicia, mejor conocido como “La Quina”. No recuerdo el “Quinazo”. Tenía dos años, sí, pero no lo recuerdo nombrado ni trascendente para ninguno de los episodios de la cosa política que sí recuerdo con relativa claridad. Quizá no haya importado, más allá del gesto político; quizá haya sido cosa impensable para todos aquellos que recuerdan cosas más añejas que las mías y de ahí su sorpresa. Pero, y creo que hablo sin quererlo a nombre de aquellos parte de mi generación, Hernández Galicia no es nadie, ni es nada para mí.
Trascendencias, memorias, impacto y consciencia. De aquellos cuatro elementos es de los que se arma la Historia.
Lo que es cierto es que el sexenio de Enrique Peña Nieto ha comenzado.