La vida es un conjunto de hábitos, emociones, desafíos, confusiones y soluciones, que llegan después de un largo esfuerzo para encontrarlas o, de pronto, de manera inesperada. No es una suma de años, pero sí de experiencias y recuerdos y derrotas y éxitos.
Creo, en síntesis, que la vida toda es una emoción que vale la pena, incluso cuando me descubro un hábito novedoso y, quizás, anímicamente perjudicial. Me ha dado por leer las esquelas en lo que considero medular: la edad de los que fallecen, lo que siempre me da ánimo, pues cuando son menores, pienso que voy de gane, que vivo tiempo extra. Cuando son muy ancianos, medito en lo que me puede faltar por vivir.
Iniciada la redacción de este “Cuaderno de notas”, descubro una ausencia fundamental: las ingratitudes, pero no los agravios que recibo, sino los que cometo, porque toda emoción en la vida es alteridad, en la que hay correspondencia o debe haberla, para que la gratitud por lo recibido sea una constante, nunca un naufragio en el olvido.
Después de un estudio metódico del Viejo y Nuevo Testamento y de una nueva incursión en el Fedón —para reponer una lectura superficial de mi primera juventud—, caigo en la cuenta de que el agradecimiento que uno puede hacer patente a quien lo ha beneficiado de una u otra manera es parte de ese balance vital referido por José Ortega y Gasset. Lo que se recibe sin agradecerse se pudre, aunque la vista externa sea agradable y hasta atractiva.
Lo anterior viene a cuento porque me descubro disfrutando de la lectura de los dos libros de Leopoldo Mendívil López, a quien dejé de ver cuando tenía cinco o seis años, lo que no es grave en contraste con mi omisión a mi falta de agradecimiento a Leopoldo Mendívil Echeverría, a quien no acompañé como es debido cuando su hija Mariana y su esposa Patricia se fueron. Dejé de estar atento a su acontecer, en contrasentido al tiempo que toleró, cuando fui su subordinado, mi escasa preparación, además de ayudarme a superar carencias para el buen desempeño de mi oficio, que es el periodismo.
Hay explicación para mi comportamiento, que no justificación. Platón pone en boca de Sócrates:
Mira, pues, mi querido Cebes si de todo lo que acabamos de decir no se sigue necesariamente, que nuestra alma es muy semejante a lo que es divino, inmortal, inteligible, simple, indisoluble, siempre lo mismo, y siempre semejante a sí propia; y que nuestro cuerpo se parece perfectamente a lo que es humano, mortal, sensible, compuesto, disoluble, siempre mudable, y nunca semejante a sí mismo. ¿Podremos alegar algunas razones que destruyan estas consecuencias, y que hagan ver que esto no es cierto?
Todo fuera como que el asunto quedara allí, limitado a una omisión, pero recuerdo la lectura de los Diarios (1984-1989), de Sándor Márai, con reflexiones o aforismos tanto o más devastadores que los de E.M. Cioran. De pronto, en medio de la nada, y como lo advierte el húngaro: “Las peores evocaciones siempre acaban por alcanzarte… porque algunas palabras tienen una fuerza destructora tan densa como el cianuro”.
Con la edad, además de las enfermedades propias de la vejez, llega la comprensión de las lecturas, y con esta la interpretación de los símbolos, de la actitud de los seres humanos y su necesidad de tener secretos, porque “la mala intención de la gente parece más tranquilizadora que aterradora: es bueno saber esa verdad inconmovible de que el hombre es capaz de todo tipo de maldades. En eso no hay sorpresas”, y qué bueno, porque lo que hoy hacen con el producto del trabajo, el expolio sistemático de los ahorros, los fraudes de las hipotecas, de los seguros, lo que cuestan las decisiones de los gobiernos, de las reformas, de las promesas incumplidas. Todo lo que no se debe agradecer, pero se acepta con mayor o menor sumisión.
Márai no da tregua. Javier Marías parece haber abrevado en él, por la misma idea que tienen acerca de las funciones del ser humano: “El hombre contemporáneo se ha convertido en testigo, una experiencia que tiene algo de escalofriante. No soy un simple coetáneo, soy un testigo”, y esto, multiplicado exponencialmente por internet y las redes sociales, permite deducir que la intimidad requiere de una redefinición, porque lo que suben al mundo virtual para que permanezca a la vista y la crítica de todo el mundo, es sucio.
Pero para que lo kosher permee tu vida está el ritual de la muerte, que empieza muchos años antes y es individual. La perspectiva de Sócrates es de élites: “Los hombres ignoran que los verdaderos filósofos no trabajan durante su vida sino para prepararse a la muerte; y siendo esto así, sería ridículo que después de haber perseguido sin tregua este único fin, recelasen y temiesen, cuando se les presenta la muerte”.
La certeza de Márai es judeocristiana, producto de nuestra época; es la fulguración por la verdad: “Anoche sentí por primera vez, con absoluta certeza y sin más, que soy mortal; no la posibilidad, sino el hecho. No fue tan aterrador… La muerte comienza cuando empieza a parecerte una contingencia no tan imposible. Durante ochenta y cuatro años no la he considerado algo probable, y tenía razón”.
Los protestantes suecos enfocan de otra manera el resultado de dejar de ser. Henning Mankell pone, en labios de la hija de Kurt Wallander, su angustia por la muerte debido a la eternidad, porque esta dura demasiado y será aburrida. Es, quizá, la perspectiva de quien se equipara a la divinidad y, por ello, no necesita ser agradecido.
Sándor Márai cierra 1984 en su diario: “No me opongo al hecho de irme, solo me inquieta el modo”. Es el tema, el modo; los vivos permanecemos sujetos a idéntica contingencia: el modito con el que nos gobiernan y nos imponen las reglas del juego. Bajo el pretexto de mantener el orden, de proteger a quienes menos tienen, pero su número no disminuye, crece en desigual proporción a como se hace más selecta y mínima la cantidad de privilegiados, de esos multimillonarios que tienen la certeza de ser divinidades del Olimpo, al menos.
Una entrada de Márai convoca al sarcasmo y la esperanza: “A veces me siento como un recuerdo de mí mismo”, y unos días antes: “Tiene que ser muy bonito morir sano”. Ya está: el temor, el miedo es siempre el mismo al dolor físico, a la suciedad, al abandono o, como aconseja el sicario adolescente a Roberto Saviano: “Si te van a dar un tiro, que sea en la cabeza, la muerte es instantánea. Si es en el cuerpo, pasas diez minutos en agonía, quizá quince, pierdes el control de los esfínteres, te ensucias, te avergüenzas. Deja de ser una muerte limpia, por todos lados”.
Márai redondea la reflexión: “La gran prueba de la vida no es la muerte, sino el morir. Sin embargo, hay algo obsceno en la enfermedad y la muerte. El reverso de lo corporal es lascivo y abominable”. Salvo cuando los familiares quieren que el enfermo permanezca, aunque esté en estado comatoso o sufra ya de muerte cerebral. El cuerpo se convierte en juguete en manos de las enfermeras.
El problema de la alteridad es cuando se va primero el ser querido. La esposa de Sándor Márai lo abandonó antes. Lo que asentó resulta importante para comprenderlo:
Al final de la vida llega un momento en que todo, todo lo que uno ha experimentado durante tantos años, todo lo que esperaba, todo en lo que confiaba, de repente queda sin perspectiva ni sentido. Tal es la fase que me toca vivir ahora. Estar cada día junto a esta mujer maravillosa, amada y noble, que conocía mi vida desde la otra orilla, desde el lado personal, y presenciar su declive lento y silencioso: no esperar nada, no oponerse al dolor, aceptar la impotencia, conducir a la mujer más querida hacia la salida de la vida, tambaleándome en una oscuridad permanente. Y no sé cómo será, pero ya no le doy más vueltas, me limito a continuar día a día y noche a noche mi camino por los infiernos. Tal vez existan los milagros, pero la cruel realidad en sí ya se manifiesta como un milagro, un milagro infame. Llega el tiempo en que uno ya no espera respuestas, no discute con el destino, lo abraza. Hay que aceptar el destino. No existe otro modo de soportar la crueldad de la vida.
No estoy de acuerdo con su última frase, porque la crueldad se hace a un lado cuando asumes que no esperas agradecimientos, pero que debes cultivar la vocación de ser agradecido, como hoy agradezco los libros de Leopoldo Mendívil López: Secreto 1910 y Secreto 1929, porque son aliento para ofrecer un atisbo a lo que pudo haber detrás de la realidad. ~
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Escritor y periodista, GREGORIO ORTEGA MOLINA (Ciudad de México, 1948) ha sabido conciliar las exigencias de su trabajo como comunicador en ámbitos públicos y privados —en 1996 recibió el Premio José Pagés Llergo en el área de reportaje— con un gusto decantado por las letras, en particular las francesas, que en su momento lo llevó a estudiarlas en la Universidad de París. Entre sus obras publicadas se cuentan las novelas Estado de gracia, Los círculos de poder, La maga y Crímenes de familia. También es autor de ensayos como ¿El fin de la Revolución Mexicana? y Las muertas de Ciudad Juárez.