Las asimetrías económicas de los países que forman la Unión Europea ponen a prueba otra vez los fundamentos de su integración. Ahora que Chipre se tambalea, Alemania dicta las condiciones del rescate.
A principios de este mes, Chipre recibirá la primera parte del rescate de 17 mil millones de euros, con fondos procedentes del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE). Si desde el cierre de esta edición hasta el momento de su publicación no se ha producido ningún cambio relevante, la isla empezará a recobrar aparentemente esa estabilidad. El MEDE aportará 10 mil millones para evitar que la deuda se dispare. Los restantes los asumirá el propio país reestructurando su banca, privatizando y aumentando el impuesto de sociedades. Los depositantes, accionistas y bonistas de las entidades bancarias con más de 100 mil euros perderán parte de su dinero (lo que en un lenguaje eufemístico se denomina “quita”, para evitar referirse a lo que no es más que un saqueo en toda regla).
Tras Irlanda, Portugal, Grecia y España, lo ocurrido en Chipre ha vuelto a cuestionar —con más fuerza, si cabe decirlo— los principios fundacionales de la Unión Europea (UE), su razón de ser, su manera de actuar y el equilibro de fuerzas. Y ha hecho más evidente aun la asombrosa diferencia existente entre sus socios. El “corralito” autorizado y promovido por Bruselas en la isla mediterránea ha provocado lo que nunca antes había ocurrido: una inestabilidad jurídica que viola incluso algunos de los términos del Tratado de Roma sobre movilidad de capitales. La UE ha culpado a Chipre de tener un sector bancario sobredimensionado, de ser una suerte de paraíso fiscal que ofrecía hasta 10% de intereses a grandes fortunas (muchas provenientes de Rusia). Lo preocupante es que esa realidad no era nueva; lo lamentable, que cuando el país adoptó el euro como moneda en 2008 ya se sabía y, sin embargo, se le permitió entrar en el club.
Cuando surge una crisis de estas características que implica ayudas, rescates o intervenciones, los líderes se esfuerzan en que cale el mensaje de que cada situación es distinta, cada resolución diferente; que no es equiparable a ninguna otra y que, por esa razón, no es posible el efecto contagio. Quizá no se dan cuenta de que, en su empeño por aislar el conflicto y evitar que surja el pánico, están reconociendo implícitamente el principal y más grave problema que caracteriza a la UE: que sus miembros son tal vez demasiado dispares. Pero admitir esta evidencia obligaría a replantearse qué sentido tiene una Unión de elementos tan diversos.
Detrás de cada una de las duras determinaciones que impone la Unión a los países que necesitan auxilio, y de los criterios económicos que deben seguir las políticas de los diferentes gobiernos, se encuentra la canciller alemana Angela Merkel. Inmersa desde hace meses en un proceso electoral que culminará en otoño, toma medidas con trascendencia europea pero pensando en el efecto que tendrán entre los alemanes. Dicho de otro modo, gobierna para sus votantes con decisiones que pagan todos los europeos.
La extraordinaria capacidad económica de los bancos germanos confiere a Merkel el desproporcionado poder de dar y quitar atendiendo a sus propios intereses y sin tener que rendir cuentas. Utiliza la hegemonía en su relación con el resto de los países como si Alemania no formara parte de la Unión. No parece una forma de hacer política precisamente europeísta. Entonces, ¿se supone que el Gobierno alemán debería rebajar sus exigencias a los países que piden ayuda y moderar la sobreprotección que da a sus propios bancos? Se supone que la canciller sabe, mejor que nadie, qué tipo de políticas han permitido a las entidades bancarias alemanas acumular los ingentes fondos de que disponen. Y se supone también que conoce que buena parte de esos recursos fueron invertidos precisamente en varios de los países que hoy requieren asistencia, con plena conciencia de los riesgos que asumían si las cosas no iban bien.
Y así fue. Las cosas empezaron a ir mal en 2008 y a evidenciar que Alemania había sido el mejor aliado cuando no había contratiempos, y el peor de los amigos en las circunstancias más difíciles. El semanario Der Spiegel lo reflejaba con rotundidad en su editorial del 26 de marzo: “Chipre ha mostrado una vez más que Europa no puede confiar en los alemanes”. Cada problema que sufre un país de la Unión se traduce en dificultades para los nacionales que no lo han provocado y en desconfianza hacia Berlín, quizá porque buena parte de los ciudadanos tienen cada vez más claro lo que considera el semanario alemán: “La idea de integración europea de Merkel es simplemente que Europa debe plegarse a la voluntad política de Alemania”.
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JULIO CÉSAR HERRERO es profesor universitario. Decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Camilo José Cela, combina su actividad docente e investigadora con el ejercicio del periodismo. Escribe una columna semanal, conduce un programa en ABC Punto Radio y es analista en TVE. Especialista en marketing político, ha asesorado a numerosos políticos latinoamericanos y publicado varios libros y artículos científicos sobre esa materia.