La obra de Antoine D’Agata trata de cuerpos humanos que se retuercen. Con la profundidad, y todas las implicaciones, que el retorcerse conlleva: retorcerse del cuerpo porque el dolor, o el placer, son demasiados y están a punto de destruir; retorcer los límites con los que una persona puede trascender lo humanamente moral, lo humanamente decente; retorcer a la mente y lo que concibe de la muerte, la violencia y lo meramente decadente. La obra de D’Agata es una experiencia de nuestros propios límites.
Se disfraza como un fotógrafo editorial, como un archivista de sus tiempos, pero nadie se engaña: por más que muchas de sus imágenes retraten un momento particular de la historia, la suya es una obra fundamentalmente personal: sea con prostitutas del Sudeste asiático, drogadictos continentales o albergues en destrucción, la rúbrica de D’Agata es evidente y uno supone responde a sus deseos, y a sus terrores, más íntimos.
Aunque quizá sea más asunto de sus terrores, o del terror que es su realidad.
Porque en la fotografía del español no hay espacios de luz que nos regalen respiro. No existen movimientos claros, o poses fijas, que nos aclaren los panoramas. No se integran ni se separan vivos de muertos, mujeres de hombres, jóvenes de viejos o asiáticos de latinoamericanos. Lo que hay son hoteles abandonados, mujeres cogidas hasta la violencia, sufriendo, cuerpos amorfos, drogas, desolación, muerte, olores fétidos, dolor y encierro.
Hasta en sus paisajes encontramos una angustia claustrofóbica que no se borra ni con su probable viento ni con la calma de un prado. No hay concesiones, ni debe de haberlas; en una operación tan redonda como la de D’Agata, una sola falla sería fatal para su obra en conjunto: de sus imágenes nadie puede salir vivo.
Como en aquella serie en donde una mujer o un niño rapado se inyectan para después ser víctimas de alguna violenta actividad sexual, misma que produjo imágenes de cuerpos borrosos y sexuados e indistinguibles en esa cama roja que parece una tumba, una tumba caliente y texturizada de la que nadie escapa. El que violenta a la muchacha y al niño es el propio fotógrafo.
Porque D’Agata, a diferencia de la idea clásica del fotógrafo, no es un voyeur. Más bien, somos nosotros los que estamos espiando su vida, que parece tan improbable que asumimos que él es una suerte de sacrificio humano para que nosotros conozcamos la tragedia del mundo. Y no es una tragedia metafórica, ni material – aludimos ya a que lo suyo es la miseria, el mundo olvidado, el mundo pobre, el mundo mutilado y marginado.
En este contexto D’Agata se salva también de ser un “poeta maldito”, un enfant terrible que utiliza sus joyas de rebeldia como su principal herramienta de venta: aunque aparezca, no aparece en sus fotos. Nunca se distingue su rostro ni su cuerpo, y su humanidad (que es lo único que entendemos) es la Humanidad de todos nosotros; más que un fotógrafo, un voyeur, un marginado, es un emisario.
De ahí que lo grotesco no sea D’Agata, sino su obra. Un impuro y un desgraciado que en ningún momento denigra el ser impuro o desgraciado. Lo vive. Lo asume. No se regodea, porque tampoco es la idea; regodearse en la miseria y en su propia decadencia es asunto de adolescentes rebeldes que en realidad no entienden la tragedia. D’Agata es la tragedia, y su obra es su retrato.
Ahí nos encontramos con verdadera bondad: bondadoso el que puede asumirse como parte del otro (la calva violada, el junkie, el desplazado) sin pedirle nada a cambio más que compartir su otredad. Fundirse, como se funde D’Agata, en los cuerpos. Que suden juntos. Y que juntos sufran y necesiten escapar.
No ha existido en la historia de la fotografía alguien con tanta ferocidad y entrega. Si el fotógrafo es un espía de las realidades ajenas, D’Agata es todo menos un fotógrafo: él existe en los más profundos de nuestros rincones.