La desigualdad se considera perniciosa en los discursos del presidente y al asociarla con la pobreza se toma la senda equivocada. Desde el primero de diciembre de 2012 hasta hoy, cuando se menciona la reducción de la desigualdad se hace referencia en seguida a la reducción de la pobreza, “proximidad” discursiva que sugiere que una condiciona a la otra.1 Las investigaciones recientes desarrolladas en México y los avances teóricos sobre el tema han generado un conocimiento que debe tomarse en cuenta para dar a la desigualdad el lugar que le corresponde en las acciones de gobierno. Si el titular del Ejecutivo no cambia sus nociones equivocadas, seguramente el gabinete servirá como caja de resonancia de sus palabras hacia todas las áreas operativas, y lo que aquí se sostiene será válido no solo ahora, a cien días de iniciado el sexenio, sino también cuando hayan transcurrido mil.
Así como el corto plazo y el largo plazo son simultáneos en su inicio, en los hogares mexicanos surgen las desigualdades de ingresos, tanto las individuales como las que se expresan de manera agregada en la distribución funcional.2
La relación entre desigualdad y pobreza es ambigua. Si ningún hogar tuviera ingreso, la distribución sería igualitaria (equidad por empobrecimiento); en el otro extremo, si el ingreso a repartir es cuantioso, una distribución muy desigual es compatible con una sociedad sin pobreza. En México, las crisis económicas recientes siempre reducen la desigualdad debido a que (1) los hogares rurales prácticamente mantienen su ingreso porque, además de ser muy bajo, depende débilmente del mercado; (2) los hogares de un amplio segmento intermedio no reducen su ingreso en la misma proporción en que caen los salarios porque incorporan su fuerza de trabajo secundaria (niños, mujeres y ancianos) al mercado laboral (autoexplotación forzada), y (3) los estratos de mayores ingresos muestran los efectos de la crisis de modo más directo y eso provoca una caída en el Gini (Cortés y Rubalcava, 1990).3
Los salarios son la banda de transmisión de la política económica. El salario es la remuneración que se obtiene del trabajo para un patrón y, contrariamente a lo que se piensa, es la fuente de ingresos con mayor cobertura, presente en casi 80% de los hogares, sin importar si el trabajo asalariado es formal o informal, o si los salarios se complementan con ingresos de otras fuentes (actividades por cuenta propia, renta de propiedades —cuartos, animales, maquinaria—, remesas o transferencias gubernamentales). Puede afirmarse que el ingreso de las familias depende de los patrones; si ellos no asumen su responsabilidad social y si el Gobierno no protege a los asalariados, la desigualdad no se reducirá por redistribución progresiva sino por las bajas remuneraciones a la enorme masa de asalariados.4
Lo más grave para este país es que la desigualdad no nos perturba. Es admisible tanto para los beneficiados como para los perjudicados porque se cree que forma parte de nuestra historia nacional, es inherente a la realidad regional o comunitaria, y manifiesta el destino familiar o individual.
La clave para romper con esta complacencia está en un libro reciente que documenta cómo en una sociedad desigual las personas viven ante una permanente “presión social evaluativa”, un estado de ansiedad provocado por sentirse en desventaja frente a “los mejores”. Los escaneos revelan que el dolor por saberse excluido activa en el cerebro las mismas zonas que el dolor físico.
La obra concluye que la desigualdad es un obstáculo para el crecimiento económico, depreda el medio ambiente y debilita las relaciones sociales; asimismo, tras aportar evidencias sobre los diversos costos sociales, incluyendo la violencia, sostiene enfáticamente: “La voluntad política para hacer más igualitaria a la sociedad es más importante que las políticas para reducir la desigualdad” (Wilkinson y Pickett, 2009).
No basta con haber mencionado la desigualdad en el segundo de los ejes que guiarán la acción transformadora del actual Gobierno; sería lamentable que su significado permanezca impreciso en el Plan Nacional de Desarrollo y en los programas sectoriales que de él deriven.5
Bibliografía
Fernando Cortés y Rosa María Rubalcava, Autoexplotación forzada y equidad por empobrecimiento, Jornadas 120, El Colegio de México, México, 1990.
Fernando Cortés, “Cinco décadas de desigualdad” en Revista Mexicana de Economía, UNAM, México, 2013 (en prensa).
Rosa María Rubalcava, “Marginación, hogares y cohesión social” en Mauricio de Maria y Campos y Georgina Sánchez (eds.), ¿Estamos unidos mexicanos?, Temas de Hoy, Planeta, México, 2001.
Richard Wilkinson y Kate Pickett, The Spirit Level: Why Greater Equality Makes Societies Stronger, Bloomsbury Press, New York, 2009.
1 <www.presidencia.gob.mx/prensa/discursos>
2 La desigualdad se mide a partir del ingreso total (monetario y en especie) de los hogares. El índice más utilizado es el de Gini, que vale 0 si todos los hogares tienen el mismo ingreso y 1 si un hogar concentra el total del ingreso. El sentido del coeficiente no cambia si se mide respecto al ingreso total del hogar o respecto al ingreso per cápita, pero los valores sí se alteran. En México (2010), el Gini sobre el total es 0.446 y el per cápita, 0.495 (calculados con datos de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares) (Cortés, 2013).
3 En los años de crisis los índices de Gini se reducen: 1982 (de 0.496 en 1977 a 0.456 en 1984); 1995 (de 0.491 en 1994 a 0.470 en 1996); 2009 (de 0.471 en 2008 a 0.446 en 2010) (Cortés, 2013).
4 La descomposición del índice de Gini por fuentes de ingreso muestra que alrededor de 60% del valor total se debe a la desigualdad de ingresos entre los asalariados (Rubalcava, 2001).
5 Mal presagio: en el Decreto por el que se establece el Sistema Nacional para la Cruzada contra el Hambre, publicado en el Diario Oficial de la Federación el pasado 22 de enero, la desigualdad no se menciona; una sola vez hay referencia a igualdad (de oportunidades) y seis a pobreza. ¿El segundo eje del acuerdo político no se relaciona con el hambre?
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ROSA MARÍA RUBALCAVA maría rubalcava es doctora en Ciencias Sociales por el CIESAS. Fue directora general de Estudios de Población en el Consejo Nacional de Población y profesora investigadora de tiempo completo en El Colegio de México. Entre sus obras están Autoexploración forzada y equidad por empobrecimiento, en coautoría con Fernando Cortés (El Colegio de México, 1991) y Ciudades divididas: Desigualdad y segregación social en México, en coautoría con Martha Schteingart (El Colegio de México, 2012). Es consejera de la Fundación Este País.