La edad, a la larga, trae más ausencias que presencias. El directorio telefónico personal, la agenda de actividades sociales, se invierten. En ellos empieza a haber más muertos que vivos, más honras fúnebres que festejos y saraos. El amor, y los afectos, se transforman en nostalgia, en lágrimas nocturnas, en algunas ocasiones en arrepentimiento.
Cuando las visitas a los enfermos y después a las agencias funerarias se hacen frecuentes es momento de detenerse, reflexionar, replantearse preguntas de cuyas respuestas nos creímos seguros propietarios, porque nada es como parecía ser.
Por ejemplo, esa idea pedestre que los seres humanos se hicieron de la inmortalidad, que va de la mano con la imagen de los dioses homéricos. Solo basta recordar la película El inmortal para tener la certeza de que una larga vida, eterna, es inútil, vacía, cuando los seres amados se suceden en los velatorios y en las necrópolis, cuando la permanencia es un constante recordatorio de la mortalidad de los otros.
La consolidación de la cultura judeocristiana como definitoria de la civilización de Occidente modifica la idea de inmortalidad, que se convierte en una percepción, cuya realidad o realización solo puede obtenerse gracias a la fe. La resurrección de Cristo es el fundamento del cristianismo y sus derivaciones, entre ellas el catolicismo.
Desconocemos lo que Lázaro y otros resucitados consignados en los evangelios vieron. Hoy nadie sabe lo que es esa eternidad prometida, esa resurrección de la carne. Las conjeturas sobre ello llevan a la desesperación o a la templanza, a abjurar o a la fe.
Lo único cierto, por el momento, es que nadie, en sus cinco sentidos, quiere morir. Javier Marías lo consigna singularmente en Tu rostro mañana, donde deja anotado:
Uno no lo desea, pero prefiere siempre que muera el que está a su lado, en una misión o en una batalla, en una escuadrilla aérea o bajo un bombardeo o en la trinchera cuando las había, en un asalto callejero o en el atraco a una tienda o en un secuestro de turistas, en un terremoto, una explosión, un atentado, un incendio, da lo mismo: el compañero, el hermano, el padre o incluso el hijo, aunque sea niño. Y también la amada, antes que uno mismo.
El temor a la muerte es real, es el primer regalo que los humanos reciben al nacer, aunque se manifieste años después y por motivos distintos, pero una vez que se le conoce, se convierte en tarjeta de crédito sin límite y sin necesidad de renovación anual.
Conjurar este miedo natural a dejar de ser solo se obtiene por el ateísmo puro y sin complicaciones, o por la fe sin adjetivos, porque esta es un don divino; en él nada tiene que ver la práctica u observancia, al menos, de una religión.
Tuve oportunidad de constatarlo por la reacción que los asistentes a la misa de depósito de cenizas de Daniel Roberto, hijo de Roberto González Aguilar, manifestaron al concluir el rito y con motivo de la homilía del sacerdote, quien dijo que no debería existir motivo de aflicción por la muerte física, real, de ese joven, sino regocijo, porque lo que parecía haberse convertido en un dejar de ser, en realidad se había transformado en una vida espiritual mejor, en la que no hay sufrimiento y solo se espera la resurrección de la carne.
No me sumé a la crítica sin justificación, porque creo que la fe destruye a la muerte. La inmortalidad no es homérica, dista mucho de parecerse al concepto que de ella se hicieron los mortales a la luz de la cultura de Occidente, pero la inmortalidad existe.
En Carta a un religioso, Simone Weil deja constancia de lo siguiente:
Los misterios de la fe no son un objeto para la inteligencia en tanto que facultad que permite afirmar o negar. La única parte del alma humana que es capaz de un contacto real con ellos es la facultad de amor sobrenatural. Solo a consecuencia de ese amor, el alma es capaz de adhesión a esos misterios.
En este sentido la muerte adquiere aura de misterio. Las resurrecciones bíblicas, que no son tantas, dejan constancia de que los resucitados fueron mudos con respecto a su experiencia. La hija de Jairo, Lázaro, el hijo de la viuda cuya resurrección se debe a Elías, son constancia de que el asunto de la fe ha de replantearse constantemente, porque la duda honesta es fuente de fe.
La otra cuestión atañe a la necesaria modificación de las relaciones intrafamiliares, cuando la muerte se perfila, se anuncia, aparece como una promesa de descanso.
En este contexto la muerte se define, ya, como un suceso íntimo, como el rito durante el cual se establece el balance que importa: el interno. Solo tutelado o asistido por los familiares, esos seres queridos —cuando la muerte llega paso a paso, conforme avanza la vejez y no es un hecho trágico— que testimonian la lenta, pero pertinaz degradación física e intelectual, peor cuando llega convertida en demencia senil, en malestar que incapacita, disminuye.
Desde el punto de vista humano la muerte es un bien, como se desprende de la lectura de Intermitencias de la muerte, donde José Saramago exhibe el daño que causaría en las organizaciones que sostienen a los países el hecho de que la parca se pusiera en huelga.
Sin embargo, el riesgo de llegar a la muerte a través del camino de explotación económica, como sucede en los hospitales, transforma una realidad de consecuencias sencillas en un hecho aterrador, por lo que puede costar morir y por la deuda que puede heredarse a los hijos.
En el intenso ensayo Morir con dignidad, escrito a cuatro manos por Hans Küng y Walter Jens, nos encontramos con la siguiente afirmación:
Sabe bien que la lucha por la salud tiene sentido mientras sea posible sanar, pero que la lucha contra la muerte a cualquier precio es absurda: una ayuda que se convierte en martirio. También el médico que, aunque confrontado cada día con su propia condición mortal, cree sin embargo en una última realidad, no verá en la muerte a su enemigo mortal, haciendo de cada victoria sobre ella una cuestión de amor propio. Aceptará y asumirá al final su propia impotencia y abordará la muerte con conmiseración y sin escabullirse cuando ya no sea posible combatirla. Así será capaz de acompañar al paciente hasta el final y no se alejará precisamente cuando la muerte se acerque.
Digamos que este tránsito es el de la muerte como trámite administrativo: facturas de hospital, de tanatorio y cremación o sepelio, trámite del acta de defunción, baja en el IFE y en Hacienda, cancelación de tarjetas de crédito y lectura del testamento.
Está la otra ausencia, la importante, la que no requiere trámite alguno, la que se convierte, con el tiempo, en añoranza, en apacible recuerdo, en evocación y en tristeza, cuando de contar a los otros deudos los momentos felices que compartieron se trata.
Esa es la muerte que da fundamento al cristianismo, es la muerte que el catolicismo puede convertir en amenaza o en premio, de acuerdo a los intereses de los poderes terrenales asentados en El Vaticano.
Se cuestionan los autores del ensayo:
¿Cuánto debería hacerse —sin duda mucho— para evitar o al menos reducir tales muertes indignas de personas, en lo que sean culpa de los hombres? ¿Cuánto debería hacerse —sin duda mucho— para posibilitar al menos una supervivencia elemental, una vida mejor y más digna de seres humanos a esas personas cuya vida a menudo es peor que una vida de perros? ¡Sin una vida digna de personas no es posible una muerte digna de personas! O lo que es lo mismo, dicho al contrario, una muerte digna de seres humanos no es algo obvio, ni siquiera en las condiciones de una sociedad de la sobreabundancia. Morir con dignidad es una oportunidad inmerecida, un gran regalo: el gran don. Y al mismo tiempo una gran tarea para la humanidad […]. ¿Acaso no nos está exigiendo precisamente la actual situación social que hablemos del morir y de la muerte, en cierto sentido en contra de lo que sucede?
Es en este contexto en el que se mueven las agendas y se modifica la certeza de dar por ciertas respuestas que resultaron ilusión; los números de teléfono se cambian por las fechas de los aniversarios luctuosos, y la promesa de un futuro adquiere la certidumbre de un final, sin poesía, sin grandilocuencia, solo en la intimidad, en el anonimato que debe conducir a la única esperanza importante: el premio concedido por la fe, no por la administración de la fe. ~
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Escritor y periodista, GREGORIO ORTEGA MOLINA (Ciudad de México, 1948) ha sabido conciliar las exigencias de su trabajo como comunicador en ámbitos públicos y privados —en 1996 recibió el Premio José Pagés Llergo en el área de reportaje— con un gusto decantado por las letras, en particular las francesas, que en su momento lo llevó a estudiarlas en la Universidad de París. Entre sus obras publicadas se cuentan las novelas Estado de gracia, Los círculos de poder, La maga y Crímenes de familia. También es autor de ensayos como ¿El fin de la Revolución Mexicana? y Las muertas de Ciudad Juárez.