El problema del pensamiento es que ha renegado tanto del cuerpo y se ha pensado a sí mismo tan objetivo y trascendental, por entero a sus anchas en el Topus Uranus tan soñado, que hasta llegó a creerse espíritu absoluto y toda la parafernalia, distanciándose durante siglos de los goces. Por eso es siempre buena idea volver a quienes retornaron el verbo a nuestro cuerpo aquí en la tierra, recordándonos que también es cosa orgánica. Así lo hizo Walt Whitman en 1855 con la publicación de “Hojas de hierba”. Su “Canto a mí mismo” escandalizó a la crítica acostumbrada a la poesía religiosa y simbolista, enemiga de la exaltación individual.
Me celebro y me canto a mí mismo.
Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti,
porque lo que yo tengo lo tienes tú
y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también.
Y así cantándote nos cantas Whitman. Cántanos tus átomos que también son nuestros y de otros más y así hasta que el verbo encienda al mundo y lo haga carne. Dejo las sectas al tiempo que tú y me dispongo a ser arribo al bien y al mal aparejados a este cuerpo que es carne y hierba y soplo de los dioses que navego.
Que se callen ahora las escuelas y los credos.
Atrás. A su sitio.
Sé cuál es su misión y no la olvidaré;
que nadie la olvide.
Pero ahora yo ofrezco mi pecho lo mismo al bien que al mal,
dejo hablar a todos sin restricción,
y abro de par en par las puertas a la energía original de la naturaleza
desenfrenada.
¿Quién eres Whitman, que guardas silencio mientras los otros discuten y vas a hundirte al mar para admirarte todo? ¿Qué voz secreta, de qué misterio te nombras portador que en todo lo que tocas te encuentras amándote?
Recuerdo cómo yacimos juntos cierta
diáfana mañana de verano,
cómo apoyaste tu cabeza en mi cadera
y suavemente te volviste hacia mí,
y apartaste la camisa de mi pecho, y
hundiste la lengua hasta mi corazón
desnudo,
y te extendiste hasta tocar mi barba,
y te extendiste hasta abrazar mis pies.
Prontamente crecieron y me rodearon
la paz y el saber que rebasan todas
las disputas de la Tierra,
y sé que la mano de dios es mi
prometida,
y sé que el espíritu de Dios es mi
propio hermano,
y que todos los hombres que alguna
vez vivieron son también mis
hermanos, y las mujeres mis
hermanas y amantes,
y que el amor es la sobrequilla de la
creación…
Y entonces quiero ser ese amante, ese amigo amoroso que comparte tu lecho y te abraza y duerme junto a ti, y se retira al despertar el día. Quiero decir como tú dices “Acepto la realidad y no oso ponerla en duda”.
Y la muerte no es como la han imaginado,
sino más propicia.
Y entonces te pregunto, como ese niño tuyo al que no sabes responderle: ¿Qué es la hierba? Y te la entrego a manos llenas. Tampoco tú lo sabes y mudos quedamos muy juntos, sordos de gracia.