La decisión de Benedicto XVI para regresar a ser Joseph Ratzinger me recordó, de inmediato, lo que François Mitterrand contó a Elie Wiesel en Memoria a dos voces: “Los dilemas filosóficos han sido resueltos, junto con el doctor tomé la determinación de suspender los medicamentos”.
Nada de lo leído hasta hoy sobre la aceptación tácita de sus limitaciones, sean estas teológicas o terrenales, despeja interrogantes básicas, simples, elementales.
1. ¿Por qué tardó tanto tiempo entre la toma de su decisión, hacerla pública y asumirla?
2. ¿Por qué se retira a un convento de clausura, dentro de las paredes del propio Vaticano?
3. ¿Cuáles son los problemas teológicos relacionados con su fe que hubo de resolver para renunciar a ese cargo más próximo a la divinidad que a lo terreno?
4. ¿Cómo incidirá en el futuro de la Iglesia como depositaria de la fe?
5. ¿Qué tanto determinaron su decisión las disputas terrenales?
Quizá la lectura de Mysterium iniquitatis, de Sergio Quinzio, permita dilucidar —al menos aproximarse a la respuesta— las cinco interrogantes anteriores; es de importancia hacerlo, porque lo que ocurre hoy en el mundo, incluidos los desplantes mediáticos de los gobiernos iraní y de Corea del Norte, atañe a todos, se pertenezca o no a una religión.
La obra de Quinzio son las ficticias encíclicas del último obispo de Roma, Petrus II, donde el no menos ficticio pontífice escribe: “Una profunda cesura separa al mundo moderno del que lo ha precedido. La misma discontinuidad, la misma cesura se ha producido en la historia de la Iglesia. Solo nos queda ahora un hilo cada vez más tenue de ligamen con el pasado, en el transcurso histórico desde los orígenes cristianos hasta el presente”.
El último intento para resolver el problema fue el Concilio Vaticano II. Imposible lograrlo desde la posición de Luzbel asumida por la curia vaticana. La soberbia con la que disponen de los poderes terrenales y espirituales depositados en ese Estado rompe con los orígenes cristianos.
Anota nuestro autor: “El proyecto teológico de la desmitificación del cristianismo, que consiste en despojar el mensaje cristiano de la superestructura mítica de la cultura moderna había abierto ya el camino —negando la resurrección de los muertos, el Juicio final, el Paraíso y el Infierno, los ángeles y los demonios— a la negación de Dios tal como lo adora la fe cristiana: en efecto, desde el punto de vista de la cultura y la mentalidad modernas, debe aparecer igualmente mítico”.
Lo anterior ocurre como procedimiento para asegurar la globalización, y de ello es mayormente responsable Juan Pablo ii pues, como apuntaremos más adelante, se hizo aliado de lo peor de la derecha para derrocar al comunismo y apostar a la desregulación indiscriminada. Sus promotores seculares incluyeron, en el acuerdo político supranacional, el debilitamiento de la fe.
Lo mismo ocurre en los países en los que el concepto de nacionalidad y la idea de patria están firmemente arraigados. Se inicia el proceso de desmitificación de los mitos fundacionales, para desarraigarlos y desplazarlos, como en las peores épocas del estalinismo.
El aspecto teológico de este problema es el que tiene que ver con la fe, y al respecto de esto Sergio Quinzio pone en la pluma de Petrus II lo siguiente:
El depositum fidei se apoya en una palabra que, pronunciada hace dos mil años, nuestros oídos también oyeron (fides ex audito, Rom. 10, 17). Una palabra crucificada, pero tan poderosa como para imprimir su sello —en el bien, pero también y quizá sobre todo en el desbaratamiento de su moderna imitación anticrística— en nuestra historia y en todos aquellos que han oído el mensaje, aunque solo sea para rechazarlo, cayendo así presa, finalmente, de un mortal cinismo y de una indiferencia mortal.
Por ello reconoció y declaró carecer de la fortaleza física y espiritual necesaria. Regresar al origen de la fe, no de los instrumentos para alentarla o conservarla, requerirá del próximo pontífice tomar decisiones políticas, administrativas y espirituales, con el propósito de intentar la recuperación del depositum fidei.
El análisis sobre el estado de ánimo y la decisión teológico-política de Benedicto XVI requiere de un apunte adicional, encontrado en Carta a un religioso, donde Simone Weil muestra el tamaño del desaguisado pastoral de Juan Pablo II: “El cristianismo ha hecho entrar en el mundo la noción de progreso, desconocida hasta entonces; y esta noción se ha convertido en el veneno del mundo moderno, lo ha descristianizado”.
Hoy lo llamaríamos desregulación, libre mercado, globalización, unipolaridad: el centro es el Imperio, y su escabel las religiones como instrumento de control social y político.
Es importante y significativa la actitud que asumirá Joseph Ratzinger desde el convento donde continuará su vida terrena y espiritual en silencio —eso es el claustro— para, como el efecto que causa en el observador El grito de Munch, obligarnos a todos a ver qué traemos detrás y adentro.
La otra vertiente, la de los poderes terrenales, exhibe cómo la Iglesia católica traicionó o deformó el cristianismo en cuanto se convirtió en institución administrada por hombres, en cuanto estos cedieron a la tentación del enaltecimiento político, de la concupiscencia, y prefirieron modificar la esencia de la fe antes que ver disminuidos su poder y su fortuna.
Jesús, el hijo de María, el hombre-Dios, estuvo lejos de predicar el celibato e imponerlo como norma o práctica. Lo concibieron los administradores de la Iglesia como instrumento coercitivo para preservar el poder económico, pues temieron que los hijos de sacerdotes, prelados, cardenales y pontífices pudieran ceder a la tentación de reclamar como suya una riqueza perteneciente a la Iglesia. Nada que ver con la humildad y la pobreza.
Todo argumento teológico, canónico y vaticano para mantener el celibato es falaz y, además, favorece la pederastia; es en los claustros donde los débiles podían esconderse del nefando pecado contra natura y contra Dios. Quizá la afición por los castrati era algo más que la imitación de la voz de los ángeles.
Jesús tampoco disminuyó la importancia de las mujeres. Su trascendencia en la vida de este mundo y en la fe va implícita en la imagen de María, virgen y madre, y está presente en los cuatro evangelios.
Las consecuencias de preterir a las mujeres son graves y diversas, van más allá de los entierros clandestinos en los conventos, del aborto que tanto condenan y tanto practican, para —como en Los demonios de Loudun— ocultar a los ojos del mundo las consecuencias de la debilidad de la carne de monjas y prelados.
La prédica de Jesús es el fundamento de la teología de la liberación, entendida esta como el equivalente de la presencia de Cristo en sustitución de la imagen que los judíos habían cultivado del Mesías, hoy carente de importancia si hacemos cuenta del verdadero poder terrenal de Israel sobre la comunidad internacional.
Cristo no es el soldado universal, es la opción por los pobres, como ahora lo pide el obispo de Roma, Bergoglio, transmutado en papa Francisco. Pero Juan Pablo ii pareció haberlo olvidado cuando, decidido a acabar con el comunismo, estableció alianzas políticas ajenas a su ministerio, favoreció el capitalismo más feroz y salvaje, instrumentado con el cuento de la desregulación y manifestado en la globalización.
Las consecuencias son devastadoras, incluso en contra de la fe y la catequesis.
Los anteriores son algunos de los problemas que debiera intentar resolver Francisco, pontífice y obispo de Roma. Es un regreso al origen, es retomar la opción por los pobres, es recurrir a la prédica de Cristo, es restablecer al hombre y la mujer la consigna de que ya no son dos sino una sola carne, como un primer paso para combatir la pederastia, el aborto y el afán de atesorar bienes terrenales.
Hay posibilidades de que proceda, si consideramos que la forma es el fondo: hizo su primera aparición con una cruz pectoral ajena a la manifestación de riqueza y poder de sus antecesores.
Escribe Simone Weil en Carta a un religioso: “Parece como si con el tiempo se hubiera ido viendo no ya a Jesús sino a la Iglesia como Dios encarnado en este mundo. La metáfora del cuerpo místico sirve de puente entre las dos concepciones. Pero hay una pequeña diferencia: Cristo era perfecto, mientras que la Iglesia está manchada por cantidad de crímenes”.
Francisco, pontífice y obispo de Roma, puede iniciar la transformación de la Iglesia. De lo contrario, será como el personaje de El grito, donde Munch nos lo presenta despavorido y huyendo a toda carrera de aquello que lo persigue.
Foto tomada de http://www.flickr.com/photos/dslrtravel/5562386030/
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Escritor y periodista, GREGORIO ORTEGA MOLINA (Ciudad de México, 1948) ha sabido conciliar las exigencias de su trabajo como comunicador en ámbitos públicos y privados —en 1996 recibió el Premio José Pagés Llergo en el área de reportaje— con un gusto decantado por las letras, en particular las francesas, que en su momento lo llevó a estudiarlas en la Universidad de París. Entre sus obras publicadas se cuentan las novelas Estado de gracia, Los círculos de poder, La maga y Crímenes de familia. También es autor de ensayos como ¿El fin de la Revolución mexicana? y Las muertas de Ciudad Juárez.