En medio de una crisis económica y de identidad, Europa luce desarticulada. Se exacerban los sentimientos nacionalistas y en el ambiente cunde un “sálvese quien pueda”.
Uno de los principales interrogantes a los que tendrá que hacer frente la Unión Europea —más pronto que tarde— es su propia redefinición. Se trata, sin duda, de una de las consecuencias latentes e imprevistas que está ocasionando la considerable deuda económica que debe resolver y que, desde hace meses, ha generado una notable inestabilidad en algunos de sus miembros, abocándolos a unas políticas de recortes asfixiantes que deben culminar en un tiempo récord. Esto ha provocado que los gobiernos que la configuran hayan optado por mirar hacia dentro y buscar soluciones propias a sus problemas específicos en vez de hacer causa común y aprovechar el impulso conjunto para encontrar remedios. Por tanto, la pregunta: ¿para qué sirve esa Unión si en los momentos complicados no hace la fuerza requerida?
A Grecia, España y Portugal los unen estar en el sur de Europa y atravesar una crisis económica tremenda. Salvo eso, poco más que sea significativo para establecer un análisis comparativo. Los tres países han sometido a sus ciudadanos a unas políticas de ajuste fiscal extraordinarias, con numerosas restricciones, que están originando más desempleo, un enrarecido clima social, un estancamiento de la economía… pero, sobre todo, que están agravando la desconfianza existente entre los propios miembros de la Unión.
Europa está dividida en dos: el norte, formado por países con superávit, y el sur, por países con déficit. En este escenario contribuye muy poco que los esfuerzos se hayan dirigido hacia una unión monetaria, relegando la económica. La moneda es igual pero las políticas económicas son muy distintas. Así las cosas, es muy difícil consensuar una más que deseable solidaridad financiera entre todos los países que habría permitido que, cuando alguno de ellos tuviera dificultades, los otros salieran en su auxilio. Y será imposible conseguirlo hasta que se cumplan dos premisas: que los países con problemas asuman que deben acometer las reformas estructurales que sean oportunas y empezar a hacer bien las cosas, y que los países del norte, encabezados por Alemania, dejen de desconfiar y no asuman que respaldar a quien lo necesita significa otorgarle carta blanca para desarrollar políticas temerarias con la excusa de que, si va mal, acudirán en su ayuda.
Por otra parte, la Unión centró sus preocupaciones en que no se desmandaran la deuda y el déficit públicos y no prestó atención a los privados. Pensó que esos desajustes los corregiría el propio mercado. Sin embargo, hoy la deuda pública de España es 11 puntos menor que la media europea (y 4 y 10 puntos menor que la alemana y la francesa, respectivamente) y, sin embargo, tiene problemas: los que ha generado la desproporcionada deuda privada, que los diferentes gobiernos han intentado solventar incrementando el déficit público. A las dos cuestiones mencionadas se une la ineficacia absoluta de los mecanismos de vigilancia que ni advirtieron a algunos países de los riesgos que estaban asumiendo, ni pusieron freno a prácticas arriesgadas que sostenían un crecimiento poco o nada sólido.
De esta que es, probablemente, una de las mayores crisis a la que ha hecho frente desde su constitución, la Unión Europea solo saldrá fortalecida con más Europa. Eso no será posible sin una unión económica y política pero, sobre todo, económica. Y ello solo será factible si los países del norte —responsables en cierta medida del endeudamiento de los del sur— dejan de pensar que solo aportan para que gasten otros, y si los países del sur dejan de suponer que pueden gastar lo que consideren porque otros pagarán. A finales del pasado mes de noviembre, el plenario del Consejo Europeo se reunió para cerrar los presupuestos para el periodo 2014-20. Acabó en nada y tuvo que posponerse para principios de este año. Lo verdaderamente alarmante es que, al margen de los recortes que proponían unos y de la petición de más fondos que reclamaban otros, los 27 estaban negociando un presupuesto que supone solamente uno por ciento del pib europeo. Esta ausencia de acuerdo evidencia de nuevo una perspectiva muy limitada de los miembros de la Unión, que plantean las políticas comunitarias en términos exclusivamente nacionales y con una absoluta carencia de visión de conjunto. Como consecuencia, los discursos que los jefes de Estado y de Gobierno trasladan a sus respectivos ciudadanos adolecen de la falta de europeísmo que sería deseable, ahondan en los agravios, pervierten la idea de justicia y forjan poco a poco la sensación de una Europa de dos velocidades.
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JULIO CÉSAR HERRERO es profesor universitario. Decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Camilo José Cela, combina su actividad docente e investigadora con el ejercicio del periodismo. Escribe una columna semanal, conduce un programa en ABC Punto Radio y es analista en TVE. Especialista en marketing político, ha asesorado a numerosos políticos latinoamericanos y publicado varios libros y artículos científicos sobre esa materia.