Montaña sin nombre II,
óleo sobre lino y madera,
30 x 200, 2012.
A través del ventanal del comedor se puede ver un bebedero para colibrís que mi padre colocó hace tiempo. Antes eran dos bebederos. Ahora solo hay uno que va perdiendo su color, un rojo que ya no es rojo, y que tampoco tiene granadina; hace mucho no lo limpiamos. Leí que la granadina es demasiado dulce para los colibrís y, en realidad, les hace daño. A veces, todavía, aparecen colibrís que se van decepcionados al no encontrar comida, ni otros colibrís, ni un jardín en forma del cual puedan alimentarse.
Su tristeza es una falsa tristeza porque yo la pienso por ellos.
El jardín de la casa es un falso cementerio que se ha llenado de tantos intentos que ya nadie lleva la cuenta: el pasto que nunca se dio, los cuerpos enterrados de las mascotas que hemos tenido, los tornillos que sostenían las jaulas de los pericos australianos que tuvimos, la parrilla oxidada al rincón, la banca en la que nunca nos sentamos. Lo único que siempre se dio, la única promesa cumplida, es la enorme enredadera que cubre el muro que delimita la casa.
Los muros no dejan ver. Dan en cambio una momentánea sensación de resguardo, de privacidad, hacen que el espacio, en su condición inabarcable, total, parezca de nuestro tamaño. Las ciudades se van convirtiendo en muros que dan hacia otros muros. Hemos creado la idea de la vivienda a partir de paredes que se erigen para no dejarnos mirar. Cuando el miedo aparece lo más fácil es cerrar los ojos. Corrijo. No es facilidad, es instinto, una pura necesidad de no ver. Cerramos los ojos, las casas, pensando que cerramos el cuerpo. Pensamos que desaparecemos con el simple gesto de no ver. Piedras sobre piedras, tierra sobre tierra, construimos paredes, huecos, guaridas, para sentir que el espacio puede ser habitable. En el simple acto de apilar hemos asentado la idea de la estabilidad, del tiempo que no pasa.
Una casa es el mundo reducido. Un mundo momentáneo. Las construcciones se corroen por el tiempo, por el paso de los años que se muestran en las grietas, en las mínimas catástrofes acumuladas que, de vez en cuando, logran un colapso total.
Los muros no dejan ver pero, paradójicamente, hacen visibles nuevas formas de lo real. El sedentarismo, ese gesto de la permanencia, ha traído consigo la historia cultural de la humanidad. Quedarse implicar ver, padecer al medio, construirlo. Las paredes del siglo XXI no son las mismas que las de una cueva encontrada al azar por nuestros ancestros más primitivos. El peso de los muros se ha aligerado a lo largo del tiempo, primero con las puertas, que sirven para entrar y salir, y luego con las ventanas, que en su condición transparente, casi flotante, han servido para ver, para dejar entrar la luz y las miradas ajenas, para hacer consciente al interior de su dependencia del afuera. Toda ventana brinda la idea de que hay algo más allá de las paredes, de las cortinas y las persianas, algo menos nuestro, más desconocido. Las ventanas son puentes. O no. Son muros transparentes. Muros que dejan ver.
El bebedero lo colocamos por el verano de 2008. Lo recuerdo porque en ese entonces acababa de visitar la instalación Levitación asistida de Fernando Ortega en el Museo Carrillo Gil de la Ciudad de México. No he sentido la tensión entre afuera y adentro, entre espacio público y privado, más disuelta, más olvidada, que en aquella ocasión.
La sala del segundo piso estaba completamente vacía, los muros pintados de blanco, las luces apagadas. Un muro, apenas, tenía escrito el nombre del artista y el de la instalación:
Fernando Ortega.
Levitación asistida.
Así, en solitario. Un nombre y un título escritos con pintura negra sobre el fondo blanco de la pared, tan uno del otro, encriptados, ambos, en una comunión espaciada por un punto, por el muro blanco.
La única luz que entraba a la sala venía del ventanal situado en ese mismo piso, que está en una especie de habitación sin terminar, diferenciada del resto de la sala por un pequeño desnivel. Un espacio difícil. En otras exposiciones ha sido olvidado porque se ha vuelto una ventana accidental, prescindible. En esa ocasión uno se dirigía, casi instintivamente, hacia él y descubría tras el vidrio un bebedero para colibrís.
En ese marco, con la oscuridad a expensas, con la luz de la tarde, el bebedero se veía en toda su intensidad, perdiéndose un poco entre el follaje de un árbol, con los colores chillones, extrañamente grises, de la ciudad.
El bebedero, uno se daba cuenta después, o antes, dependiendo del momento en que se leyera la hoja de sala, estaba sostenido por una grúa de treinta metros de alto y cincuenta metros de brazo o ancho. La estructura se construyó específicamente en el terreno aledaño al museo, bordeando la altura y el ancho del mismo, colocada de tal forma que el bebedero diera de frente al ventanal. La grúa solo se insinuaba a través del cable de metal que sostenía el bebedero.
Desde la periferia el museo parecía estar en plena remodelación. No obstante, si uno fijaba la atención podía descubrir el bebedero desde afuera, darse cuenta que la grúa se deshacía de su fardo de normalidad para, en vez de cargar el enorme peso de la costumbre, sostener la ligereza de lo imprevisible.
Una levitación asistida.
Hay un video donde se ve a los trabajadores armar y colocar la estructura de metal. Me pregunto qué habrán pensado cuando se dieron cuenta de que la maquinaria utilizada cotidianamente en su trabajo sería empleada con otra función. Sin ir más lejos, qué habrán pensado sobre el hecho de que la estructura, con los días que les llevó construirla, sostenía, apenas, un bebedero.
¿Qué pienso yo cuando lo de siempre no es lo de siempre?
La obra fue dejando en mí una estela silenciosa que fue creciendo con el tiempo. A partir de esa mañana, la ciudad —en ciertos momentos específicos— dejó de ser el cúmulo de muros, de ruido, de tráfico, de las personas como masa, para ser algo más —o algo menos—, un lugar habitable donde se construye el mundo, la realidad, la forma en que disfrutamos.
Aquella vez, en el museo, pensé que los colibrís no llegarían y llegaron. Ya no recuerdo cuánto tiempo estuve, cuánto duró la espera antes de que la primera ave llegara a comer; recuerdo, en cambio, la sensación de estar ante las cosas de todos los días, un ventanal, pájaros, grúas, la avenida Revolución, carros y microbuses que atraviesan las calles, la plaza comercial frente al museo, un bebedero, los árboles, la gente caminando por las banquetas, y cómo todas esas cosas se desprendían de su peso, de su normalidad, para ser lo que usualmente no vemos ni sentimos. Todo era lo mismo pero nada era igual.
La vida no es solo padecimiento, es también los momentos en que la vida no pesa. Esa mañana, lo supe tiempo después, me di cuenta de la forma en que una ciudad, un espacio, un objeto, cualquier cosa, tiene en sí mismo otra posibilidad de ser, una cartografía invisible, provisional y mudable, que espera ser develada. ~
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ERIK ALONSO (Ciudad de México, 1988) estudió Psicología en la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue becario de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la misma universidad (2009-2010).