Sigmund Freud escribió a Arthur Schnitzler que en las novelas de este había un conocimiento psicológico nacido de la introspección que a él mismo le había costado mucho alcanzar mediante el trabajo con sus pacientes. Freud reflejaba así —o inauguraba— la creencia de que el escritor, el artista, trabajando con sus intuiciones, accede a capas profundas del subconsciente, y que llevaría al escritor alemán Arno Schmidt a decir que prefería que la complejidad del comportamiento humano se la explicasen los poetas. Y Anaïs Nin, que pasó mucho tiempo en el diván del psicoanalista y más tarde ejerció como tal, escribió que solo en la fiebre creativa se podía recuperar la propia vida pasada.
En el caso de Schnitzler y Nin la estrecha relación entre literatura y psicología es deliberada: el primero encarnó en sus personajes buena parte de las teorías de Freud sobre la sexualidad y sobre los sueños, y Nin usó su propio psicoanálisis para transformar su escritura. Otros muchos escritores, sin embargo, sencillamente absorbieron el espíritu del último tercio del siglo XIX y la primera mitad del XX—la época dorada de la psicología experimental y del psicoanálisis— y pusieron la psicología en el centro de su labor literaria. En 1925 Ortega y Gasset, en Ideas sobre la novela, había llegado a la conclusión de que la trama era cosa del pasado; si la novela quería sobrevivir debía volcarse en la creación de atmósferas y en la psicología de los personajes.
Pero esas generaciones de escritores no se centraron solo en la descripción del carácter y en la construcción de personajes profundos —¡eso ya lo hacía Eurípides!—: en el siglo XX la popularización de las teorías psicoanalíticas hace que también se transformen los temas y la manera de narrar: por poner solo un ejemplo, el desarrollo que el monólogo interior experimenta desde Joyce y Proust es casi impensable sin la asimilación de las teorías sobre el inconsciente, la libre asociación, la presencia del pasado en nuestro presente, la estrecha ligazón entre lo racional y lo irracional, la relación entre memoria y afectos.
Hoy las cosas han cambiado. El psicoanálisis como ciencia moderna que transformaba de manera radical la percepción del ser humano ha sido suplantado en el interés de los escritores por la neurociencia y las realidades virtuales. Pero el desprestigio de la psicología viene de mucho antes de la popularización de estos temas. Borges hablaba hace décadas de la psicología como la “triste mitología de estos tiempos”, y Nathalie Sarraute afirmaba que cualquier autor que se respete, al escuchar la palabra psicología, no puede más que desviar la mirada y sonrojarse. De Raymond Chandler a Isabel Allende, pasando por Nabokov o Fernando Savater, son incontables los autores que, durante la segunda mitad del siglo XX, reflejaron el desprestigio del enfoque psicológico para interpretar la obra literaria y a su autor.
Una razón puede encontrarse en que el personaje como eje de la novela había perdido vigor. Desde la crítica del nouveau roman a la concepción tradicional del personaje, la literatura se alejaba de ese residuo de la novela burguesa e individualista, y también renunciaba progresivamente a que la novela fuese un instrumento de interpretación de la realidad. Según el padre del nouveau roman, Alain Robbe-Grillet, la literatura solo podía describir, no explicar. Es lógico que entonces el personaje, el médium que nos ponía en contacto con la realidad escondida de las cosas, fuera asumiendo un papel cada vez más secundario. El lector ya no necesitaba que el protagonista interpretase el mundo para él; el mundo era plano, un texto como cualquier otro, arbitrario, carente de sentido o finalidad y desde luego ambiguo. ¿Para qué necesitamos entonces la psicología? Hoy, con algunas excepciones como El teatro de Sabbath de Philip Roth, apenas se producen personajes memorables de la talla de un Raskolnikov o una Emma Bovary; de las novelas recordamos sobre todo escenas, atmósferas, felices relaciones entre ideas, lugares, momentos, ingeniosos juegos metaliterarios. Los personajes de Roberto Bolaño nos dejan fríos, también los de Foster Wallace, o los de Paul Auster; más que los altibajos emocionales o los recovecos de la personalidad de esos seres inventados nos interesan las construcciones intelectuales de sus creadores. Por supuesto, el personaje —tan difícil de matar como Dios, la ópera, el teatro y la misma novela, cuya defunción se certifica de cuando en cuando y una y otra vez vuelven a levantar la cabeza— reaparece y da lugar a novelas apreciables, como el Lee Harvey Oswald que recrea DeLillo en Libra, pero desde luego no es el elemento que define la novela moderna, como sí lo fue durante buena parte del siglo XIX.
Y sin embargo es posible que el aborrecimiento de muchos autores hacia la psicología no tenga que ver con razones literarias, con las nuevas modas y las ideas dominantes en nuestra sociedad, sino también con algo más personal. El entusiasmo de los escritores por la psicología trajo consigo un efecto inevitable y probablemente indeseado: la interpretación psicológica de la obra. Si el escritor usaba su propia experiencia, sus sentimientos, la exploración del inconsciente para escribir, entonces la obra podría leerse también como una acumulación de síntomas, un mapa de los traumas, deseos ocultos, proyecciones, fantasmas que el escritor saca de sí durante la escritura. Escribir es para muchos una forma de terapia o un sustituto de esta. Coetzee lo afirma indirectamente en Juventud: “El propósito de la terapia es hacer feliz. ¿Y para qué? La gente feliz no es interesante. Mejor aceptar la carga de la infelicidad e intentar convertirla en algo valioso: poesía, música, pintura”. Si es así, la historia mental y emocional del escritor cristalizará necesariamente en la obra. Los escritores sospechamos que nos encontramos agazapados detrás de nuestras historias, por poco “psicológicas” que sean estas, que presentan en clave precisamente lo que más nos gustaría esconder de nosotros mismos, aquello que narramos para librarnos de su agobio pero confiando en que los demás no reconozcan. Por eso, al leer lo escrito muchos años atrás solemos experimentar un sentimiento de embarazo; no porque esté mejor o peor escrito, sino porque esos renglones son una revelación de lo que éramos.
Así, el análisis psicológico de lo que escribimos priva al arte de la poca aura que le queda, mostrando que no responde tanto a un inasible e indefinible genio creador sino a una determinada estructura psicológica y a unas experiencias que a menudo preferiríamos no divulgar. Quizá, cuando Vladimir Nabokov calificaba de estupidez los estudios freudianos de La metamorfosis de Kafka, estaba defendiéndose indirectamente de quienes buscaban en Lolita huellas de las obsesiones de su autor. Porque la literatura no refleja al público, como suponía Wilde, sino sobre todo al escritor; y luego el público se reconocerá o no en esa imagen borrosa. ~
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JOSÉ OVEJERO (Madrid, 1958) es colaborador habitual de diversos periódicos y revistas europeos. Entre sus novelas se cuentan Un mal año para Miki, Huir de Palermo, Las vidas ajenas, La comedia salvaje y Escritores delincuentes, la más reciente. Es autor, además, de poesía, ensayo, cuento y crónica de viaje. Ha recibido los premios Ciudad de Irún, Grandes Viajeros, Primavera de novela y Villa de Madrid “Ramón Gómez de la Serna” .
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