Algo viejo y novedoso a la vez ocurre en la mente de los humanos: sobre la natural seducción del mal, personificado en el diablo u otra deidad como la santa muerte, aparece la simpatía, o simple empatía con esos personajes de ficción que se mueven fuera de la ley para hacerla cumplir; empatía con aquellos por cuya personalidad todo se les perdona, porque tarde o temprano caerá sobre ellos la justicia divina, a pesar de ser instrumento de la justicia inmanente.
¿Quién no se ha dejado seducir por el bribón de Odiseo? No me he topado con nadie que carezca de simpatía o al menos compasión por Edipo, aunque nunca queda claro si su madre lo sedujo a él o viceversa; Medea provoca admiración, Medusa y las Pitias curiosidad, pero escasamente un rechazo absoluto.
Más acá, en el siglo XIX, Edmundo Dantés se convierte en el paradigma del vengador contra la corrupción de los sistemas de procuración y administración de justicia, tema bíblico exhibido en los jueces inicuos que abusan de las viudas y los huérfanos.
No nos andemos con chiquitas: de idéntica manera a como Mario Puzo hace de Vito y Michael Corleone dos victimarios seductores, tanto que Apollonia Vitelli y Kay Adams contraen matrimonio con el segundo a sabiendas de las actividades del hombre elegido por ellas, como después Carmela decide vivir su vida con Tony Soprano o, en la vida real, como Florence Cassez lo hace con Israel Vallarta. Así, los lectores desarrollan empatía con Vito y Michael, pues no son como Virgil Sollozzo, ni traidores como Salvatore Tessio.
Hoy, los personajes de novela negra y series televisivas suben la apuesta. Sobre las flagrantes infracciones a la ley establecen un lazo casi afectivo con sus lectores o espectadores, porque los hacen percibir la necesidad de purificar, purgar, limpiar la procuración y administración de justicia.
Pero hay quienes están más allá de la redención. Me refiero a Dexter, forense especializado en análisis de salpicaduras de sangre en el Departamento de Policía de Miami, cuyo comportamiento de novio fiel, divertido padrastro y hermano confidente, no merecen más simpatía que la concedida al sediento de sangre. Dexter, nombre del personaje que da título al serial televisivo, es un psicópata que, al terminar su turno en la comisaría, busca a criminales cuestionables para, de acuerdo a su moral y para corregir los errores de la procuración de justicia, matarlos: es un asesino serial.
El único que lo conoció realmente fue su padre adoptivo, Harry Morgan, quien le transmitió la ética y los conocimientos sobre anatomía y de investigación policial con los que se protege para efectuar sus ejecuciones. Dice la promoción televisiva: “Al darse cuenta de que el instinto asesino de su hijo era imposible de evitar, decidió educarlo para sacar provecho de su particular sed de sangre y aportarle un código de actuación denominado ‘el código de Harry’, enfocado a perseguir y eliminar a aquellos asesinos que habían conseguido eludir la acción de la justicia”.
Podríamos sumar a la anterior Breaking Bad, Sons of Anarchy e incluso The Wire y Damages, donde Glenn Close interpreta a la abogada Patty Hewes, dueña de un prestigiado despacho legal desde el cual está dispuesta a trasgredir toda norma jurídica y jurisdiccional que se le oponga con tal de hacer justicia, de acuerdo a su muy peculiar interés: incluso ordena muertes y propicia suicidios.
¿Cuáles son las causas para que lectores y televidentes caigan bajo la seducción de tales personajes? Quizá quienes mejor lo explican son los personajes de John Connolly, Philip Kerr y Don Winslow.
Charlie “Bird” Parker externa sus opiniones en Todo lo que muere:
Durante la época en que fui inspector, había tratado alguna vez con los hombres de honor y siempre me dirigía a ellos con cautela y sin arrogancia ni presunción. El respeto debía pagarse con respeto y los silencios debían interpretarse como señales. Entre ellos, todo tenía un significado y en su forma de comunicarse aplicaban la misma economía y eficacia que en sus métodos de violencia.
Los hombres de honor hablaban solo de lo que los atañía de forma directa, respondían solo a preguntas específicas y preferían guardar silencio a mentir. Un hombre de honor estaba absolutamente obligado a decir la verdad y no quebrantaba esta norma sino cuando lo justificaba el comportamiento anómalo de los demás.
El mismo Parker escucha de Cole, su exjefe en el departamento de policía, y un corrupto:
–Estoy planteándome la posibilidad de retirarme. No quiero mirar a la muerte nunca más. Estoy leyendo a sir Thomas Browne. ¿Has leído algo de él?
–No.
–Moral cristiana: “No contempléis las cabezas de la muerte hasta que no las veáis, ni miréis objetos mortificantes hasta que los hayáis pasado por alto”… Ya no eres lo que eras, pero quizás aún puedas volver atrás antes de perderte para siempre.
Adán, el personaje de El poder del perro, medita en su lista de gastos:
También hay que pagar a los agentes de aduanas de Estados Unidos para que hagan la vista gorda cuando coches cargados de coca, hierba o heroína cruzan sus puestos, treinta mil dólares por cargamento, sea cual sea. Y aún así, no existe garantía de que el coche vaya a cruzar por un puesto de control ‘limpio’, aunque hayas comprado edificios de apartamentos desde cuyos tejados se dominan los pasos fronterizos, y tengas apostados vigías que están en contacto por radio con tus conductores e intenten encaminarlos hacia los carriles ‘correctos’.
Están los sobornos a los polis de San Diego, Los Ángeles, San Bernardino, lo que quieras. Y a la policía estatal, y a los departamentos del sheriff. Y a las secretarias y mecanógrafas de la dea, para que te pasen información sobre las investigaciones en marcha, o con qué tecnología se están llevando a cabo. O incluso ese extraño, extrañísimo, agente de la dea que se ha vendido, pero son muy pocos y están muy alejados entre sí […].
Lang, en Una investigación filosófica, explica a la detective de policía:
Bueno. Tanto la investigación policial como la filosofía parten de la idea de que hay una verdad que puede descubrirse. Nuestras respectivas especialidades se basan en la existencia de determinados indicios que debemos reunir para construir la verdadera imagen de la realidad […].
Ahora bien, mientras que la comisión de un crimen es algo natural, la tarea del detective, al igual que la del filósofo, es antinatural e implica el análisis crítico de diversas presuposiciones y convicciones, así como el cuestionamiento de ciertas presunciones e intuiciones. Por ejemplo, usted tratará de verificar una coartada del mismo modo que yo trataré de probar la correcta construcción de una proposición. El fin es el mismo, la búsqueda de la claridad. No importa qué nombre le demos, lo que en ambos casos se busca es imponer un orden en el reino del caos. Evidentemente, es algo que a veces no resulta agradable hacer ni que te lo hagan. Ante este tipo de actuaciones, la gente se siente insegura y a menudo opone una fuerte resistencia a la tarea que nosotros llevamos a cabo.
Lo único cierto es que allí están los crímenes atroces, y no me refiero a los cometidos en México en nuestro brutal presente, sino a los de toda la vida desde que el mundo es mundo, a ese engaño perpetrado también por los personajes bíblicos, que no dudan en mentir y traicionar, como lo hizo Jacob con Esaú, o a la manera en que Caín decide matar a Abel.
La procuración y administración de justicia en el mundo no es trigo limpio, porque está tutelada por seres humanos, susceptibles de dejarse tentar por una dádiva o una canonjía, o hábiles para corromper a través de una orden o de una complicidad.
Rodney King, Ferdinando Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, los Conlon y los Maguire, o los crímenes políticos por razón de Estado —como el cometido en contra de Mehdi Ben Barka, o el de Salvador Allende— o las atroces pifias vaticanas, y las guerras por motivos religiosos.
Quizá no deba extrañar, entonces, que crezca y se desarrolle esa simpatía o empatía con los personajes de ficción que trasgreden todas las normas legales para que se haga justicia, que no es lo mismo que aplicar la ley.
Quizá quien ofrezca la respuesta sea Isabel Cabrera, en El lado oscuro de Dios, donde anota:
El sufrimiento ahoga el alma, es cruel y celoso, reclama constante atención. El que sufre no tiene ojos para ver una noche plagada de estrellas, no tiene gusto para el sabor del pan, ni ensueña con el cuerpo amado… cuando la vida es solo dolor, pierde su sentido, y cuando quien sufre es inocente, su vida parece un absurdo. Solo Dios, piensa el religioso, puede transformar este padecer inútil en luminoso, solo Dios puede devolver a Job la esperanza que ha perdido, porque la ausencia de responsables es relativa para el teísta.
O posiblemente la encontremos en Hannah Arendt, quien en 1945 opinó: “El mal será el problema fundamental de la vida intelectual de la posguerra en Europa, del mismo modo que la muerte se convirtió en el problema fundamental después de la última guerra”.
De allí la importancia de satisfacer esas pulsiones, esas venganzas, esas pasiones a través de la ficción.
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Escritor y periodista, GREGORIO ORTEGA MOLINA (Ciudad de México, 1948) ha sabido conciliar las exigencias de su trabajo como comunicador en ámbitos públicos y privados —en 1996 recibió el Premio José Pagés Llergo en el área de reportaje— con un gusto decantado por las letras, en particular las francesas, que en su momento lo llevó a estudiarlas en la Universidad de París. Entre sus obras publicadas se cuentan las novelas Estado de gracia, Los círculos de poder, La maga y Crímenes de familia. También es autor de ensayos como ¿El fin de la Revolución Mexicana? y Las muertas de Ciudad Juárez.