“Corren tiempos en los que parecería lógico que cada escritor escribiera su novela de la crisis. Porque algunos silencios o algunas tangentes resultan perturbadores. No es obligatorio escribir sobre las crisis, aunque resulta casi imposible no hacerlo”. Así comienza un artículo de la escritora española Marta Sanz. Y aunque la crisis en España parece haberse convertido más en un nuevo sistema que en un fenómeno pasajero, no, no es obligatorio escribir sobre ella si eres un escritor español de esta época. Igual que no era obligatorio escribir sobre las dictaduras argentina o chilena, sobre la revolución sandinista y sobre tantos otros temas con una repercusión tan honda —y con una secuela de injusticias tan aberrante— que parece imposible que un escritor de aquellos tiempos pudiera mantener su literatura al margen. No es obligatorio, pero si no lo haces te vuelves inmediatamente sospechoso de complacencia con la injusticia, de indiferencia ante el dolor, de tener miedo a implicarte, a mancharte las manos.
“Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”. La famosa entrada del diario de Kafka, que hoy nos hace gracia por esa mezcla casi imposible entre la banalidad de lo privado y lo significativo de lo público, sería hoy utilizada como testimonio de cargo contra cualquier escritor que se atreviera así a mostrar su indiferencia por la suerte de la humanidad o, sencillamente, decir que hay otros temas que le preocupan más. Ya lo dijo Husak, el presidente prosoviético de Checoslovaquia: se empieza por Kafka y se acaba por la contrarrevolución.
¿O eso no es verdad? ¿Pudiera ser que Kafka fuera mucho más revolucionario que los aplicados amanuenses del realismo socialista? ¿La literatura debe estar comprometida con la resolución y denuncia de los problemas de su tiempo o basta con que sea una literatura comprometida con un ser humano intemporal? Habrá quien diga que ni una cosa ni otra, pues la literatura no es una tarea moral y por tanto solo tiene la obligación de ser buena, o, como opinaba Ezra Pound, el esmero es el único compromiso del escritor. Y a estos últimos parece defender una frase de Antonio Gramsci, a quien no se podrá criticar por falta de interés en los problemas de su tiempo: “Si el arte educa lo hace en tanto que arte y no en tanto que arte educativo, pues si es educativo deja de ser arte, y un arte que se niega a sí mismo no puede educar a nadie”.
Esta afirmación parece ir contra la idea de una literatura con mensaje, es decir, con un objetivo que vaya más allá de lo puramente artístico. El teórico comunista reniega, entonces, de una literatura al servicio del partido, de los intelectuales como vanguardia del proletariado. El arte sería así autónomo frente a cualquier exigencia de la sociedad —noción que se desarrolla en el siglo XIX y aún perdura en nuestros días, como describió Bourdieu en Las reglas del arte. Pero eso no significa que un arte autónomo sea inoperante, es decir, que no transforme a quien lo consume.
Susan Sontag, en Contra la interpretación, lo explica así:
Entonces parece que nuestra respuesta al arte es “moral” en la medida en la que es, precisamente, la vivificación de nuestra sensibilidad y nuestra conciencia. Pues es la sensibilidad la que nutre nuestra capacidad de elección moral e impulsa nuestra disposición a actuar […]. El arte realiza esta tarea “moral” debido a las características intrínsecas a la experiencia estética: neutralidad, contemplación, atención, el despertar de los sentimientos.
Es decir, aunque la literatura no tenga una función pedagógica o política, aunque no se trate de una literatura comprometida con ideas o propuestas de acción concretas, nos enseña y nos cambia, y además nos empuja a la acción, precisamente porque despierta nuestra sensibilidad y anima nuestra capacidad de juicio. Cosas que solo consigue la buena literatura. Así, no hay literatura pedagógica y literatura que no lo es: hay mala literatura que no conlleva “neutralidad, contemplación, atención, el despertar de los sentimientos”, sino que se mueve en el ámbito de lo banal. Y la buena literatura que, lo quiera o no, es moral.
Se podría llegar a la conclusión, apresurada, de que lo mejor que puede hacer el escritor preocupado por las cuestiones sociales y políticas de su tiempo es huir de la tentación de cargar su literatura de buenas intenciones y empeñarse en la lenta tarea de contribuir con sus obras a la mejora de la sensibilidad de sus lectores. Solo así el artista estaría al servicio de la sociedad, y no sometiendo sus habilidades al dictado de fines extraliterarios que, además, a menudo se revelan como equivocados: no son pocos los escritores que se arrepintieron de haber escrito en defensa de tal o cual ideología, de tal o cual gobierno.
Sin embargo, el escritor puede considerar que merece la pena el riesgo de escribir una obra de baja calidad pero que resulte útil políticamente en un momento dado, sustituir la literatura por el panfleto. Pues la educación de la sensibilidad de la sociedad es un trabajo lento y a veces hay cuestiones urgentes por la cuales luchar con los medios que uno tiene: tomar partido, en la crisis, bajo las dictaduras, en situaciones de injusticias flagrantes. No solo tomarlo desde los artículos de opinión o mediante la defensa pública de determinadas posturas sino usar el libro como herramienta para otros fines.
Es verdad que, una vez pasada la vigencia de su mensaje, la literatura comprometida suele quedarse desfasada, se le ven los hilos, los personajes revelan con el tiempo su condición de marionetas. Y que a menudo esa literatura militante no pasa de ser una forma de oportunismo al aprovecharse del interés de una sociedad por un tema para venderle un producto perecedero. Pero lo mismo se podría decir de cualquier literatura que siga una moda o tendencia. Es obvio también que el arte comprometido puede caer en la banalidad y en la excesiva connivencia con poderes que otorgan medallas, prebendas, prestigio. Pero también los poetas puros corren ese riesgo y no se debe desdeñar la idea de que todo arte es político, porque escribir sobre la belleza bajo una dictadura puede entenderse como forma de aquiescencia —y ser premiado por las dictaduras.
No hay escapatoria. La política, la ideología y la fe invaden la literatura, incluso aquella que las niega. Tendencias contemporáneas que rechazan incluso el significado de la propia obra y la convierten en puro experimento estético o en juego inteligente acatan las exigencias de un capitalismo que pretende despolitizar a sus ciudadanos, convenciéndolos de que no hay política sino economía, de que las transformaciones sociales no las traerán el arte ni la ideología sino que serán preparadas en hojas de cálculo.
Sin embargo, ingenua o no, la literatura comprometida plantea una pregunta interesante. Aceptando que a menudo el compromiso reduce la calidad de las obras, incluso que, convertidos en altavoces de ciertas ideas, los personajes tienden a perder profundidad, se vuelven simples; aceptando también que a menudo el mensaje del autor no sirve como revulsivo sino que tranquiliza las conciencias de los lectores sin empujarlos a la acción. Es decir, reconociendo todas estas limitaciones y otras muchas, ¿por qué se va a criticar a quien pretende que sus obras tengan una función extraliteraria, a quien renuncia al Parnaso con el fin de mejorar el presente? ¿Dónde está escrito que el arte sea más importante que la acción política? ~
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JOSÉ OVEJERO (Madrid, 1958) es colaborador habitual de diversos periódicos y revistas europeos. Entre sus novelas se cuentan Un mal año para Miki, Huir de Palermo, Las vidas ajenas, La comedia salvaje y Escritores delincuentes. Es autor, además, de poesía, ensayo, cuento y crónica de viaje. Ha recibido los premios Ciudad de Irún, Grandes Viajeros, Primavera de novela, Villa de Madrid “Ramón Gómez de la Serna” y, recientemente, el de Novela Alfaguara 2013 por La invención del amor. <www.ovejero.info>.