Los estudiosos de la historia política mexicana han interpretado el desarrollo de la democracia en nuestro país de muy diversas maneras. José Woldenberg reúne dos facetas muy importantes para el conocimiento de nuestra transición: por una parte es un experimentado estudioso de la política nacional y, por otra, un protagonista relevante de la democratización, por su papel como consejero presidente del Instituto Federal Electoral (IFE) entre 1996 y 2003.
Este País sostuvo una charla con él tras la publicación de su Historia mínima de la transición democrática en México (El Colegio de México, 2012), libro en el que explica sus principales tesis acerca de la transformación política que ha vivido México en las últimas décadas.
José Woldenberg (Monterrey, 1952) es doctor en Ciencia Política por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam, de la que también es profesor. Fue presidente del Instituto de Estudios de la Transición Democrática y director de la revista Nexos. En 2004 recibió el Premio Nacional de Periodismo en la categoría de Reportaje y Periodismo de Investigación. ARM
ARIEL RUIZ MONDRAGÓN: ¿Por qué escribir y publicar un libro como el suyo hoy?
JOSÉ WOLDENBERG: Creo que si hay un fenómeno en México que ha sido mal comprendido en los últimos años es precisamente el de la transición democrática. En la prensa, en la academia y no se diga en la política, el término se usa con una ligereza absoluta: hay quienes dicen que la transición no ha empezado, que se desvió, que está interrumpida, y se confunde la transición con la alternancia. Lo que hace este libro es tratar de fundamentar una tesis central: la transición democrática es un episodio de la historia de México que transcurrió entre 1977 y 1997. Eso fue lo que hizo posible la alternancia en la Presidencia de la República. Es una tesis que es controvertible, pero creo que hay suficientes fundamentos en el libro como para sostenerla.
Me interesa este asunto de la periodización: hay quien se remonta a 1910, otros a 1968…
Si es desde 1910 hasta la actualidad, no tiene ningún caso: un periodo de 100 años no puede ser transicional.
Usted estima que en 1997 se acabó y se consolidó la transición democrática. ¿Cuál es la razón principal para hacer esa afirmación?
Porque en esos 20 años se modificaron las normas, las instituciones y la correlación de fuerzas políticas. Así, lo que era el diseño constitucional de una democracia republicana pudo hacerse realidad de manera germinal. ¿Por qué? Lo que sostengo es que en México faltaban dos piezas para que la normatividad constitucional se hiciera realidad: un sistema de partidos plural y competitivo y un sistema electoral capaz de procesar, de manera fiel, equilibrada y equitativa los resultados que emergieran de las urnas.
Creo que las reformas políticas de 1977, 1986, 1989-90, 1993, 1994 y 1996 cumplen un ciclo. No quiero decir que no hubo zigzags a lo largo de esos 20 años, ni tampoco, por supuesto, que no hubo conflictos; por el contrario, estos fueron acicates de las reformas. Tampoco quiero decir que haya habido una mentalidad que delineara de principio a fin lo que iba a pasar. Pero si uno ve el México de antes de 1977 y el de después de 1997, se podrá dar cuenta de los enormes cambios. Al respecto, al final del libro viene una serie de cuadros que, creo yo, resultan muy elocuentes. Los sintetizo: en 1977 todos los presidentes, gobernadores, senadores habían sido de un partido, y más de 80% de los diputados eran de ese partido, mientras que la oposición gobernaba cuatro municipios de un total de dos mil 500. En cambio, en 1997 ya había gobernadores de por lo menos tres partidos políticos distintos; en la Cámara de Diputados nadie tenía mayoría absoluta; en la Cámara de Senadores había cierto pluralismo, y cientos de municipios eran gobernados por el Partido de la Revolución Democrática (PRD) o por el Partido Acción Nacional (PAN). Lo que yo trato de hacer en el libro es explicar este proceso.
También se podría incluir a la institución organizadora de las elecciones…
Sí, claro. Entre la Comisión Federal Electoral (CFE) y el Instituto Federal Electoral (IFE) hay una enorme diferencia: la cfe era, para todo fin práctico, una extensión de la Secretaría de Gobernación (Segob), incluso presidida por el titular de esta; en 1997, el Gobierno salió de la organización de las elecciones. También, por ejemplo, en 1977 no había ninguna vía jurisdiccional para desahogar las controversias electorales; para 1990 y 1996 se construyó el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), que en 20 años tuvo dos antecedentes: el Tribunal de lo Contencioso Electoral y el Tribunal Federal Electoral.
Y también conviene recordar cómo funcionaba el Colegio Electoral…
Veníamos de unas elecciones donde los diputados y los senadores calificaban sus propias elecciones, y la elección presidencial la calificaba el Colegio Electoral integrado por los diputados. Era una calificación (así se la llamaba) política. Hoy tenemos una calificación absolutamente jurisdiccional que, creo, fue una reforma que se hizo muy a tiempo porque era evidente que un cuerpo político (como el Colegio Electoral) seguía una lógica política. Los diputados están agrupados en grupos parlamentarios. ¿Qué hubiera pasado en un Colegio Electoral sin mayoría absoluta, como era en el pasado? Creo que en buena hora se construyó una vía jurisdiccional para desahogar los conflictos en esta materia.
Saliéndose de las “concertacesiones” que explica en el libro.
Yo ahí menciono que las concertacesiones tenían una cara buena y una mala. La primera: la gente iba y votaba, las autoridades normalmente decían que había ganado el Partido Revolucionario Institucional (PRI) y luego estallaba un conflicto de enormes dimensiones. No había una vía institucional para resolverlos. La cara buena de la concertacesión era que la Presidencia de la República, el líder del partido opositor (normalmente el PAN) y el PRI se ponían de acuerdo, desmontaban el conflicto y seguían adelante. Los dos casos paradigmáticos fueron Guanajuato y San Luis Potosí. ¿Cuál era la cara mala de esa fórmula, y que era la que más pesaba? Que por esa vía se desnaturalizaba y degradaba la propia actividad política. Lo único que se hacía era alimentar el círculo de descrédito en el que estaban inmersas las propias elecciones. Entonces, creo que haber construido una vía para resolver las controversias electorales fue muy sabio, entre otras cosas porque nadie puede pretender acabar con los conflictos; lo que se requiere es una vía para su solución.
Desde el inicio del libro, usted hace algunas anotaciones sobre las peculiaridades de la transición mexicana respecto a las transiciones europeas y sudamericanas. ¿Cuál diría que es la gran peculiaridad del caso mexicano, y cuáles las similitudes, respecto a esas transformaciones?
Lo que me llamaba mucho la atención es que se reconoce que en el mundo hubo una serie de transiciones democráticas, y en México a nosotros nos ha costado trabajo reconocer la nuestra. Quizá se deba a su peculiaridad porque, a diferencia de lo que sucedió en la Unión Soviética o en sus países satélite, y a diferencia de lo que sucedió en Europa meridional (estoy pensando, sobre todo, en Portugal y España), en nuestro país nunca fue necesario un acto fundacional, es decir, una nueva Constitución. En aquellos países esto era imprescindible porque las dictaduras de izquierda y de derecha establecieron, en sus textos constitucionales, definiciones antipluralistas. En el caso de la Unión Soviética, se establecía en la Constitución que el Partido Comunista era la vanguardia del pueblo llamado a gobernar, y punto. No había espacio para el pluralismo. En España y Portugal sucedía algo similar.
México, entonces, se diferencia de aquellas experiencias en que nosotros, por fortuna, sí teníamos una Constitución democrática, representativa, republicana, federalista; lo que hacía falta era convertir esos preceptos constitucionales en realidad. Y eso fue lo que sucedió en los 20 años que refiero: la construcción del sistema de partidos y del sistema electoral.
Con los países de América Latina también hay diferencias muy marcadas. En los casos de Argentina, Uruguay y Chile, por ejemplo, lo que sucedió fue que las dictaduras militares habían interrumpido la vida democrática. Entonces, la transición fue de alguna forma una vuelta a realidades ya vividas: las dictaduras militares habían acabado con las elecciones, habían ilegalizado a los partidos políticos, habían conculcado las libertades y los derechos. Lo que allí sucedió fue una vuelta a las realidades que habían cancelado los militares.
En el caso mexicano no porque, en primer lugar, nunca fuimos una dictadura sino un régimen autoritario; en segundo lugar, porque en México se inventaron nuevas realidades: el sistema de partidos equilibrados fue una novedad entre nosotros.
Las similitudes. Creo que todas estas transiciones tienen un tronco común: fueron capaces de desmontar regímenes autoritarios, dictatoriales o totalitarios por una vía fundamentalmente pacífica, sin el recurso de la violencia. Eso, en su momento y creo que hoy también, debería ser subrayado, porque fueron procesos de cambio muy profundos por una vía transicional, es decir, de un cambio gradual y normalmente pactado entre fuerzas políticas diversas. En México sucedió algo similar.
En su libro usted destaca que en México, según la Constitución, tenemos una república democrática, federal y representativa. Pero más adelante cita a Jorge Carpizo, en relación con el presidencialismo exacerbado en el que estaba recargado el autoritarismo mexicano. ¿La Constitución facilitó la transición democrática? Porque en este asunto del presidencialismo, por ejemplo, no ha cambiado mucho.
Yo creo, a diferencia de usted, que el presidencialismo ha cambiado de manera radical en México. Hay mucha gente que dice que el cambio en México fue solamente electoral; yo lo que les contesto es que eso es no entender la centralidad que tiene lo electoral en el conjunto del régimen político, porque ni solo pasamos de un sistema de partido hegemónico a un sistema equilibrado de partidos, ni solo pasamos de elecciones sin competencia a elecciones altamente competidas, ni solo pasamos del mundo de la representación monocolor al de la representación plural. Los propios poderes constitucionales se modificaron de manera radical; transitamos de un presidencialismo todopoderoso —o que, por lo menos, tenía capacidad para subordinar al resto de los poderes constitucionales (estoy hablando de la Corte, del Congreso, de los gobernadores, etcétera)— a un presidencialismo acotado por los otros poderes constitucionales.
Por ejemplo, en los años sesenta y setenta, si el presidente de la República enviaba una iniciativa al Congreso, usted o yo podíamos apostar mil a uno a que esa iniciativa iba a prosperar; hoy, si el presidente no llega a acuerdos con alguna otra fuerza política, simple y sencillamente no puede hacer prosperar sus iniciativas en el Congreso. Este se modificó: durante muchos años, en lo fundamental, estuvo subordinado a la voluntad presidencial; hoy, como es habitado por un pluralismo equilibrado, su mecánica corresponde a la correlación de fuerzas que allí exista, ya no a los caprichos del titular del Poder Ejecutivo.
Incluso digo que en materia política, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) no jugaba en México, porque el gran árbitro de los asuntos políticos cuando había conflictos era el presidente. En los últimos años hemos visto conflictos entre la Cámara de Diputados y el presidente de la República; por ejemplo, cuando una alianza prd-pri aprobó un presupuesto y el presidente Vicente Fox no estuvo de acuerdo, el asunto acabó en la Corte. Esta es hoy un auténtico árbitro entre poderes constitucionales, y todo eso también sucedió en estos 20 años.
Y en el ámbito electoral lo mismo, con el tribunal…
Creo que los cambios los tenemos todos a la vista. Hoy hay un padrón que es observado en 333 comisiones de vigilancia, cuando antes el padrón era una fuente de desconfianza absoluta. Antes, toda la red electoral se tejía desde la Segob; hoy, además del funcionariado del IFE que está en los consejos locales y en los consejos distritales, en cada elección se crean consejos electorales locales y consejos distritales que son, digamos, las máximas autoridades en esos niveles, y que además se encargan de vigilar el comportamiento del servicio civil de carrera del IFE. ¿Quién está en las casillas? Antes, en 1988, el secretario de Gobernación nombraba al presidente y al secretario de los consejos distritales y locales, y estos nombraban al presidente y al secretario de las mesas directivas de casilla. Hoy eso ya no ocurre. Y por allí me podría seguir, pero creo que eso está muy a la vista.
También se habla del aumento del poder de los gobernadores, del control que ejercen sobre otros poderes estatales, por ejemplo. En este sentido, ¿en qué medida la transición democrática se ha reflejado a nivel subnacional?
Tiene usted toda la razón en apuntar en esa dirección porque, en efecto, aunque el libro hace alusión a algunos conflictos locales, en lo fundamental sigue el hilo federal. Y es cierto: México es un mosaico muy desigual. Yo creo que este proceso transicional ha tocado al país de Norte a Sur, de Este a Oeste. Si uno se asoma a los estados de la República, también la situación ha cambiado, pero en diferentes grados. Estas son realidades que no siempre cambian en un solo sentido.
Si se dice que en muchos estados de la República hoy muchos gobernadores tienen más poder que en el pasado, puede ser cierto, entre otras cosas porque tienen márgenes de autonomía mucho mayores en relación al presidente de la República. Por desgracia, en muchos estados los contrapesos diseñados no están funcionando como a nivel federal. ¿A qué me refiero? Al congreso local, al comportamiento de los presidentes municipales y al instituto electoral, a la comisión de derechos humanos, al instituto de transparencia de una entidad. Allí sigue habiendo una tensión: muchos gobernadores y muchos congresos locales —incluso a veces también la Presidencia o el Congreso federal— no se acostumbran a vivir con entidades autónomas, y entonces quisieran que, más bien, fueran correas de transmisión de la voluntad del gobernador, en algunos casos del congreso y en otros de los partidos. Hemos vivido experiencias donde la comisión de derechos humanos de un estado es encabezada por un amigo o incondicional del gobernador, y por esa vía se atrofian las facultades de vigilancia que debería tener aquel organismo. En muchos casos, hemos visto institutos electorales donde las fuerzas políticas se reparten las sillas del consejo. Son procesos contradictorios, y uno de los asuntos, como usted bien lo señala, es voltear los ojos a muchas entidades del país donde ha habido una especie de concentración del poder por parte de sus gobernadores.
Al final usted toma un cuadro del libro de Alonso Lujambio, El poder compartido, donde apreciamos la forma en que creció la representación de los partidos en los municipios. ¿Cómo influyeron los cambios locales en los federales?
El cambio vino de abajo hacia arriba, y de la periferia al centro, entre otras cosas porque en el Distrito Federal no había elecciones propias. A finales de los años setenta y principios de los ochenta, partidos diferentes al PRI empezaron a ganar ayuntamientos y a tener una presencia mayor en los congresos locales. A partir de 1989, en Baja California, y en los noventa, comenzaron a ganar gubernaturas.
Después vino la primera elección para nombrar Jefe de Gobierno del Distrito Federal en 1997, y yo la coloco al fin de la transición, como uno de los elementos que, incluso, nos permiten hablar del término de ella. Por eso, cuando en 2000 se da la alternancia en la Presidencia de la República, es una realidad que ya se había vivido en muchísimos municipios de un buen número de estados de la República; no era algo absolutamente inédito.
Se ha construido una impresionante maquinaria electoral que funciona, en palabras suyas, como reloj suizo en la organización de la elección y el conteo de los votos. Pero creo que su libro está atravesado por la inquietud de la inequidad en la competencia. ¿Cuál ha sido la trayectoria de esta inequidad en la democratización del país? ¿Qué nos falta por hacer al respecto?
Creo que en este terreno también el cambio es abismal: de una absoluta inequidad a una relativa equidad. Hablo de equidad, no de igualdad, porque por esa vía podemos nunca acabar. No va a haber igualdad; se trataba, entendía yo, desde el inicio, de crear un piso de equidad. ¿A qué se refería esto? A los recursos económicos con los que iban a contar los partidos y a su acceso a los grandes medios masivos de comunicación. Veamos si fue o no equitativa en esos términos la última elección.
El financiamiento que recibieron el PRI, el Partido Verde, el PRD, el PAN, Movimiento Ciudadano, el PT y Panal fue tal y como lo señala la ley, y como fue pactado por ellos mismos. Todos recibieron recursos enormes; no hubo queja en ese terreno. Esto quiere decir que uno de los basamentos de la equidad, que es el financiamiento hacia los partidos políticos, se cumplió. El otro tema es el de los medios. Dividámoslo en dos momentos: precampañas y campañas. Allí hay dos grandes esferas: los tiempos oficiales, los spots que todos vimos, y el comportamiento de los noticiarios de radio y televisión. ¿Qué sucedió en términos de la catarata de anuncios que vimos tanto en la precampaña como en la campaña? Pues que se transmitieron tal y como dice la ley, con altos grados de cumplimiento por parte de las televisoras y radiodifusoras, monitoreadas por el IFE, y no hubo queja. El tiempo se reparte así: 70% proporcional al número de votos obtenidos en la última elección y 30% de manera igualitaria. Y los partidos no reclamaron en ese periodo. Paso a la otra esfera: ¿qué pasó con el comportamiento de los noticiarios de radio y televisión, que el ife también monitorea? Según los informes del IFE, en la precampaña y en la campaña la cobertura fue equilibrada, fue equitativa; eso está medido. Esto se mantuvo durante los cinco meses antes de la elección. Lo anterior quiere decir que en materia de medios y dinero el asunto funcionó.
¿Cuál es, sin embargo, el tema que sigue vivo? El de una presunta connivencia entre las televisoras y un candidato, Enrique Peña Nieto, postulado por el PRI, que sucedió antes de esos meses. Creo que esto refleja un problema al que hay que entrarle, y para atenderlo, la legislación electoral queda corta. Hay que pensar en serio en una legislación moderna para los medios masivos de comunicación. ¿Qué es lo que quiero decir con esto? Sin negar que hubo una especie de sobreexposición de un candidato antes de la precampaña, yo creo que si uno lo ve fríamente, los dos pilares de la equidad en la etapa de la campaña, el dinero y los medios masivos, fueron bastante equilibrados.
Hablemos de los medios de comunicación. ¿Qué papel han desempeñado en la historia de la transición democrática mexicana? Efectivamente, antes la cobertura era completamente para el PRI y hoy ya tenemos equidad. Pero también se señala la gran concentración de la propiedad de los medios electrónicos.
En una primera etapa, los medios fueron usufructuarios, beneficiarios y acicate del cambio político. La irrupción del pluralismo los benefició, amplió los márgenes de su libertad, sin duda alguna, y ellos mismos fueron capaces de reproducir mejor esa coexistencia de la diversidad. Pero tenemos un problema: que, sobre todo si hablamos de las televisoras, son muy poderosas, y se ha dado un fenómeno (quizás esté caricaturizando) por el que los medios pasaron de una subordinación a la voluntad presidencial, a una soberbia; en muchos casos han presionado y chantajeado a partidos políticos y hasta a competidores de una manera muy alevosa.
Por eso creo que los medios seguirán siendo importantes, pero necesitamos un marco regulador que fomente la responsabilidad de los medios y que nos ayude a aclimatar las relaciones políticas plurales en México. En este tema hay que recordar lo siguiente: en el año 2006, si mal no recuerdo, se aprobaron reformas a la Ley Federal de Telecomunicaciones y a la Ley Federal de Radio y Televisión. Más de un tercio de los senadores se inconformaron y fueron a la Corte señalando que eran reformas inconstitucionales. En el año 2007 la SCJN dijo que ambas leyes federales contenían artículos anticonstitucionales, y los dio de baja. Han pasado más de cinco años, y el Congreso no ha sido capaz de llenar los huecos que dejó la Corte. Algo nos está diciendo eso: que ha habido negligencia, temor o falta de visión para generar una legislación de medios a la altura de las necesidades de un país complejo, diverso y moderno como es México.1
Usted pone el acento en los factores institucionales, especialmente en los partidos. Pero también menciona algunos movimientos sociales, ciudadanos, sindicales y hasta la guerrilla. ¿Cómo han influido en la transición democrática?
En el libro se señala que, conforme las elecciones se volvieron cada vez más competidas, muchas organizaciones civiles empezaron a demandar procesos electorales imparciales, limpios, transparentes y equilibrados; e incluso hubo una ola de observación electoral que mucho contribuyó a los cambios que se vivieron a lo largo de esos años. Es decir, las elecciones dejaron de ser un asunto solo de los políticos y de las constelaciones partidistas; le importaron, y mucho, a grupos de la sociedad organizada que pelearon por procesos electorales limpios —para decirlo en una palabra—, y creo que sin esa contribución tampoco se entiende el proceso de transición democrática.
Para concluir, ¿dónde estamos hoy en materia democrática? ¿Cómo podemos mejorar nuestra democracia?
Yo creo que México vive una democracia germinal, pero esta tiene el peligro de desgastarse. No lo digo yo, lo dicen el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal): estamos detectando un malestar en la democracia. Tememos que se pueda convertir en un malestar con la democracia, y eso hay que tomárselo muy en serio. Yo llamo a valorar lo que hemos construido en esta materia, pero también a no cerrar los ojos a que hay muchísimas realidades que están adelgazando el aprecio hacia la democracia. Pienso que hay cinco grandes terrenos para reflexionar sobre nuestra democracia, dos que tienen que ver con la comprensión y tres que son los más difíciles.
El primero es que el no comprender lo que hemos vivido desgasta el aprecio por la democracia, y en esa vertiente está escrito este libro. Sintámonos orgullosos de lo que construimos y de lo que fuimos capaces de deconstruir: pasamos de un régimen autoritario a una germinal democracia.
Segundo, también en ese terreno: según diferentes estudios, no hemos entendido lo que es la democracia. Por ejemplo, cuando en encuestas como el Latinobarómetro se nos pregunta a los mexicanos si puede haber democracia sin partidos o sin Congreso, la mitad de los encuestados dice que sí. Esto significa que no se ha entendido que la democracia es una forma de gobierno que requiere de partidos, de políticos y de parlamentos para ser tal.
Pero quizá los anteriores no sean los problemas más importantes, sino los siguientes tres: primero, tenemos problemas de crecimiento económico suficiente, y eso lo que genera es que no crece el trabajo formal sino el informal, que muchos jóvenes no encuentren colocación en el mercado laboral formal y tampoco en el sistema educativo a nivel superior, y que hayamos vivido migraciones millonarias. Al no crecer nuestra economía, las condiciones materiales de vida de la gente no mejoran, y eso por supuesto genera un malestar.
Segundo, como bien lo ha dicho la Cepal, somos un continente, no solo un país, con una escasa cohesión social, marcado por desigualdades abismales; no hay un sentimiento de pertenencia a una comunidad sino al revés: son grupos, pandillas, clases que no se reconocen en los otros. También dice la Cepal, creo que con razón, que en ese marco de una frágil cohesión social es difícil la reproducción democrática.
Tercero, los problemas de gobernabilidad. Por supuesto que es más difícil gobernar en democracia que en autoritarismo; en este una voz manda y ordena, y los demás a callar. Aquí no: la democracia es un laberinto donde hay que construir mayorías a partir de diagnósticos, propuestas, ideologías y sensibilidades distintas.
Creo que estos tres problemas —la falta de crecimiento económico, el déficit de cohesión social y los problemas de gobernabilidad— pueden estar influyendo en el malestar con el que se vive la germinal democracia mexicana.
1 N. de la R.: Esta entrevista se realizó antes de la aprobación en las cámaras de la Reforma en Telecomunicaciones.
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ARIEL RUIZ MONDRAGÓN es editor. Estudió Historia en la UNAM. Ha colaborado en revistas como M Semanal, Metapolítica y Replicante.