Los escritores no viven una vida, sino dos: la que viven y la que escriben. Así opinaba Anaïs Nin, y es algo que hemos oído cientos de veces en diversas variaciones. Los propios escritores solemos reproducir esa opinión, atribuyendo a la experiencia creativa una intensidad que compite ventajosamente con la del mundo real. Hay una cierta dosis de exageración, y de romanticismo, en esa manera de entender la escritura: el artista que, en virtud de su genio, accede a experiencias más intensas que las de los demás mortales. Si llevamos esta idea al extremo, la propia vida acaba convirtiéndose en mero pretexto para la construcción de vidas imaginarias. La escritura sería entonces un lugar en el cual dar rienda suelta a todas las energías, a todas las ansias que no caben en la vida cotidiana por desenfrenada que esta sea. Como al escritor no le basta una vida, tiene que inventar otras.
Esa es una posibilidad.
Supongamos otra menos halagadora, pero que encaja mejor con la mayoría de los escritores que conozco. Es posible que al escritor no le falte espacio para vivir sus pulsiones, sino que le sobre: como no se atreve a vivir intensamente su vida, inventa otras como sustitutos, igual que el fóbico inventa miedos a arañas o ascensores para no enfrentarse a sus miedos reales. La escritura se volvería entonces expresión de una cobardía, un aparato ortopédico que nos permite llevar una vida casi normal. Tímido, o incapaz de comunicar con quienes le rodean, o lleno de complejos, o sencillamente atorado en una existencia anodina, el escritor inventa chivos expiatorios, personajes que cargan con el peso de su alma, o crea personajes a los que le gustaría parecerse, cuyas experiencias quisiera vivir. A menudo se dice que tal personaje es el álter ego de tal escritor, pero suele tratarse de un alter ego idealizado, mucho más interesante que la persona que lo creó.
Hay autores que no consideran la escritura una forma de creación de sucursales de una vida desbordante, sino como una manera de acercarse a las propias deficiencias y exponerlas —aunque sea de forma idealizada. Pero yo diría que, salvo unos pocos casos de catarsis obtenida mediante la escritura, esta no cura al escritor de nada, más bien, le sirve de válvula de escape, elimina la presión emocional, de forma que pueda seguir viviendo sin cambiar ni crecer. Son pocos los que, como Urs Widmer, prefieren la felicidad al arte:
Me prometí que, cuando fuese mayor, me ocuparía de que mi vida fuese buena, no mis libros. ¿Qué es un libro comparado con una vida? Qué aborrecibles me resultan los escritores que viven solo para escribir sus libros. Viven al acecho y consideran la vida mero material literario… Por el contrario, mi utopía durante mucho tiempo fue que el arte resultaría superfluo porque la vida sería por fin feliz.
Sin embargo, Widmer se convirtió en escritor.
Lo interesante, por paradójico, es que al escribir decimos y ocultamos a un tiempo quiénes somos. La literatura del “yo” oculta más de lo que pretende; la escritura del “otro” revela más de lo que su autor desea. Ese juego de revelación y ocultación aparentemente exige un lector al que revelamos algo. Entonces, ¿para quién escribimos?
Hay escritores que utilizan la escritura como blog, y ya lo hacían antes de que el blog existiese. Lo que desean es ser escuchados: poder decir lo que piensan sobre la vida, sobre los demás, sobre sí mismos y suponer que hay alguien ahí afuera —alguien no: cientos, miles, millones— para quien esas palabras son importantes.
El segundo tipo de escritores no está interesado en la comunicación: ellos no quieren contar algo a los demás, sino a sí mismos. Hay un tema que les preocupa y desean pensarlo con claridad; pero la mente es desordenada, salta de un lugar a otro, establece conexiones frágiles, dudosas; así que, para poder pensar, escriben. Escribir es pensar en serio; escribimos para saber lo que de verdad pensamos. Hasta entonces no tenemos ideas, sino intuiciones; al escribir comprobamos si eran o no atinadas. Precisamente, la dificultad de escribir es que partimos de muchas ideas anticuadas; escribiéndolas nos vamos dando cuenta de que ya no creemos en ellas, y elaboramos una nueva forma de pensar. Así, la escritura permite poner en tela de juicio lo que creíamos saber sin haberlo reflexionado a fondo.
Ahora bien, yo no diría que un escritor entiende más después de haber escrito, no de una manera consciente. Pero sí obtiene la tranquilidad pasajera que concede haber dado una forma concreta a las emociones e ideas que lo atosigan. Quizá no sabemos más de lo que pasa en el mundo o en nosotros mismos, pero sabemos más de lo que sucede en el mundo que acabamos de crear, comprendemos a nuestros personajes, y confiamos en que eso, aunque de una manera difusa, si escribimos en serio, nos ayude a entender otras cosas en el futuro. (La lectura, por cierto, tiene una función similar.)
Porque, y con ello retomo un hilo que había dejado suelto más atrás, aunque decía antes que escribir puede ser una forma de concretar en una actividad el miedo a vivir, y de crear un mundo paralelo con una vida más interesante, la escritura, una paradoja más, nos pone en mayor contacto con la vida. Por mucho que nos refugiemos en la fantasía de lo escrito, al hacerlo, para crear personajes coherentes, sólidos, solo tenemos el material que nos dan nuestros recuerdos y nuestra empatía, y también esa empatía se nutre de nuestras propias emociones: alguien que no haya sufrido no podría retratar el dolor de un personaje; si yo escribo lo que siente un asesino es porque yo he hecho daño y he deseado hacerlo; la diferencia es de cantidad, no de calidad. Así que al extraer a los personajes de nuestra fantasía, ahondamos sin darnos cuenta en nosotros mismos.
Y al final de toda esta disquisición llegamos a una obviedad: aunque escribamos para olvidar —lo que no somos y lo que de verdad somos, lo que no conseguimos hacer, lo que nos da miedo—, nuestro texto nos lo recuerda constantemente. Es posible que escribamos para evadirnos, pero al escribir nos vemos obligados a la introspección.
Y eso puede resultar frustrante, porque el escritor con frecuencia lo que quiere es pertenecer al mundo que crea, no ser devuelto una y otra vez a la vida auténtica; como el adolescente que, inseguro de su identidad, exagera los rasgos de esta, también el escritor hincha la existencia mediante la ficción y así, al mirarse en el espejo, no se ve solo a sí mismo: sus ficciones se han convertido en sus atributos.
“Emma Bovary soy yo”, dicen que dijo Flaubert (aunque nunca encontré la cita). La identificación con los propios personajes es a la vez deseo y maldición, porque por un lado queremos vivir en ellos, pero por otro nos irrita que revelen lo que somos. Aunque mientras los estamos escribiendo, antes de entregarlos al ojo inquisitivo del lector, nos alivian del temible aburrimiento de ser, un día y otro día y otro día, nada más que nosotros mismos.
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JOSÉ OVEJERO (Madrid, 1958) es colaborador habitual de diversos periódicos y revistas europeos. Entre sus novelas se cuentan Un mal año para Miki, Huir de Palermo, Las vidas ajenas, La comedia salvaje y Escritores delincuentes, la más reciente. Además, es autor de poesía, ensayo, cuento y crónica de viaje. Ha recibido los premios Ciudad de Irún, Grandes Viajeros, Primavera de novela y Villa de Madrid “Ramón Gómez de la Serna”.