El tiempo es una constante en la mente de los seres humanos: está en la literatura, la plástica, el deporte, la cosmética y la medicina; la ingeniería genética, la economía, la política, la fe y las religiones en las que la promesa de eternidad amenaza con convertirse en tedio porque dura demasiado.
Las personas se miden a ellas mismas por el único absoluto que son capaces de comprender, de allí que muchas padezcan de esa deformación que es el afán de conquistar la inmortalidad. Por eso concibieron e inventaron los instrumentos que, de una y mil maneras, miden el tiempo. Hoy, los relojes pueden ser joyas de incalculable valor —¿en su precio tasan el costo de su tiempo en vida?—, pero que cumplen idéntica función a las que casi nada valen.
El tiempo también es obsesión. De otra manera, cómo pueden explicarse los adelantos en medicina, la nanotecnología, la biomédica y la ingeniería genética, la casi inmediata posibilidad de construir órganos de repuesto —salvo el cerebro—, la clonación y, como promesa estúpida porque quita el sabor que las contingencias y el azar dan a la vida, la posibilidad de engendrar hijos de diseño. ¿Será?
Encima de todo lo anterior, internet arroja sobre los seres humanos una herramienta de conocimiento que los azora, distrae, esclaviza, sujeta y, en un contrasentido impresionante, también les abre las posibilidades de libertad infinita, con el consabido riesgo que trae consigo saber más, conocer lo que hace daño, hiere, lacera, hunde, deprime: me refiero a la información en tiempo real, a esa verdadera y auténtica fruta del árbol del bien y del mal.
Jean Baudrillard escribió un ensayo sobre la clonación, cuyo final es un poema: qué aburrimiento repetirse al infinito y ser siempre el mismo. Frase que encierra el secreto de la liberación de la muerte para, al menos, llegar por última vez a terrenos desconocidos, o cerrar los ojos para la eternidad, en ese vacío que despoja de toda preocupación, grande o pequeña, injuriosa o libertina.
La información en tiempo real —me parece— va en sentido contrario: es la sorpresa constante, la posibilidad de atestiguar lo que se hubiera preferido nunca ver o saber, la necesidad de reconstruirse incesantemente para superar el desagrado o el agravio que significó enterarse de lo que debió ignorarse. A partir de este supuesto, han de reconceptuarse ideas que dejan de tener sentido.
©B.J. Carrick, Tiger shrimp,
lápiz y tinta sobre papel crema,
21.6 x 28 in, 2011.
La intimidad —alguna vez Julio Scherer me contó su conversación al respecto con Porfirio Muñoz Ledo, quien en ese entonces era secretario del Trabajo y Previsión Social— deja de ser un tema codiciado por los periodistas, como lo muestran los videos subidos a las redes sociales por alguno de los cónyuges deseoso de exhibir lo que ocurre en su recámara; es decir, quizás el único lugar verdaderamente íntimo sea el trono ubicado en la sala de baño.
Los teléfonos celulares con acceso a internet modifican el concepto de noticia y la idea aún vigente del periodismo, sobre todo si quien los usa tiene una alta estima de sí mismo y considera que su misión en la vida es la denuncia en contra del poder, cualquiera, como lo demuestran las imágenes de Abu Ghraib, de Florence Cassez, de Andrea Benítez, de los veracruzanos repartiendo despensas, del atentado en Boston; hoy, todo ser humano es un reportero en potencia; la noticia dejó de ser lo que interesa a los dueños de los medios y a los gobiernos, porque en las redes sociales se difunde primero lo que molesta a la sociedad o le llama la atención.
La otra vertiente de ese periodismo tiene más que ver con el terror y la necesidad de imponerse por el miedo, como lo muestran los videos de torturas y víctimas, las imágenes de los muertos en la guerra del narco y los cadáveres encontrados en las fosas clandestinas. Lo narró adecuadamente Ciro Gómez Leyva en su artículo “¡Mariela no te duermas! (Estamos tomando video)”:
Sin romper el plano secuencia, la cámara descubre a una niña tirada boca abajo, mal herida. “¿Me escuchas, chava?”, le dice con suavidad un soldado. “Te estás muriendo”. La joven musita que le duele la espalda. Los soldados piden un médico. Otra voz dice en off: “Tenemos a una muchacha que nos estaba disparando, está muy grave, como que ya se va a morir, estamos tomando video”.
Lo anterior me lleva de la mano a Tu rostro mañana, donde Javier Marías aclara:
No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido. Contar es casi siempre un regalo, incluso cuando lleva e inyecta veneno el cuento, también es un vínculo y otorga confianza, y rara es la confianza que antes o después no se traiciona, raro el vínculo que no se enreda o anuda, y así acaba apretando y hay que tirar de navaja o filo para cortarlo.
Por eso, “Callar, callar, es la gran aspiración que nadie cumple ni aun después de muerto, y yo el que menos, que he contado a menudo y además por escrito en informes, y aún más miro y escucho, aunque casi nunca pregunte ya nada a cambio”.
Allí están las redes sociales, el poder de internet entregado a la sociedad, como lo muestra el desenlace de la difusión del mal comportamiento de Andrea Benítez, lo que obliga a cuestionarse si el tiempo real en la información transforma la idea que el ser humano tiene del tiempo como un absoluto de la ciencia física y medible y contable, o solo es un incidente en la vigencia de un concepto que debe permanecer inalterable.
©B.J. Carrick, City boy fishing,
lápiz y tinta sobre papel crema,
21.6 x 28 in, 2011.
A estas alturas, pensar que las redes sociales deben callar, en lo que a ámbitos de la política y el poder se refiere, resulta un sueño guajiro. La cibernética, los nuevos teléfonos celulares, los satelitales, son puertas que siempre permanecerán abiertas, convertidas, para los políticos, en las vitrinas tras las cuales se muestran —o mostraban— las servidoras sexuales que azorados turistas o fisgones inquietos contemplan en Amsterdam. En cuanto cierran las cortinas, dan la noticia de contar con un cliente.
El tiempo real demanda atención porque todo sucede en el momento, al instante, y así es como pudieran exigir los cambios, las reformas, las transformaciones de las sociedades, sin detenerse a considerar las exigencias y compromisos de los gobiernos, tradicionalmente divorciados o ajenos a la dignidad que los gobernados necesitan para vivir.
Mariela, la referida por Gómez Leyva, ciertamente dejó de ser, lo que obliga a otra relectura de Javier Marías:
Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera, ojalá no nos pidieran los otros que los escucháramos, sus problemas míseros y sus penosos conflictos tan idénticos a los nuestros, sus incomprensibles dudas y sus meras historias tantas veces intercambiables y ya siempre escritas (no es muy amplia la gama de lo que puede intentar contarse), o lo que antiguamente se llamaban cuitas, quién no las tiene o si no se las busca, “la infelicidad se inventa” […], y es una cita cierta cuando son desdichas que no vienen de fuera y que no son desdichas inevitables objetivamente, no una catástrofe, no un accidente, una muerte, una ruina, un despido, una plaga, una hambruna, o la persecución sañuda de quien no ha hecho nada, de ellas está llena la historia y también la nuestra, quiero decir estos tiempos inacabados nuestros.
Pero la construcción de la historia se hace más difícil y requiere de mayor tesón y de cierta dosis de perversidad, porque el tiempo real muestra a la insaciable sociedad que, sobre las catástrofes o accidentes (terremoto de 1985, San Juan Ixhuatepec, Xalostoc), los gobiernos se encargan de construir la infelicidad de los gobernados, pues de otra manera les resultaría necesaria la fuerza militar o paramilitar para mangonear, imponer criterios, determinar futuros y delinear una nueva ingeniería social, similar a la estalinista, con sus propios desplazados pero con mejores y nuevos recursos para imponer la voluntad de quienes gobiernan.
Adquiere su verdadera dimensión la alegoría del Génesis acerca del árbol del bien y del mal, del fruto prohibido, que no es otra sino el conocimiento de lo que debió ignorarse para vivir en paz pero que internet, el tiempo real de la información y las veloces redes sociales hacen del conocimiento público simultáneamente al desarrollo del suceso histórico, de la pifia, de la vergüenza ajena, del error, del asesinato, del video que por la eternidad dará cuenta de la manera en que murió Mariela, la chava a la que el soldado le levanta la playera en la espalda, para que nuestros ojos puedan contemplar el tamaño de la herida, para que unos se solacen y otros se venzan ante el miedo que puede dar saber. ~
__________
Escritor y periodista, GREGORIO ORTEGA MOLINA (Ciudad de México, 1948) ha sabido conciliar las exigencias de su trabajo como comunicador en ámbitos públicos y privados —en 1996 recibió el Premio José Pagés Llergo en el área de reportaje— con un gusto decantado por las letras, en particular las francesas, que en su momento lo llevó a estudiarlas en la Universidad de París. Entre sus obras publicadas se cuentan las novelas Estado de gracia, Los círculos de poder, La maga y Crímenes de familia. También es autor de ensayos como ¿El fin de la Revolución Mexicana? y Las muertas de Ciudad Juárez.