Escúchalo en voz de la autora
marina
ARGELIA, 1960.– Casi no quedan hombres en las montañas de Cabilia. Solo niños, viejos y algunos adultos que, por la razón que sea, aún no pelean en esta guerra que ya duró demasiado. Seis años llevan en el monte los fellaghas luchando en el Frente de Liberación Nacional. Cuando termine todo esto los franceses le seguirán llamando guerra; nosotros independencia. Pero eso aún no sucede. Todavía es 1960, y mientras esperamos nuestro turno para resistir, los dueños de este pedazo de tierra llamado Argelia todavía son los franceses.
Vestidas de montaña blanca, las mujeres amazigh nos reunimos a esperar, sin pómulos ni barbillas ni frentes ni narices ni bocas. Solo mirada. Para quien nos observa, sentadas en círculo, reunidas bajo el sol, somos la blancura del velo largo, el haik que nos protege hasta los pies. Parvada blanca que espera lo que vendrá, ceñimos la tela por debajo de su peso manso, juntándola a la altura de nuestra nariz. Contrastamos con la tierra grisácea y el pasto seco. Entre nosotras corren los niños. Somos la cordillera que los protege de los soldados franceses que nos han venido a dar órdenes.
Ellos creen que nos escondemos bajo la blancura del haik. Nos consideran víctimas de una cultura bárbara y retrógrada, creen que nos pueden reeducar y civilizar. El velo, no solo por su plasticidad, sino por su color, es ante todo un obstáculo para su vista. Para el ojo colonial, que lo quiere abarcar todo, dominar todo, esto resulta inaceptable. No entienden que cubrir no significa lo mismo que esconder. La neutralidad que nos otorga la tela blanca le impide a los franceses controlarnos. No tienen manera de distinguirnos a una de la otra. En nuestra unidad, somos anónimas. Bajo el manto del haik podríamos ser una misma y cualquiera. Todas somos iguales para ellos porque todas somos el haik níveo. En nuestra blancura los cegamos. Desconcertados, no pueden asirnos. Es por eso que ahora nos han convocado a este lugar, para revertir el orden y llevar al exterior lo que, se ha dictado, debe existir solo en el interior; nos han llamado para quitarnos el haik que nos consolida y descubrir cómo somos por dentro.
Guardadas bajo el manto translúcido de nuestros velos, nos guardamos. Nos resguardamos. Aguardamos. Todavía somos solo ojos, y solo por ellos nos pueden juzgar. Pero eso está a punto de cambiar. Los soldados franceses dictan las normas de un orden superior. Vengan, esperen, tomen su turno, pasen una por una… Muchas órdenes. Antes vino la orden de destruir nuestras aldeas. La orden de mudarnos a campos de reagrupamiento. La orden de que con nuestras propias manos construyéramos nuevas casas conforme a su dictamen, su traza, su idea del mundo, a veces a escasos metros de la ruina de nuestros antiguos hogares. La orden de que en esas nuevas casas, organizadas como ellos han dicho, alineadas dentro de un espacio militarizado, viviéramos. La orden de no salir de los campos por las noches. La orden de no poder auxiliar a los guerrilleros en el monte. La orden, ahora, de que debemos llevar sobre nosotras un documento de identidad para ser fichadas e identificadas en cualquier momento. La orden de que debemos ser fotografiadas para ese documento de identidad. La orden de que nos quitemos el haik ante la cámara. La orden de que nuestros cuerpos no son nuestros; son de ellos para ser controlados.
Nos ha convocado el jefe de correos de cada poblado: Bordj Okhriss, le Mezdour, Ain Terzine, le Maeglinine, Souk el Khrémis. Sentadas en círculo sobre la tierra esperamos nuestro turno. Quizá después hagamos fila. Quizá nos llamen por nuestro nombre, o nos lo pregunten conforme tomemos nuestro lugar ante la cámara, sobre el taburete o la tierra, frente a la pared lodosa o blanca de la mechta. La exposición de nuestros cuerpos se llevará a cabo sobre ese banco de madera dispuesto frente a casas de lodo. Ante el muro se postrará una cámara sobre un tripié. El artefacto tendrá un ojo frío que copia lo que tiene delante.
El encubrimiento se desvanece ante la orden, cada uno de sus múltiples niveles se vencen: las manos dejan de unir la tela a la altura de la nariz, el haik se abre y se descubre el rostro, luego la cabeza, el cabello alborotado; el prendedor de plata a la altura del pecho se retira y se abre la cortina, el manto cae alrededor de los hombros; las manos conducen el velo hasta el regazo, pero no lo sueltan. Capas que caen, no por voluntad, sino por imposición. De los pliegues de presencia diluida surgen nuevas formas. Se revela de súbito nuestra figura exacta, la textura precisa de aquello que antes era solo curva. Solo suposición. Revelados quedan nuestros cuellos, las arrugas, los cabellos, las marcas de nuestros rostros, las muñecas, las frentes, los tatuajes, los escotes, las orejas. Los detalles. Esos detalles antes protegidos por capas de tela. Sobre la plata de la película quedarán las marcas de lo que somos en este día, los colores y texturas de nuestros vestidos, las marcas de nuestra piel.
Debajo de cada haik que cae, la cámara congela una reacción. ¿Cómo se gesta la indignación? Quizá con ritmo pausado, mientras vemos a las otras pasar y sentarse ante la cámara, una tras otra. Observamos a los soldados obligarlas a quitarse el haik, la tela cayendo sobre sus hombros y regazos. El resentimiento crece conforme observamos la imposición del develamiento desplegarse sobre las otras, que seremos nosotras. Miramos el despojo de ellas. Sabemos que ha de tocarnos también; la luz certera ha de tocarnos. Nuestra furia se hincha como un grano mojado.
La revelación se basa en la vista de aquello que antes estaba oculto. Antes no veíamos, no sabíamos. Ahora ellos ven, y creen saber. A través de su acto los soldados franceses se revelan a sí mismos, tanto como nos revelan a nosotras. Nos miran, por primera vez; nosotras les devolveremos la mirada. Debajo del velo encontrarán lo que somos. Pero también hallarán otra cosa debajo: nuestra rabia y nuestro desconcierto. El miedo de unas y la calma de otras. Pero ante todo, la certeza de que la cámara, en este momento preciso, es un crimen silencioso.
La revelación de nuestros rostros construye una constelación de miradas y gestos que tendrán que ser leídos como un nuevo lenguaje. Si no podemos hablar, que nuestros cuerpos sean nuestra voz. Nuestra resistencia ante la cámara es la del cuerpo y su postura. No se mira solo con los ojos. También se mira con el resto del cuerpo, con las cejas y los labios apretados como puños. Con las arrugas que se juntan alrededor de la boca, gemelas de las líneas que antes rodearon al broche que ceñía el velo. Como materia herida, nuestro cuerpo ha reaccionado. Mordemos con la vista. La única libertad que nos queda, en este estrecho espacio del encuadre fotográfico, es la pantomima de nuestros cuerpos. El gesto practicado como una forma del habla. ~
_________
MARINA AZAHUA (Ciudad de México, 1983) es ensayista, narradora, historiadora y traductora. Ha sido becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes y lo es actualmente de la Fundación para las Letras Mexicanas.