Un metro ochenta centímetros de estatura. La figura esbelta, de piel morena, de cabeza ovalada, cada uno de los elementos del cráneo en perfecta simetría. De origen somalí, ronda ya los sesenta años.
Iman Mohamed Abdulmajid dedicó muchos de sus días al mundo del modelaje. Revolucionó al mundo de las pasarelas en un momento histórico en donde el protagonismo de las mujeres que las adornaban no era del todo importante: era africana, era bellísima, supo hacerse del maquillaje a pesar de la oscuridad de su piel. Sin embargo, nada ha pesado más en su biografía que el hecho de su matrimonio; cada vez que se menciona el nombre de Iman, modelo, aparece en algún lado la siguiente anotación: “es esposa de David Bowie”.
El hecho, de características probablemente inconscientes, no es gratuito. Si revisamos hasta con descuido la biografía del músico inglés, en cualquiera de sus momentos, los datos arrojan una y otra vez una fijación irrenunciable por el problema de la imagen pública: su primer amor fue el compartido con otra modelo, Angela Barnett. Su ascenso a la fama mundial participó, en gran medida, de la invención de un alter ego que no era más que imagen, Ziggy Stardust. Si algo se recuerda de Bowie en los anales de la música popular contemporánea, más allá de su discografía, es el carácter cambiante de su vestido, peinado y estilo, un camaleón cuyo reconocimiento musical siempre ha estado ligado a sus exploraciones visuales.
Bowie quizá sea el más memorable de todos aquellos que sacrifican la personalidad propia por el imperio de la imagen (o el imperio de lo “efímero”, diría un alguien), pero no fue el primero en hacerlo. En muchos sentidos, acaso echó luz a una dinámica que resulta ser una de las características principales del ámbito cultural del siglo XX: toda preocupación artística, toda, viene siempre acompañada de una preocupación por la imagen personal.
Alguna anécdota cuenta que estaba reunido el mentado Bowie con un viejo William Burroughs. La conversación resuelve, en algún momento, en torno a Andy Warhol. Ambos personajes, músico y escritor, critican la deshumanización, individual, del artista de Pittsburgh. Como si las palabras salieran de dos franciscanos convencidos, achacan a Warhol de no ser una persona. ¡William Burroughs, un hombre que transformó su propia vida en obra, y David Bowie, otro que dejó todo de lado para convertirse en un marciano ficticio, criticando la “deshumanización” de un personaje, éste también, creado en consciencia!
Los tres personajes citados son hijos de una misma tradición. Sin embargo, en el ámbito musical esta “despersonalización”, cargada de imagen pública, fue donde tuvo mayor efecto.
Porque las enormes patillas de Elvis Presley, así como sus chaquetas rosas, no son producto de la casualidad. Tampoco lo fueron los cabellos necios de The Beatles, ni la desfachatez de los Rolling Stones. Todas son lógicas propias del siglo de los medios masivos de comunicación, de la imprenta y la televisión, de los años en los que, para fines prácticos, forma y fondo cada vez convergían más y más hacia un mismo punto. La exposición pública, pues, no hizo más que crear a personas que, en cuanto personas, terminaron por esclavizarse ante su propia obra: Warhol el banal, Burroughs el antisocial, Bowie el cambiante.
Esta condición “visible” del artista, y no lo hemos hecho claro aunque se haya dicho, florece con naturalidad y vehemencia en el mundo de la moda. De Bowie sucedieron tragedias infinitamente más radicales, rayando en lo patético: unos muchachos de Nueva Jersey, por ejemplo, faltos de toda sensibilidad y decencia, buscaron el éxito a partir de esta mezcla ya inseparable de forma y fondo. Si la forma resultaba ser extraordinariamente explosiva, inusitada y carnavalesca,, el fondo podía tomar un segundo lugar. Sobra decir que lo lograron.
Maquillados hasta la médula de personajes incomprensibles e incoherentes en su relación, azoraron con un espectáculo lleno de pirotecnia, sangre ficticia, iluminaciones lisérgicas y música sencilla. La teatralidad de la propuesta (y la teatralidad es un engaño, una apariencia) continúa, al día de hoy, generando cientos de millones de dólares en venta. KISS, el nombre del grupo, es un referente visual antes que sonoro. Es un triunfo de la imagen.
Bowie iluminó esta posibilidad, y ha jugado con ella de manera creativa. Fue el primero en entregar su alma a su estilo, su corazón al modelaje y su persona al invento. Fue el primero en señalar que, de alguna manera, todo se encaminaba a eso.
El problema es que, en vez de ser interpretado como un simple juglar de su tiempo, un comentarista de su contexto, su imagen sirvió como un acelerador del proceso. Decirlo así: desde Ziggy Stardust, no hay músico en las vitrinas globales que no busque una congruencia profunda entre su estilo y su obra, aunque sea por una negación de la misma (y entonces pensamos en Kurt Cobain). Esto, a la larga, resulta en lo que muchos adoradores de aquello “sensible” después quejan: la invasión mediática del artista prefabricado, el consumo “injustificable” de “música chatarra”, la preponderancia de la imagen por sobre todas las cosas.
Las redes sociales y el Internet han transformado un poco estas realidades. El futuro, en estas líneas, dista mucho de ofrecer productos claros. Pero el siglo XX fue el siglo de la imagen. De la imagen personal, de la imagen pública, de la mediatización visual de la cultura. Si ampliamos la definición de “moda” a estos rubros, fueron los cien años de la moda.
David Bowie ha dedicado su vida a la moda. Es, en este sentido, el artista esencial del siglo pasado; de sus canciones recordamos poco.
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Fotografía tomada de http://www.flickr.com/photos/hansthijs/3625499399/
«David Bowie ha dedicado su vida a la moda. Es, en este sentido, el artista esencial del siglo pasado; de sus canciones recordamos poco.»
Estaba de acuerdo con casi todo. Pero esta última afirmación es absurda. Quizás el autor sólo sabe apreciar la imagen, y no el contenido. Quizás no sabe apreciar la música porque la moda le importa demasiado. Pero hay que ser lo suficientemente sensible para reconocer lo que se esconde bajo la superficie, tras de la imagen. Analizar sólo la imagen de Bowie, perderse en esta imaginería y no conocer/entender su música (es lo que demuestra la última afirmación) demuestra la superficialidad del oyente, no del artista.
Qué babosada meter a burroughs, cobain, kiss, elvis, bowie en el mismo saco. Se siente más que forzado este artículo. Es más, propongo un juego: cambien los nombres de los artistas por los de Mozart, Da Vinci, o quien sea. Aquí el problema es el análisis a posteriori del autor. ¿No será que burroughs era, por ejemplo, naturalmente antisocial? ¿o que a cobain realmente no le gustaba su imagen pública? El autor parece estar seguro de que todas esas son poses de los individuos en cuestión, sin dar justificación. De TODA persona pública podríamos decir lo mismo.