Angelina Muñiz-Huberman,
Rompeolas. Poesía reunida,
FCE, 2012.
Habiendo perdido la tierra propia,
me aferré a la tierra de las palabras.
Que se me convirtió en sagrada.1
Angelina Muñiz-Huberman
No es muy frecuente encontrar a Angelina Muñiz-Huberman en las antologías de poesía mexicana, pero tampoco en las de poesía española, pues su pertenencia a ambos lados del océano, como sucedió también con Tomás Segovia, la instala más bien en esa patria mayor que es el idioma. “Grupo poético hispano-mexicano” le han llamado algunos a ese conjunto de escritores/as desterrados o transterrados que han creado obra a contracorriente de su estatus migratorio, como escribió Segovia: “Mis raíces prefiero que estén en el viento y que se puedan hundir en cualquier tierra”.2 Angelina Muñiz es de las integrantes más jóvenes de esta generación hispano-mexicana, junto a Ramón Xirau, Manuel Durán, Carlos Blanco Aguinaga, Jomi García Ascot, Luis Rius, César Rodríguez Chicharro, Enrique de Rivas, José Pascual Buxó, Gerardo Deniz y Francisca Perujo. El hecho de pertenecer a generaciones poéticas bien definidas, la del “medio siglo” en España (Caballero Bonald, Gamoneda, Goytisolo, Hierro, Martín Gaite), y la de los cincuenta en México (Juan Bañuelos, Gabriel Zaid, José Emilio Pacheco), estricta contemporánea de José Carlos Becerra, no ha bastado para ubicarla fehacientemente en un lugar específico, lo que no obsta para que tenga un sitio bien definido en las letras en español. En su prólogo, Adolfo Castañón la sitúa en la estirpe que va desde Sor Juana hasta Elsa Cross, pasando por Concha Méndez, Concha Urquiza, Olga Orozco y otros nombres igualmente relevantes. Su linaje no es el de la “poesía femenina” de otros tiempos: iba a decir “poesía a secas”, pero tampoco es así, porque las fibras que la producen no pueden ser ignoradas. Esta palabra poética trabajada durante más de treinta años, este canto desdoblado ya en diez ejercicios constantes y sonantes, viene de donde surge toda verdadera poesía: del manantial sonoro de un lenguaje aprendido y apropiado apasionadamente.
No de otra manera sino con las obligatorias referencias bíblicas abre la poesía de Angelina Muñiz-Huberman en Vilano al viento. Poemas del amor y del exilio (1982, título homónimo del publicado por Enrique González Martínez en 1948). Y allí están para comprobarlo el Génesis y el Éxodo, estaciones espirituales pero sobre todo existenciales para una poesía que, moviéndose siempre entre el amor, el exilio, la noche y los sueños (temas de siempre), ha ido creciendo con los años y con nuevos y siempre reveladores instantes y hallazgos. Y allí está el viento en el título referido, adjunto al vilano que lo invade y se dispersa en él, con esas raíces maleables, pero nunca irreconocibles. El “caminante” y “la vida marinera” se funden en palabras que traducen las noches en brújula, en “chispa de estrella”, en milagro:
Marinero en medio del mundo,
en lejano barco aventurero,
a solas en tu soledad,
entero en tu integridad,
qué pocos entienden
que el mar lo llevas contigo […]
Marinero en medio del mar
Marinero en medio de ti,
Marinero en medio de Dios.
(Rompeolas, p. 39)
Porque el camino del mar es diferente, “de pescador curtido”. La voz poética, ya en el lenguaje del exilio, llora “por Dios olvidado / desoído, maltratado / en medio del camino” (p. 42). Unce su palabra al viento (espíritu) que roza el tiempo con un hilo finísimo y en él fluye hasta casi desaparecer. El rompeolas que nombra ahora toda su poesía aparece ya en el segundo verso de su primer poema publicado, el ya aludido “Génesis”, en donde los versos se desdoblan y caminan hasta el oído del lector como frutos de un peregrinaje intenso y lleno de preguntas: “El molde del amor se ha roto / Cada amanecer rompeolas / La creación en el fuego / La tierra recibiendo la semilla” (p. 31). El exilio es un centro, recuerdo de tragedias y masacres (“Gotas de sangre que se escapa”, p. 46). El éxodo es para la poeta “fatiga de polvos”, de desiertos andados, de “montañas que se vinieron abajo”: hasta el recuerdo se ha ido. Y entonces, desde la imagen del vilano, del diente de león, viene el verso a decir su verdad:
Como no tengo raíces
no me entierro.
Ser errante,
ser sin polvo,
ser que no es ser.
(p. 51)
Eduardo Mateo Gambarte se ha referido al estilo y las características de este primer poemario, acentuando su carácter de búsqueda pero también de la manera en que la referencialidad no se estanca en un solo asunto, sino que gira y reverbera. Su análisis bien podría aplicarse al resto de su poesía:
Solo los elementos primarios del mundo natural están presentes: tierra, semilla, piedra, cielo, mar, caminos. […]
Poesía con pocos retoricismos, sin imágenes que distraigan ni metáforas que entretengan; puro fluir del sentimiento anudado a una concepción del mundo. Derramarse en cascada limpia, casi sin adjetivos, a veces como agua que llora al salirse de la corriente, otras como canto rodado que va limándose y perdiendo las esquinas, también parte de sí mismo. […] Para ello, con una reiteración “jobiana” acumula anáforas y paralelismos, fórmulas de contención, de reposo, que se resquebrajan con la misma meticulosidad, traspasados por ese verso corto e incisivo, esa casi ausencia de adjetivos, esa persecución verso abajo que se llevan entre sí los verbos con los sustantivos y estos con aquellos, obligados muchas veces por los encabalgamientos sirrémicos, cuando no por las propias anáforas o por la presencia del verbo solitario, la acción pura.3
Federico Patán va más allá y señala que el verso libre es “un modo adicional de manejar el exilio […] [pues] la autora mortifica ese verso libre, lo tortura dividiendo abruptamente, aislando (en cierta medida) cada verso, obligándolos a que cumplan su función mediante acumulación, no por medio de la continuidad”.4 Inmediatamente después, Mateo Gambarte cita las palabras de Muñiz-Huberman sobre la importancia de este volumen en su labor poética: “Hay en Vilano al viento un poema que se llama ‘Reconciliación’, donde me reconcilio con el paisaje, con la realidad mexicana; trato de definirme ya más exactamente”.
El libro de Míriam o los cien días (1990) es un conjunto de poemas breves dedicados a su hija. En El ojo de la creación (1992) se desarrollan “los atributos perdidos”, las palabras se juntan y “en la suma de la creación uno es el nombre del dolor” (p. 99). El lenguaje de los pájaros y los seres iluminados coinciden en el espacio de la página, y los alquimistas conspiran para alcanzar sus respectivos fines, no sin ser “perseguidos”, “incrustados” “desangrados”. Los cabalistas, depositarios de “la voz divina”, en “el entorno de la exégesis”, “lanzan una piedra al punto equidistante / y los círculos concéntricos / van expurgando las vías del conocimiento” (p. 105). Los iniciados no tienen “cielo a que aspirar”. “Las nuevas cualidades de Dios” lo definen a él “de cuerpo entero” y las palabras lo pintan exacto mediante una suerte de “teología fermentada”:
Orondo en su redondez
Círculo en su soledad
Estático. Inconmovible.
Lo que hizo, hizo
Ni bien ni mal
No tenía el conocimiento
Solo la capacidad.
No tenía la voluntad
Solo ruedas para engranar.
Ni una cualidad tenía.
Le dejó la ética al hombre
la pregunta y el misterio.
Él en la nada
Absoluto indiferente
Punto muerto en el espacio
Energía necesaria
para crear al azar
Y sin embargo
hubo cierto orden
en su vacío:
la carcajada de lo perecedero
(p. 114)
En la poesía mexicana solo un poeta creyente, Gabriel Zaid, se ha atrevido a hablar así. Porque tal vez la familiaridad con el Dios de la tradición bíblica lleva a sus herederos a tratarlo de igual a igual, como también lo han hecho Juan Gelman y Santiago Kovadloff.
Injustamente, Susana Rivera califica a Muñiz-Huberman solo como novelista, sin dejar de decir que debió ser incluida en esa antología que abre con Manuel Durán y cierra con Federico Patán.5 Nuria Parés es la única mujer considerada allí, con lo que deja de verse el panorama más amplio. La memoria del aire (1995) es un vuelo donde reaparecen la afición marina, los abordajes a la melancolía (“El ángel de la melancolía”, nuevo acercamiento a Durero, es particularmente digno de señalarse), las inmersiones en la memoria (“Hija pródiga” es una confesión sin par: “Cuando he querido retornar, como hija pródiga, / el umbral traspasado era depósito de cenizas […] / el llanto recuperado, lágrima a lágrima, / río tranquilo, transparente cordón umbilical / de la hija pródiga que ha encontrado al retornar / el espacio habitado de sus muertos amados”, (pp. 203-204). Pero el amor también tiene su lugar en “Post coitum”: Este dormir más allá del dormir / ojos cerrados en alma abierta: / la gota que esplende / la fuente que acoge […] / placentero descenso/ de muerte en muerte/ de abismo en abismo” (p. 192).
La sal en el rostro (1997) es la suma del exilio, un gran monólogo abierto en donde ella nos invita a acompañarla por su pasaje interior: “Recogí en el abismo de la memoria / y en el hueco de la mano / el peso del exilio” (p. 207). Las voces del exilio en el camino de una poesía constante que se desdobla todo el tiempo en sí misma. Un exilio en palabras que no se doblega ante el silencio aunque se sirve de él. El Rompeolas que ahora nos convoca ha enfrentado el océano del lenguaje desde las varias orillas de la poesía. El sabor del exilio se palpa, se siente, se adivina en cada verso. Angelina Muñiz ha vivido en varias patrias pero la única suya es el idioma de la poesía: “Sumé en mí los exilios”. “Di: ¿de qué sirvió el exilio, / además de darte materia para escribir?” (pp. 207, 209).
Como Juan Gelman, José Kozer o Gloria Gervitz, la palabra judía se retuerce siempre y vuelve a decir lo que la sinrazón obligó a proclamar como verdad. Estricta contemporánea de Alejandra Pizarnik, en quien el exilio familiar se transformó en una voz peculiar, Muñiz-Huberman lleva de la mano a su acompañante no a una endecha interminable o a un coro de lamentos, aunque no deje de expresar el sabor del desarraigo. Porque fue ella quien pedía en 1985 una desmitificación del exilio, ella quien ha bebido de él y lo ha vuelto toda una poética, quizá únicamente comparable con la de León Felipe: “Fuimos una minoría elegida y no deberíamos tener por qué quejarnos. La aureola se ceñía sobre nuestras cabezas. Nos autohalagamos: fuimos diferentes, únicos, originales…”.6 Después escribió, sin que haya la más mínima contradicción:
El exilio es un fenómeno consustancial con el ser humano. Desde el primer exilio, que lo fue de carácter divino (la expulsión del Edén) hasta los que le siguieron, de carácter histórico, han sido la piedra de toque de pueblos y personas. Se ha considerado un castigo más refinadamente cruel que la prisión o la muerte. Ha acentuado la temporalidad del hombre al negarle un espacio propio. Adán y Eva adquieren la muerte al perder el paraíso. Quien sale al exilio, sale en busca de una muerte sin tierra. La condena es el eterno vagabundeo y la conciencia precisa del paso del tiempo. A la vez, adquiere una esperanza inviolable: el anhelo del retorno. De lo que se trata, entonces, es de llenar el tiempo, un tiempo que no vale, en un espacio ajeno, para recuperar el verdadero tiempo. Y he aquí que la manera perfecta de llenar ese tiempo y ese espacio es por la preservación de la memoria. Y quienes son especialistas en esto, el poeta y el filósofo, se dan la mano.7
Hay un diálogo continuo, puentes muy claros, entre la poesía del exilio que alcanza sus mayores alturas en La sal en el rostro, auténtico tour de force en donde lo narrativo se confunde con el verso y el fluir lingüístico se enreda también con la trama discursiva en la que el yo poético nunca se esconde puesto que más bien opta por exhibirse, y El canto del peregrino (1999), sesuda reflexión que no se detiene en extraer todo el jugo al asunto, dejándose guiar por sus nombres tutelares: Cioran, Zambrano, Jabès, Brodsky, Kozer, Kristeva, Gombrowicz. (Su sección sobre la shejiná es un modelo de profundidad interpretativa.) “Se puede vivir de cualquier modo. / La cicatriz será el exilio” (p. 210). Y hasta hay momentos en que la voz se vuelve teología, el verso reflexiona en voz alta y se detiene ante las situaciones límite, no de la fe, porque ella grita con su ausencia, sino de la observación de lo sagrado en la vida humana: “Dios no castiga. // Si dices que Dios castiga es mentira. // Dios ni castiga ni premia. / El hombre inventa que Dios castiga y premia. // Pequeño hombre solo atento a la feria de vanidades. // El hombre sigue sin comprender a Dios. // Dios es algo más. // El hombre no sabe lo que es Dios. // El hombre no sabe lo que es el hombre. // El hombre no sabe lo que es una rosa / ni cómo se envuelven sus pétalos concéntricos” (p. 239). “La historia de mi pueblo / es la de los exilios / y los amores de Dios” (p. 244). La confesión histórico-personal, luego de tantos sondeos, por fin se desata:
En el exilio hay que ser obsesivo.
Para sobrevivir hay que ser obsesivo.
Para sobrevivir en un campo de concentración
hay que ser todavía más obsesivo.
Para ser judío hay que ser obsesivo.
Obsesivo por la vida.
Para que aún en la muerte triunfe la vida. […]
Luego del exilio de Dios
y luego del exilio de la Tierra Sagrada.
Luego del exilio de pueblo en pueblo,
de ciudad en ciudad.
(De Zaragoza a Guadalajara, al Casar de Talamanca,
a Madrid, a Valencia, a Hyères, a París, a La Pallice,
al océano Atlántico, a La Habana, a Caimito
del Guayabal, a Mérida, a la Ciudad de México.)
Vendrá el Gran Exilio Final. […]
Mi historia se cuenta
de muchas maneras.
Como la historia de mi pueblo.
(pp. 252-254)
Antes de este “Gran Exilio Final” (vaya manera de referirse a la muerte)… yo agregaría la calle de Cádiz, como “coincidencia providencial”. ¡Cien páginas exactas las de este gran poema personal! En Conato de extranjería (1999) se dan cita la esfera, el cuenco, el hálito y una amplia galería de objetos, circunstancias y lugares, de manera similar que en La tregua de la inocencia (2003), como si la poeta trabajara un inventario permanente del alma en la que cada realidad pide un lugar por separado. Así, en “Santuario” se deja vaciar el rescoldo de la fe ya ida, extranjera también: “en lo alto del monte reside el silencio del aire, / aire callado entre siete columnas elevado // al fondo el altar, desnudo altar de brazos siete: / al aire se cuela y agita labios de rezos impensados // impronunciable palabra sin eco en el santuario” (p. 405). Este poema me recuerda la sinagoga de Kovadloff y los ensalmos de Gloria Gervitz, siempre pendientes del hilo de la religiosidad heredada.
Cantos treinta de otoño (2005) es una bitácora de vida y, siguiendo con el juego de las contigüidades aleatorias, en la que destaca el canto xiii, “Jerusalén en marzo” (pp. 483-484). La pausa figurada (2006), pletórico de alejandrinos, está marcado nuevamente por el espíritu de recontar, de sustantivar (a la manera del Gelman de Si dulcemente, por ejemplo), de reencontrarse en ese repaso con realidades cotidianas, materiales y simbólicas, pero siempre dispuestas para ser revelación. Enumero versos sintomáticos al azar en los que me atrapan mis propias obsesiones: “en una cabeza de alfiler labras tu nombre / porque sabes que el dedo de la muerte ha pasado” (“Pausa”, p. 529); “y ese insistente son del alfiler sobre el tambor” (“Alfiler”, p. 545); “en cada columna cuelga el caracol del rezo / el que nunca entoné pero que guarda el consuelo” (“Atrio”); “entre ellos, confundida, recito mi alfabeto / y doblo la punta del blanco manto del cielo” (“Atrio”, p. 550); “ante los pronósticos el cielo abre su herida” (“Luz”, p. 553); “es solo la carcajada del Hacedor” (“Muerte”, p. 563).
Finalmente, Rompeolas (2011) es también el título de un poemario inédito con el que cierra el volumen. Allí se reúnen ceremonias y latidos, circunstancias, recuerdos y homenajes (a su madre, a un amigo común: Manuel Ulacia) (“Por si no lo sabías la oquedad no se anuncia”, un tema que comparte con su amigo José Kozer). Tomo el titulado “Sábado”, resumen de obsesiones, para concluir:
día consagrado a la luz de los tiempos
todos concurren al claro de los llamados
día que tiene su método y limpio olor a jabón
el agua salpica en la regadera poco a poco
manteles frescos y copas de vino dulce
el color de las flores inunda la habitación
en el suelo ha caído una gota de dolor
que ya no es día de la infancia con los padres
tampoco es el día en que venías, amiga,
que te has entretenido para siempre, bajo el mar
el candelabro apagado te llama sin llama.
(p. 576)
Y nos anuncia, ceremoniosa, en el último poema: “…mañana regreso a escribir poesía” (p. 635). ~
1 Cit. por Sílvia Jofresa Marquès, “La herencia de un exilio”, en Angelina Muñiz-Huberman, El canto del peregrino. Hacia una poética del exilio. México-Barcelona, UNAM-Gexel, 1999, p. 17.
2 Cit. por Susana Rivera en el prólogo a Última voz del exilio. El grupo poético hispano-mexicano, Madrid, Hiperión, 1990 (Poesía, 156), p. 25.
3 Eduardo Mateo Gambarte, “Angelina Muñiz-Huberman: escritora hispano-mexicana”, en Cuadernos de Investigación Filológica, XVIII, 1992, fascículos 1 y 2, pp. 76-77.
4 Federico Patán, conferencia inédita sobre Vilano al viento, cit. por Eduardo Mateo Gambarte, op. cit., p. 76. Énfasis agregado.
5 Ibid., p. 24.
6 Cit. por Susana Rivera, op. cit., p. 24.
7 Angelina Muñiz-Huberman, El canto del peregrino, p. 127.
*Texto leído en la presentación editorial realizada en el Ateneo Español de México, el 23 de octubre de 2012.
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LEOPOLDO CERVANTES-ORTIZ (Oaxaca, 1962) estudió medicina en el IPN, licenciatura y maestría en Letras Hispánicas en la UNAM, y un posgrado en teología. Es editor y profesor. Coordinador de la revista virtual elpoemaseminal. Entre sus publicaciones se encuentran Sendos placeres. Poemas para leer y acariciar (2000), Navegación del fuego (2003), Series de sueños. La teología ludo-erótico-poética de Rubem Alves (2003), El salmo fugitivo. Antología de poesía religiosa latinoamericana (2004 y 2009).