Trece minutos antes del mediodía entra una mujer en el Departamento de Personas Extraviadas. Mil doscientas treinta y cuatro personas salen y entran por las puertas de los vagones del metro, cada hora.
No hace tanto que ella puede votar; y perdió a su hijo entre la gente justo después de bajar al andén. Mide un metro sesenta y tres, pesa cincuenta y un kilos; y, cuando el timbre de descenso sonaba, a su hijo ya se lo había llevado una pequeña multitud. Trae puesto un vestido con flores estampadas; y hace una hora que busca a su “pequeño chocolatito”. Su cara está abultada en las partes alérgicas al llanto; y le pide ayuda al uniformado para poner en aviso a los usuarios de ese sábado.
El uniformado sugiere la calma ante todo y pide una identificación, que llene unos formularios. Los hijos del uniformado ven el televisor en su casa, sentados en un sofá. Dígame, señora, cómo es su hijo; a qué nombre responde; qué edad tiene; qué ropa lleva puesta…
–Se llama Arturo, es así, de esta altura —la joven madre agacha su mano, los dedos señalan una pequeñez exagerada. El uniformado le mira las pantorrillas—, cumple tres años en marzo, el veintidós; hoy le puse dos playeritas porque hacía frío en la mañana y un overol azul encima.
Apunta lo que puede y, antes de poner en movimiento los catorce músculos que le permitan abrir el altoparlante, insiste el uniformado: ¿Señas particulares?
La madre frunce el ceño. Se muerde un labio. Parece que va a desarmarse los dedos y sigue la descripción.
–Le gusta la manzana hervida con canela, caminó a los nueve meses, sacó las manos del abuelo, nunca llora de noche, aún busca mi pecho cuando duerme, su padre es un hijo de la chingada…
El uniformado la interrumpe mientras mira las flores del pecho en el vestido, después los ojos, como en protocolo. Bosteza. Señas particulares, señora, le ruego me dé información que nos sirva en la búsqueda.
La duda es evidente en el rostro de la mujer. Mira hacia muchas direcciones en poco tiempo, su lengua se corruga y balbucea. El uniformado continúa con la inspección de las flores del vestido. Fantasea que el vestido es un huerto casero y pestilente con entrada subterránea, pisoteada, hirsuta; la idea de cortar una flor de ese jardín es interrumpida por la respuesta.
–Sabe a chocolate, eso es, mi hijo sabe a chocolate —ella parece haber confesado ser partícipe de una conspiración para asesinar al Papa, ante el mismísimo Papa. Se lleva la mano a la frente; riega el vestido con lágrimas. En circunferencias húmedas el color de las flores revive, solo en algunas partes. A 46 kilómetros, en la casa del uniformado, la lavadora está por perder la lucha contra las manchas de aderezo bajo la mirada felina de la mascota familiar.
Estimados usuarios —así comienza el párrafo en la libreta del uniformado, este quiere hacerles más ameno el rondín a sus compañeros en la estación— se les pide su colaboración para encontrar a un niño de aproximadamente tres años de edad. Fue visto por última vez en la estación del centro alrededor de las once y diez de la mañana. Viste overol azul, es Aries. Responde al nombre de Arturo y sabe a chocolate, repito, sabe a chocolate. Cualquier información, favor de reportarla al jefe de estación, “se les ruega no pegarle una mordida” —esto último lo tachonea sobre el papel.
Con las variantes pertinentes, el mensaje se reprodujo seis veces en el transcurso de una hora. Una cuadrilla de otros uniformados, quienes entre risas aseguraron ser capaces de diferenciar entre el sabor del chocolate oscuro y el amargo, salió a la búsqueda. En las salidas se intentó probar con perros a cada niño que empatara con la descripción del perdido. Casi ninguna persona aceptó tal test sobre sus retoños. La joven madre también fue en busca de su hijo sin tener éxito, luego se la vio regresar al Departamento de Personas Extraviadas; arrastraba los pies, encorvada.
Pasada una hora y media del primer anuncio, llevaron al Departamento a tres niños ante el uniformado principal y la joven madre del vestido floreado. Los adultos que llevaban a esos niños comentaban en voz baja una posible queja ante otras autoridades, uno de ellos estaba convencido de que se trataba de uno de esos programas de la televisión en los que había cámaras escondidas, y miraba a los rincones con gestos exagerados cuando terminó su argumento.
–No, no, ninguno de estos niños es el mío —dijo la madre.
Con el suficiente volumen para que sus compañeros lo oyeran, el uniformado, libreta bajo la axila, le comentó: ¿Está usted completamente segura, señora? ¿Cómo sabe si no ha probado a ninguno? Inténtelo, quizá halle otro sabor que la convenza y por fin nos deje trabajar.
Pocos fueron los que salieron al pasillo del Departamento para llenarlo de carcajadas. El convencimiento de que todo aquello había sido parte de un programa de cámara escondida se generalizó entre los que aceptaron presentar a los niños que llevaban consigo. Antes del portazo con el que la joven madre salió, el uniformado le hizo la promesa de pasar los datos a la imprenta para inundar las mamparas de avisos con la información de su hijo. Eso se cumplió.
En todas las estaciones se pegaron carteles con el retrato hablado y las señas particulares del infante. Algunos usuarios se indignaban por el mal uso de esos espacios que “podrían ser de gran utilidad ante una emergencia real”, otros pintaban bigotes falsos al retrato o escribían en globos de diálogo los nombres de las marcas más conocidas de chocolates de la ciudad. Después se instalaron cámaras en quince estaciones; y, dos años más tarde, aún se podía reconocer a la madre en los videos de seguridad renovando en las mamparas los avisos.
Pero al niño con sabor a chocolate se lo llevó una mujer madura de buenos ayeres. Cuando lo vio sin rumbo salir de entre el mar de gente se inclinó para preguntarle dónde estaba su mamá. El niño gimoteó. Ella le beso las manitas para consolarlo, y, cuando el mecanismo de la boca le juntó los labios, el rumor de aquel sabor la hizo dudar; los humedeció de nuevo para besarle la frente. El sabor fue el mismo.
Para cuando lo llevó a su casa no podía dominarse. Le dejó un rastro de saliva por la barriga y el ombligo, por las orejas y chupó el cerumen, las mejillas y los dedos, había dejado la puerta abierta. Lo observaba con las pupilas dilatadas. Nunca fue madre ni lo sería de ese niño. No iba a morirse como hace meses lo venía pensado, se dio cuenta que ni con su difunto esposo le había vibrado el cuerpo como en esa tarde, y decidió algo: hasta que al niño con sabor a chocolate le llegara el momento de la pubertad, ella esperaría, igual que un fósforo en su caja. ~
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LEONARDO TEJA (Ciudad de México, 1988) escribe ficción desde 2005. Ha publicado su trabajo en editoriales, suplementos culturales y revistas de circulación nacional. Estudió la licenciatura en Letras Hispánicas en la UAM. Actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, generación 2012-2013.