Es una temeridad la siguiente afirmación: la primera mitad del siglo XX transformó los fundamentos de la cultura judeocristiana, el concepto de guerra justa, la percepción de la violencia y, en las confrontaciones bélicas internas o entre naciones, empezaron a morir más civiles que militares. La lectura de las obras de Tony Judt me permite suponer que puedo estar en lo cierto. En noviembre del año anterior Imre Kertész hizo público su retiro de la literatura, se mostró desencantado de que se le leyera como un escritor del Holocausto. Así es: sus personajes, la trama de sus novelas, lo que dicen sus criaturas, son producto de lo que vivió en Hungría durante y después de la Segunda Guerra Mundial, de lo que padeció en Auschwitz. Testimoniar la saña con la cual dispusieron de los judíos —niños, mujeres, adultos, ancianos— como mano de obra esclava, el hacinarlos en campos de concentración y medio matarlos de hambre para optimizar su rendimiento, pero, sobre todo, el usarlos como cobayas médicas y materia prima para industrializar el cuerpo humano, producen un punto de inflexión en la historia de la cultura occidental, en la historia de las ideas y en el comportamiento de los terrícolas. Anota Judt en Pensar el siglo XX:
El mundo de mi juventud era, por tanto, el mundo que nos había dejado Hitler. Sin duda, la historia intelectual del siglo XX (y la historia de los intelectuales del siglo xx) tiene una forma propia: la forma que los intelectuales de izquierdas o de derechas le darían si tuvieran que contarlo mediante una narración convencional o como parte de un marco ideológico mundial. Pero a estas alturas ya debería haber quedado claro que existe otra historia, otra narración que interviene y se inmiscuye insistentemente en cualquier relato sobre el pensamiento y los pensadores del siglo xx: la catástrofe de los judíos europeos. Un asombroso número de los dramatis personae de la historia intelectual de nuestro tiempo está siempre presente en esa historia, especialmente de 1930 en adelante.
Creo que Judt se contiene, hubiera requerido de las cualidades del poeta o del novelista, del entusiasta biógrafo que era Stefan Zweig, para saber que “se habían alterado todos los valores, y no solo los materiales; la gente se mofaba de los decretos del Estado, no respetaba la ética ni la moral, Berlín se convirtió en la Babel del mundo. Bares, locales de diversión y tabernas crecían como setas. Lo que habíamos visto en Austria resultó un tímido y suave preludio de aquel aquelarre, ya que los alemanes emplearon toda su vehemencia y capacidad de sistematización en la perversión”. ¿De qué otra manera hubiera podido llevar la guerra hasta la consunción de Alemania? Adolfo Hitler lo supo y no tembló ante las exigencias de la realidad. La asumió como la consecuencia lógica a su estrategia bélica. La solución final fue un imperativo para la unidad de los alemanes, para su ciega obediencia, para que estando inmersos en el drama que se escenificaba en los campos de concentración y en las fábricas, se sintieran ajenos, dejaran de ver lo que estaba a los ojos de todo el mundo. Es la sutileza de la perversión de los nazis. Antes habían modificado las normas de la guerra. La confrontación dejó de ser entre militares, para convertirse en ejecuciones sistematizadas de civiles por las fuerzas armadas, por los ejércitos de ocupación; desde entonces, incluso en las revoluciones, quienes padecen son las sociedades que los líderes decidieron sacrificar a la violencia. En los libros de historia y a la vista están las consecuencias de las confrontaciones internas en los países y las guerras entre distintas naciones. Todos los conflictos armados posteriores a la Segunda Guerra Mundial siguen ese patrón, lo mismo en Serbia que en Angola, en Iraq que en Sudán, las FARC o los Montoneros, Sendero Luminoso, incluso el neozapatismo y la guerra contra los barones de la droga.
En Postguerra, Tony Judt explica: “La mayoría de los europeos experimentaron la Segunda Guerra Mundial no como una guerra de movimientos y batallas, sino como una degradación cotidiana por la cual hombres y mujeres eran traicionados y humillados, obligados diariamente a cometer pequeños actos de delincuencia y autodegradación en los cuales todos perdían algo y muchos lo perdían todo”.
Los saldos constan en el recuento de las proezas del ser humano. Es momento de preguntarse ¿dónde y cómo afectó más el enfrentamiento de noviembre de 2012 entre Hamas y el gobierno israelí? La realidad es ineludible: crece la industria bélica, se fortalece la extrema derecha en Israel y los palestinos descienden un peldaño más en esa autodegradación que se han impuesto desde que los ortodoxos del Islam convirtieron en teocracias los Estados donde asentaron su poder, en una copia de espejo al proceder del Estado judío. Imposible hacer trampa: el dominó tiene 24 fichas inalterables, de la misma manera que la baraja tiene 52 cartas inmodificables. Dan vuelta, y a quienes juegan les corresponden alternativamente idénticos números y figuras, pero no siempre. Igual ocurre con las oportunidades, o sucede con el destino.
A pesar de que “antes de que la guerra hubiera ni siquiera acabado, Stalin, como hemos visto, ya estaba exiliando al Este a pueblos enteros, y es indudable de que para los judíos ya tenía planes similares. Al igual que en Europa central, en los territorios de la Unión Soviética, donde también habían sido los judíos los más perjudicados de todos, era fácil y frecuente culpar a estos mismos judíos de las desgracias de todos los demás […]. Para el propio Stalin representaba el retorno a un escenario familiar, a sus propios instintos antijudíos, estimulados aún más al observar la rentabilidad que Hitler había sabido sacarle al antisemitismo popular”.
¿Qué podría hoy envidiarse a los judíos, si como resultado de la Shoah relajaron su formación religiosa, pero no la cultural, la que los transforma en músicos de ensueño, en pintores inigualables, en científicos y literatos que arrasan con los premios Nobel, sin hacer de lado a los filósofos? ¿Qué podría causar rencor, si se incorporan o gobiernan en los países con los que se identifican, si son propietarios o miembros de los directorios de los laboratorios médicos, de las corredurías bursátiles y, además, dueños de fortunas enormes que definen el curso de la venta de acciones y el comportamiento mundial de los sistemas financieros?
Federico Ortiz Quesada argumenta que la obra de Judt está demasiado permeada por su judaísmo; le digo que no es cierto, que Cristo es judío y que la cultura de Occidente es judeocristiana y no a la inversa, que el comportamiento de los seres humanos se modificó en cuanto los romanos hicieron de Dios un doble del emperador, optaron por el monoteísmo y permitieron que el vicario de Cristo, el obispo de Roma, fundara una cultura, quizá una civilización, a partir de una fe que establece normas morales para el comportamiento humano. Como ejemplo está la manera en que se modificó la iconografía, la percepción del mundo en colores y sucesos, como los narrados por los pinceles de Marc Chagall, o por los acordes del violín de Yehudi Menuhin, o el piano de Arthur Rubinstein.
No dejan de acosar las referencias a Babi Yar y Treblinka, o las negociaciones ordenadas por sus majestades católicas, Isabel y Fernando, para desposeer a los judíos de sus fortunas y dedicarlas a sus guerras religiosas. La impronta de la cultura judeocristiana incide en el comportamiento de gobernantes, en el compromiso ideológico y político de intelectuales, artistas, banqueros, financieros, investigadores… es el santo y seña de una civilización que se transformó debido a las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial y de la solución final. ¿Puede encontrarse una medicina a su belicismo? ¿Puede el sionismo enarbolarse para justificar la creación de un pequeño Estado, en un minúsculo territorio, asimétrico con el nivel de influencia que ejerce en el mundo? Desde el punto de vista mesiánico, su razón religiosa para existir como pueblo elegido dejó de ser trascendente, ya no es una apuesta al futuro, pues dejaron de padecer un yugo del cual deban ser liberados. En cuanto a la teocracia y la filosofía, su poder terrenal las ha vaciado de contenido, por lo que deben replantearse su relación con la divinidad, porque el pueblo escogido tiene el poder, pero carece de paz. ~
—————————— Escritor y periodista, GREGORIO ORTEGA MOLINA (Ciudad de México, 1948) ha sabido conciliar las exigencias de su trabajo como comunicador en ámbitos públicos y privados —en 1996 recibió el Premio José Pagés Llergo en el área de reportaje— con un gusto decantado por las letras, en particular las francesas, que en su momento lo llevó a estudiarlas en la Universidad de París. Entre sus obras publicadas se cuentan las novelas Estado de gracia, Los círculos de poder, La maga y Crímenes de familia. También es autor de ensayos como ¿El fin de la Revolución Mexicana? y Las muertas de Ciudad Juárez.