The provinces of his body revolted.
W.H. Auden
I have never understood them —he said. Those two creatures I see everywhere, stumping along the ground, first one and then the other. I have never been content with the current explanation that they were my feet.
G.K. Chesterton
También le pasa a los animales. Es lo que le sucede a los perros cuando persiguen su propia cola. Es lo que sienten los bebés cuando juegan con sus pies, explorándolos, conociéndolos. Poco a poco lo vamos perdiendo. Nos vemos en el espejo y nunca dudamos quién es el que nos mira de vuelta. Nos acostumbramos a esos dos seres que nos siguen a todas partes, como nos habituamos también a esa silueta obscura que a veces nos persigue por el suelo. Sin embargo, una pausa es suficiente para considerarlos, sorprendernos de nuevo y nunca más verlos de la misma forma. Los pies son un par de monstruos.
¿Qué hay en los híbridos que nos aterra tanto? Todos los monstruos son anfibios, seres en apariencia “antinaturales” que tienen dos cabezas, cuatro ojos, serpientes en vez de cabello. Son dos o tres mentes en una, varias voluntades revueltas, la paradoja del uno múltiple.
¿Cuánta voluntad tiene cada extremidad en nuestro cuerpo por sí misma?, ¿cuánta memoria? Mis manos son quienes saben tocar el piano, no mi mente. Esta jura que ya no recuerda cómo iba ese minueto de Bach que me aprendí hace catorce años, pero si pongo mi mano en la posición exacta, el meñique sobre el re y el pulgar sobre el sol, ellos se encargan del resto. Mi abuela tiene una avanzada demencia senil y a duras penas recuerda su nombre, pero todavía puede, si se la coloca frente a un piano, tocar la “Gavota” de principio a fin. Y sé que mis pies también recuerdan cómo pedalear la bici, cómo hacer una primera de ballet. Yo no me acuerdo de nada de eso, pero ellos tienen memoria de cada pasto que han pisado, cada piedra, cada escalón.
Si algo tiene memoria, seguramente tiene voluntad. Por lo tanto, si mis pies recuerdan el dolor que les causó correr con los tenis equivocados, lo más probable es que no quieran volver a entrar en ellos. Hay un mecanismo corporal en el que el deseo de nuestros pies se traduce en nuestro propio deseo. Pero a veces este proceso se desfasa y sucede una contradicción: nuestros pies tienen una voluntad opuesta a la de nuestro cerebro. Como lo que sucedía en mis clases de educación física, donde yo les daba una orden (“pateen la pelota”) y ellos hacían lo que se les pegaba la gana (alzar el pie del otro lado, golpear al maestro, nada). Mis pies tienen sus propios motivos y toman sus propias decisiones. Cuando uno llega a esta conciencia comienza a sentirse como el Cerbero, con tres cabezas de perro y una serpiente en vez de cola, conviviendo con entidades que a la vez son y no son yo. Lo leo en “La muerte y la brújula” de Borges: “Llegué a abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan monstruosos como dos caras”.
Las manos están más cerca del cerebro y, por algún motivo, parecen más serviles, como si tuviesen más razones para estar a nuestro favor que en nuestra contra. Los pies están allá abajo, menos vigilados, y saben correr. Vivo bajo la amenaza de que algún día voy a enfurecerlos tanto que van a salir corriendo. O, peor aún, van a tomar decisiones diferentes: mi pie derecho va a querer ir a la izquierda y mi pie izquierdo a la derecha. Si la nariz de Gogol, estando tan cerca de la cara, sin la posibilidad (como la que tienen los pies) de trasladarse por sus propios medios, logró escapársele a Kovaliov, ¿qué garantiza que mis pies no vayan a querer huir algún día? Con tantas razones que tendrían para hacerlo.
Y si ya resulta bastante monstruoso que mis pies sean dos creaturas independientes, sucede también que cada dedito es, a su vez, una extremidad del pie. Como pequeños pies que también podrían un día revelarse en su contra. Entiendo por eso a los hipocondriacos. Porque el cuerpo es tan impredecible, tan siniestro a veces, que resulta casi imposible no volverse un paranoico, un alarmista, como se dice Woody Allen, un vigilante de uno mismo, alerta todo el tiempo a cualquier movimiento extraño que cometan los que me habitan.
Un hombre le pregunta a una mujer si alguna vez ha viajado a Canadá. La mujer responde: “No. Mis pies nunca han necesitado estar allí”. Un día de estos me sentaré, observaré mis pies y les preguntaré: “¿A dónde van?”. ~
Fotografía tomada de http://www.flickr.com/photos/barkbud/
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JAZMINA BARRERA VELÁZQUEZ (Ciudad de México, 1988) estudió Lengua y Literaturas Modernas (inglesas) en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde también ha impartido clases. Es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas, generación 2012-2013, en el área de ensayo.