La clase política española no ha podido encontrar puntos suficientes de coincidencia para poner al corriente su sistema educativo, de acuerdo con el sentido común, con los estándares de calidad que exige la modernidad y con la integración a Europa.
Desde 1980 se han aplicado en España 12 leyes orgánicas sobre educación. Todas se han aprobado con los votos en contra de la oposición. La obsesión de los partidos mayoritarios (PSOE y PP) por dejar su impronta en el sistema educativo cuando están en el Gobierno es de una irresponsabilidad extraordinaria. Sobre todo porque sus efectos —desastrosos, como la experiencia ha demostrado— se ven a largo plazo y son de difícil solución, perjudican a generaciones de españoles a las que condicionan su vida o, en el caso del 26.5% de los jóvenes afectados por el fracaso escolar, las sentencian directamente. No han entendido que hay algunas reformas que deben ser una decisión estratégica y de Estado.
Comentaré brevemente cuatro aspectos preocupantes de la ley aprobada por el PP —haciendo valer su mayoría absoluta y con todos los agentes educativos en contra. El primero es la creación de un nuevo ciclo de formación profesional básica dentro la enseñanza secundaria obligatoria (ESO) al que se derivarán los alumnos que al acabar tercero no vayan bien en los estudios, o incluso los de segundo, si han repetido dos veces. De esa manera, se sacará de las estadísticas válidas para el Programa Internacional de Evaluación de los Alumnos, también denominado “PISA”, a aquellos estudiantes con más dificultades. Parece evidente que, entonces, el porcentaje de fracaso escolar mejorará, pero ello no significará en modo alguno que el problema se haya solucionado: simplemente no quedará reflejado en los informes, creando así la ilusión de que no existe.
El segundo aspecto controvertido es la recuperación de la asignatura de Religión (católica) como contenido evaluable. La materia no es obligatoria; por tanto, los alumnos que no deseen cursarla tendrán una alternativa. Que los centros de educación públicos de un Estado constitucionalmente aconfesional ofrezcan esta disciplina, aun siendo de forma voluntaria, no parece una decisión razonable. Lo es menos si se tiene en cuenta que los profesores que la imparten no son seleccionados, como el resto de los docentes, concurriendo a una oposición o concurso público, sino por la Conferencia Episcopal, con criterios que no son ni públicos ni —por lo que se conoce— objetivos, a pesar de que su sueldo es pagado con cargo a los presupuestos generales del Estado. Esta arbitrariedad se explica por un concordato suscrito por el general Franco con la Santa Sede en 1953 que concedía al Vaticano ese privilegio: un concordato, por tanto, preconstitucional. No es posible entender el mundo, el arte, la cultura, las tradiciones, sin conocer la historia de las religiones: pero de todas.
El tercer aspecto se refiere a la desaparición de la asignatura Educación para la Ciudadanía, que pretendía —siguiendo una recomendación del Consejo de Europa— “favorecer el desarrollo de personas libres e íntegras a través de la consolidación de la autoestima, la dignidad personal, la libertad y la responsabilidad, y la formación de futuros ciudadanos con criterio propio, respetuosos, participativos y solidarios, que conozcan sus derechos, asuman sus deberes y desarrollen hábitos cívicos para que puedan ejercer la ciudadanía de forma eficaz y responsable”. No tiene explicación.
El cuarto y último consiste en dedicar más horas a las asignaturas que se denominan instrumentales (lengua, ciencias y matemáticas), que son las que computan en el Informe PISA. Eso implica dejar otras, como la música, que parece que no ayudan en nada a la formación integral, o eliminar por completo el bachillerato de artes escénicas, a pesar de que la música, la fotografía, la danza y las propias artes escénicas, con esa misma denominación, son ya carreras universitarias. Es un sinsentido. Además, la nueva ley da la espalda por completo a nuestros orígenes. Se ha ido condenando al latín y al griego hasta convertirlos en una cultura clásica para que los niños se diviertan con la mitología. Pero ahora ya hemos enterrado hasta a los dioses. Es lo que resulta de pensar que una lengua muerta no sirve de nada. No se puede ser más simple.
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JULIO CÉSAR HERRERO es profesor universitario. Decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Camilo José Cela, combina su actividad docente e investigadora con el ejercicio del periodismo. Escribe una columna semanal y es analista en TVE. Especialista en marketing político, ha asesorado a numerosos políticos latinoamericanos y publicado varios libros y artículos científicos sobre esa materia.