Hay cierta fascinación en todos por las experiencias iniciáticas. Esas que forjan los pilares de un mundo que es intraducible porque es nuestro, pero que pueden enseñarle a un otro a también tener experiencias iniciáticas. Todos comenzamos, nadie entiende a dónde llegar y las distancias recorridas son tan variables y dimensionadas como los rincones de nuestro cerebro; pero no sobra repetir que todos hemos comenzado en algo.
Como esos días en donde me invadía la más espantosa ansiedad infantil, solamente calmada por la luz amarilla del baño y el sonar de un cassette de blues en esa mierda de estéreo.
Como esa vez que baile con alguien en los brazos, la pubertad absoluta, y no solté sus manos en mi mente durante los siguientes tres años.
Como cuando mi abuela me veía niño y un jugador de futbol probablemente torpe, probablemente demasiado atento al toque del balón y no a la agilidad, y decidió darme entonces una edición grande y tan torpe y burda como mis pies del “Escarabajo de Oro” de Poe.
Como cuando me fundí en el tabaco por primera vez, en una fiesta de la abuela, y después convertí el rito en uno diario donde, enfundado en un muy elegante suéter anaranjado, fumaba para después masturbarme ahogado en las redes de esa novedad que era el internet para después atragantarme en porquerías.
Como cuando supe, otra noche adolescente, que me iba a dedicar a escribir. Lo escribí.
Como cuando nos vimos a los ojos y nos sorprendimos de perder la virginidad de una forma tan inocente, y tan absurda, y tan cariñosa a la vez, un secreto de los años.
Como cuando me hicieron una llamada fatídica y me dijeron que se había dado un balazo, y sentí la mano fría de la muerte, y su silencio sepulcral, por la vez más fuerte.
Como cuando no pude dejar de reír, no pude dejar de llorar mientras reía, enteramente drogado y entendido de que ahora era ya un universitario.
Como cuando, en aquel lugar frío, a las siete de la mañana, entró el profesor y dijo: “Jóvenes, aquí empieza su vida adulta” y empezó a dar cátedra sin ninguna antelación más que esa.
Como cuando mi padre clamaba que era importante buscar un libro de arranque, alguna obra que marcara la piel y taladrara el cerebro por primera vez y coincidimos, por accidente, más o menos en la misma.
Y a mi madre pregunté apenas niño si lo bueno era el comunismo y a mi padre lo escuché decir que “el Muro había caído”.
Cuando me puse por primera vez en frente de un ídolo de años al teléfono, y tuve la peor entrevista y diálogo que he tenido en toda mi vida.
Cuando otros ídolos de años terminaron durmiendo por semanas en mi casa, comiendo mi comida, siendo hermanos.
Como cuando amanecí un día, carcomido por la angustia, seguro de que iba a quedar loco.
Y escribí ese texto en donde emulaba (literalmente: era una entrevista apócrifa) a Borges y lo escribí de una sentada, texto que leo aún con respeto y admiración, porque no fue escrito por mí sino, simple y llanamente, fue escrito.
Y así suceden las cosas y uno entiende que, en realidad, uno no empieza una sola vez en algo, sino que empieza un sinnúmero de veces, y esos comienzos son los recuerdos y los recuerdos o nos asientan en el camino o nos demuestran sus otras vertientes.
No sé cuándo sea que tenga yo otro camino.