Bandido, líder social, narcotraficante, terrorista, político. A Pablo Escobar lo condenaron sus crímenes, pero sobre todo sus excesos, sus traiciones y su inseguridad. A continuación, un retrato del criminal colombiano, a la luz de la lección de Maquiavelo.
Pablo Emilio, le voy a dar un consejo,
el día que usted haga algo malo, hágalo bien hecho, no sea tan pendejo de dejarse pillar, […] este mundo es para los vivos, no es para los bobos, es pa’ los avispaos, y uno tiene que aprender con quién caza las peleas.
Hermida, madre
de Pablo Escobar, a su hijo
En la introducción a El príncipe, Nicolás Maquiavelo exponía a Lorenzo de Médici las fuentes nutricias de su saber político, al decir: “[…] no he hallado, entre las cosas que me son preciadas, algo más valioso o que sea más estimable que el conocimiento de los actos de los grandes hombres, que yo he venido aprendiendo en la experiencia de las cosas modernas y la lectura de las antiguas”. Así, historia y presente se hermanan para acrisolar, desde la lectura de los clásicos, modos para el análisis, la asesoría y la acción políticos, fenómenos marcados intrínsecamente por las lógicas de la negociación y el conflicto, que persisten en la actualidad y rigen tanto procesos institucionalizados y formales como actitudes y liderazgos insertos en oscuros escenarios de la ilicitud.
Estas ideas vienen a la mente cuando se analiza, desde un prisma menos “espectacular”, el fenómeno cultural (editorial y televisivo) tejido alrededor de la figura del capo colombiano Pablo Escobar Gaviria. A partir de la inusitada popularidad de libros enfocados en la vida del empresario y líder criminal (y social) antioqueño, la telenovela de Caracol Televisión lleva la historia de Escobar a las pantallas y hogares, generando una fanaticada que traspasa las fronteras nacionales, de clase y de niveles educativos, de grupos etarios y corrientes ideológicas. Es probable que ello se deba al adecuado ritmo de la trama y la cuidada producción pero, sospechamos, bien podría ser efecto del espejo que la narración ofrece de nuestra conciencia social, marcada —en los contextos latinoamericanos— por la pervivencia de altos niveles de exclusión, marginación y violencia, los cuales sirven de caldo de cultivo a lo que hemos llamado, a falta de una mejor noción, la lumpenpolítica.
Hablar de lumpenpolítica no significa, en forma despectiva y simplista, aludir a una actividad carente de sustrato social y motivaciones personales, susceptible de abordarse como mera desviación de las normas de una “convivencia civilizada”. La lumpenpolítica expresa la rebeldía —si se quiere bizarra— de actores y grupos marginados (no necesariamente pobres) contra el statu quo y las élites dominantes. Tampoco debe confundirse con “políticas plebeyas”, producidas por sectores populares que apelan —en espacios sociales y comunitarios— a formas de organización y participación política heterodoxas, pero construyen cierto tipo de ciudadanía y prácticas e instituciones democráticas.
La lumpenpolítica relativiza al extremo los raseros éticos y la legalidad, al tiempo que refuerza códigos de honor y ciertos afectos personales, familiares y colectivos (el barrio, la banda) en su búsqueda del poder y de venganza contra sectores acomodados y, en su expresión más degradada, contra la sociedad entera. Es un fenómeno del cual valdría la pena extraer las debidas reflexiones, sobre todo por su recurrencia en nuestros contextos latinoamericanos, en cuyos niveles de desigualdad, marginación y violencia encuentra terreno fértil para expandirse. Porque apela a un descarnado realismo (y pragmatismo) que desconoce las normas sociales dominantes, puede ser analizado desde las perspectivas sobre Gobierno —y gobernante— que propone Maquiavelo en El príncipe.
En las páginas siguientes abordaremos dicho fenómeno desde las claves que ofrece el caso paradigmático del personaje colombiano, ubicándolo en el contexto sociohistórico de la nación sudamericana. Establecemos un diálogo con las ideas de Maquiavelo para discutir la correspondencia, los aciertos y los errores que relacionan la figura y la actuación de Pablo Escobar y su organización con el modelo de liderazgo político expuesto por el pensador florentino. Como puede suponerse, este no es un texto de filosofía moral, pensamiento político o historia regional; tampoco es un análisis científico de sociología o un estudio sobre la violencia. Nuestro propósito es perfilar —en un formato fluido e informal que se aleja del tradicional artículo académico y se acerca al ensayo— algunas ideas susceptibles de insertarse en el debate público sobre un tema de ineludible actualidad, aprovechando las ventajas que la coyuntura —la conmemoración de los quinientos años de El Príncipe y el éxito comercial y mediático del “fenómeno Escobar”— ofrecen.1
El contexto y sus constantes
En su accidentado proceso de desarrollo como nación independiente, Colombia sufrió a lo largo del siglo XIX —como otros países hispanoamericanos— los efectos de una conflictividad permanente, la cual cobró forma siniestra en 9 guerras civiles y 20 contiendas regionales. Posteriormente, durante la primera mitad del siglo XX, la violencia se mantuvo relativamente acotada, aun cuando se formó el caldo de cultivo de agudos conflictos sociales y políticos que estallaron, de diversos modos y por distintas causas, a partir del “Bogotazo” (1948) y se mantuvieron intermitentemente a lo largo de la segunda mitad del siglo.
Colombia es una nación con diversas regiones, bien definidas en términos de identidad y escasamente conectadas, con abundantes y fértiles tierras, una baja densidad poblacional —salvo en las grandes ciudades, todavía en expansión— y que vive un proceso inconcluso de colonización de sus zonas agrarias y selváticas. La población es bastante homogénea (85%, mestiza; 10%, blanca, y apenas 5% de indígenas) y está atravesada por marcadas diferencias de clase, procedencia territorial y lealtades políticas. Con un desarrollo económico tardío (fomentado a partir de los años veinte del siglo pasado, sobre la base del cultivo del café) y a falta de una economía exportadora y de grandes centros mineros volcados al mercado global, en el país sudamericano cobró pronta vida una amplia clase de pequeños propietarios rurales y urbanos, la cual se convertiría en la base social de los partidos y las élites dominantes, que se apoyaron en aquella para intervenir en la vida pública.
Históricamente, la población colombiana se socializó no a través de un quehacer autónomo ciudadano o de políticas de Estado tradicionales —que resultaban material y legalmente precarias dada la debilidad del Gobierno central— sino por mecanismos y subculturas políticas específicos, forjados alrededor de dos partidos dominantes: el Liberal y Conservador. Surgidos a mediados del siglo XIX, estos partidos establecieron redes a lo largo del país, aprovechando los diversos cacicazgos locales. En sus filas coexistían terratenientes, capitalistas industriales y artesanos, además de una masa de maniobra proveniente de los sectores populares antes descritos, razón por la cual la militancia partidaria no corresponde a grupos o clases sociales bien definidos y contrapuestos.
Así, en ausencia de una ciudadanía activa y de una autoridad estatal coherente, las lealtades partidarias canalizaron, durante decenios, la socialización y la participación política de la gente. La partidización cooptó y encapsuló las distintas fuerzas y conflictos sociales, acotando la emergencia de movimientos populares y/o específicamente obreros. Y las disputas interpartidistas dieron cauce a la terrible violencia sostenida a lo largo de la historia nacional, un fenómeno que ha sido descrito por diversos escritores colombianos como una suma de matanzas capaz de banalizar y hacer cotidiana la tragedia y la muerte (Ferreira, 2011), realidad que genera la visión de una historia nacional en la que los hitos son grandes fechas caracterizadas por la catástrofe y el crimen.
Paradójicamente, aunque la permanencia de esta violencia a lo largo de los dos siglos de vida política colombiana ha sido notable, también es verdad que ha coexistido con una extraña estabilidad institucional, caracterizada por la persistencia de Gobiernos civiles y de élites hegemónicas aunque territorialmente fragmentadas. Estos actores han podido prescindir, en su esquema de dominación, de recursos tales como las grandes reformas sociales o las movilizaciones nacionalistas que estremecieron a otras naciones del hemisferio. Así, cualquier explicación de los factores que han incitado la violencia en Colombia debe tomar en cuenta los elementos que simultáneamente han dado forma, en este ambiente de conflicto exacerbado, a una estabilidad institucional sui generis.
En la historia nacional, el Estado colombiano no ha detentado el monopolio de la coerción, el control del territorio, la procuración de justicia y la tributación, ni ha podido convertirse en el eje de un sistema político caracterizado por la dispersión de centros de poder y por el peso de reglas informales de acceso y ejercicio del mismo (Losada, 2012). Pese a ello, en Colombia sí se ha logrado la subordinación del poder militar al civil y el respeto a los periodos institucionales de sus gobernantes. Con el trasfondo de una tradición de desconfianza frente a la autoridad, el país ha vivido en una permanente combinación de orden y violencia, de rivalidades entre los partidos dominantes y los clanes/clientelas que los conforman. Otro rasgo de esta realidad bizarra ha sido una cierta impregnación de la política —de sus modos, léxicos y procesos— por la lógica del derecho, lo que hace coexistir los límites legales de la acción estatal con violaciones autoritarias e institucionalizadas a los derechos humanos. Así, por ejemplo, los estados de excepción y los decretos presidenciales serían parte normal de la vida política colombiana durante la segunda mitad del siglo XX.
En ausencia de una amplia intervención estatal y de proyectos populistas —como los desarrollados en México, Argentina o, con modificaciones, en la vecina Venezuela—, en Colombia se estableció un orden básicamente afín al liberalismo clásico decimonónico, capaz de operar sobre un pluralismo de élites políticas y económicas que se disputan (y rotan) periódicamente el poder, y que encuentra, como correlato, una cultura política nutrida por una mezcla de conservadurismo social y desconfianza respecto a la política y el Estado, y fundida con una tradición de apego al ritual electoral de la democracia representativa (Losada, 2012). Además, desde inicios del siglo pasado, la presencia de los militares —en cuanto actores protagónicos de la política nacional— se reduce de forma considerable y se establece una larga serie de Gobiernos civiles.
En 1948, el asesinato del caudillo liberal disidente Jorge Eliécer Gaitán desató el llamado “Bogotazo”, episodio de lucha armada en la capital del país cuyos ecos se prolongaron, con más o menos virulencia, por casi dos décadas, dando lugar a la etapa conocida como “La Violencia”. Tal situación puede considerarse como el clímax de un conjunto de disputas sociales y políticas que, dentro y fuera del sistema estatal, arrastraron a liberales y conservadores, adquiriendo una expresión brutal y territorialmente fragmentada. Dentro de ese panorama, la emergencia de grupos guerrilleros —diversos en sus matrices ideológicas y formatos organizativos y de acción— añadió un importante factor a la explosiva situación colombiana. Con predominio de contenidos agraristas, la insurgencia aparece durante los años cincuenta (Núcleos de Autodefensa Campesina) y sesenta (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, subordinadas al Partido Comunista; Ejército de Liberación Nacional, ELN, procubano, y Ejército Popular de Liberación, EPL, maoísta), portando un discurso político de refundación social y nacional con claros contenidos marxistas. Estas guerrillas, golpeadas por las estrategias gubernamentales a mediados de los años setenta, resurgen en la década de los ochenta, a partir de una reorganización basada en el control estable de territorios, en los que usufructuaron una economía regional basada en la explotación del petróleo, los productos agrícolas (café y plátano) y, cada vez más, en la elaboración, traslado y distribución mayorista de coca.
La coca, en particular, resultó decisiva para la obtención de recursos y la ampliación de la base campesina de las guerrillas, dando a organizaciones como las FARC el estatuto de Gobierno local real en las zonas ocupadas. Así, los años ochenta fueron el escenario de la diversificación y expansión de los actores armados —narcotraficantes, bandidos urbanos, paramilitares y guerrillas— cuyas alianzas y enfrentamientos provocaron miles de civiles muertos, heridos y desaparecidos, a los que se unieron varios millones de pobladores rurales desplazados a las ciudades y a naciones vecinas (Ecuador, Venezuela). Esta persistente violencia política, considerada como la principal amenaza a la seguridad nacional —por encima de los conflictos externos— generó una vinculación más estrecha con Estados Unidos y favoreció procesos convergentes de policialización de las fuerzas armadas y militarización de la policía.
Por esos años cobraron fuerza los cárteles colombianos —en especial los de Cali y Medellín— que han sido estudiados por especialistas (como el politólogo y colombianista galo Daniel Pecaut) en cuanto organizaciones carentes de una base territorial estable, una estructura permanente y estrategias de influencia política precisas. Los cárteles se conformaron alrededor de la meta de controlar la elaboración, exportación y distribución exterior de un producto de alto valor (la cocaína), por lo cual no procuraron establecer un control sociopolítico y territorial absoluto y permanente en sus zonas de influencia, tolerando y, en algunos casos, utilizando a otras organizaciones de menor importancia. Asimismo, en sus regiones de asentamiento coexistieron con una pluralidad de actores —guerrillas, paramilitares y fuerzas policiacas— que empleaban sistemáticamente la violencia, estableciendo relaciones puntuales y cambiantes de colaboración y conflicto.
Aunque los cárteles apelaron a estrategias principalmente pragmáticas centradas en la defensa de intereses económicos, su influencia política y el impacto de su actividad en las normas de comportamiento de la población han sido enormes. En una sociedad culturalmente conservadora y socialmente elitista y excluyente como la colombiana, los cárteles dieron rápidamente a sectores populares y medios —especialmente a sus jóvenes— una esperanza de movilidad social y de éxito económico rápido, lo que los legitimó ante buena parte de la ciudadanía. A ello se añadió una estrategia de fomento de la corrupción y los negocios dirigida a los actores políticos y empresariales, lo cual se tradujo en una situación de connivencia con parte de la élite nacional tradicional.
En Colombia, la economía de la droga comenzó en los años sesenta en la costa atlántica, con el cultivo de la marihuana. En los años ochenta, el país se convirtió en centro mundial de producción y distribución de cocaína, suministrando más de 70% del consumo de Estados Unidos, lo que generó a los cárteles ingresos estimados (entre 1984 y 1990) en unos cuatro mil millones de dólares anuales. En este panorama, el cártel de Medellín, orientado al mercado de la costa Este de Estados Unidos, fue fortaleciendo su presencia nacional y organización interna, lo que tuvo enormes repercusiones económicas (un sistema empresarial paralelo y pujante) y políticas (intervención en campañas partidarias, empleo de la violencia, fomento de la corrupción político-administrativa) de amplio impacto en la vida nacional colombiana.
Basado en vínculos familiares o de amistad, el cártel de Medellín llegó a contar con unos 200 asociados permanentes; además, tenía en su nómina a policías y funcionarios que le proporcionaban formación y apoyo, contrataba una vasta red de sicarios provenientes de las barriadas pobres y realizaba una extensa labor filantrópica en zonas populares. Los miembros de esa organización provocaron sentimientos encontrados —extrañamiento, tolerancia y aceptación— en la sociedad colombiana: para las élites tradicionales eran unos seres extraños y peligrosos carentes de prestigio; para algunos empresarios eran una fuente insustituible de inversiones y dinero; para amplios sectores populares eran personas con gran legitimidad y respeto, un ejemplo a seguir si se venía “de abajo”.
A mediados de los años ochenta, como consecuencia de una política exterior ligada a Estados Unidos, Colombia internalizó la visión y la agenda de su aliado norteño. El combate a las drogas se convirtió en agenda complementaria de la lucha contra el comunismo y la insurgencia; la relación bilateral se vio crecientemente “narcotizada” —en el marco de la campaña de Ronald Reagan, que presentaba las drogas como una amenaza a la seguridad nacional estadounidense— y Colombia sufrió una elevación de los niveles de violencia criminal. Dicha violencia provocó una migración masiva que cambió la fisonomía predominantemente rural del país: en apenas dos décadas aparecieron grandes periferias pobres en las principales ciudades colombianas. Además, se desató el enfrentamiento entre grupos de narcotraficantes, paramilitares, guerrilleros e instituciones del Estado, propiciando una mentalidad de guerra civil total cuya “filosofía” ha sido explicada por Alonso Salazar en estos términos: “La acción contra un enemigo colectivo permite, a quienes alzan su hacha primitiva, participar en el derramamiento de la sangre con una causa justa. La guerra deja de ser un hecho circunstancial para convertirse en el móvil más esencial […]”. Uno de los máximos responsables de esta escalada fue el líder del cartel de Medellín, Pablo Emilio Escobar Gaviria.
El hombre y su obra
La lumpenpolítica cobra vigor en los actos de Pablo Escobar, personaje cuyos itinerarios mezclan al bandido, al redentor, al empresario y al sociópata.2 En el antioqueño, el afán de liderazgo y la búsqueda del éxito personal, la comisión de delitos y la subversión del orden encuentran incentivos en los primeros años de formación, al calor materno. En una ocasión, el niño Escobar dice a su madre: “Todos los hombres de la familia son soldadores pero yo no quiero ser un soldador”. La madre le responde que su abuelo, a diferencia de los otros hombres de la familia —todos unos fracasados—, “era un duro”. El abuelo, contrabandista de whisky y corruptor de las autoridades, hombre respetado por sus vecinos, se constituyó desde entonces en ejemplo a seguir para el futuro capo.
En 1962, con apenas 13 años, Pablo cursa el bachillerato en un liceo donde recibe, en mezcla confusa, la influencia de corrientes radicales que abarcaban la Teología de la Revolución, la prédica del cura guerrillero Camilo Torres y el ejemplo de la Revolución Cubana. Electo presidente del Consejo de Bienestar Estudiantil, su madera de líder se fraguó en batallas a favor del transporte escolar y la alimentación de los estudiantes pobres, entre otras causas, mientras simultáneamente traficaba marihuana, cigarros y exámenes entre sus compañeros. En 1968, el joven Escobar pasó a integrar —según testimonio propio— la junta cívica de su barrio, una temprana muestra de su vocación social.
Durante su formación, el capo siguió, quizá de forma inconsciente, las máximas maquiavelianas que rezan: “Para conocer la naturaleza de los pueblos hay que ser príncipe, y para entender a los príncipes hay que ser pueblo” y “El príncipe debe hacerse temer de tal manera que si no se gana el amor, por lo menos evite el odio; porque es posible ser temido y amado al mismo tiempo”. Ello es fiel reflejo de su vínculo con los sectores populares —cultivado con obra mientras vivió y prolongado en forma de culto hasta después de su muerte—, mediante el apoyo a los pobres en Medellín y ciudades vecinas. Con una política de intervención en los barrios, donde fungía lo mismo como árbitro en disputas entre los miembros de bandas o entre familias que en labores de filantropía. Sobre esto último, Maquiavelo había aconsejado, siglos atrás, que el príncipe “debe crear premios […] para quienes, de una u otra manera, quieran mejorar su ciudad o su Estado; además, debe entretener al pueblo, en las épocas propicias, con fiestas y espectáculos, puesto que en toda ciudad existen barrios, grupos y corporaciones; es conveniente reunirse con ellos de vez en cuando para dar ejemplo de magnanimidad y con ello aumentar su prestigio y mantener su dignidad […]”.
En congruencia con su origen, Pablo Escobar mantuvo ciertos gustos y apariencias personales sencillos, lo que no le impidió desatar sus demonios y derrochar plata en numerosas fiestas, orgías y proyectos personales. Como parte de su acción social, organizó campeonatos y equipos de futbol, construyó canchas deportivas y comités para proyectos comunitarios, a los que brindó recursos y asesorías, popularizando términos entonces novedosos como participación, ecología y autogestión. Por la influencia de su madre, que era maestra rural, promovió entre los jóvenes de barrios populares la educación y construyó centenares de viviendas para habitantes de comunidades marginadas como Moravia, población asentada sobre las emanaciones de un basurero totalmente reconstruido por decisión de Escobar.
No cabe duda de que la personalidad del colombiano lo llevaba, como meta, a la conquista y el disfrute del mayor poder posible, acompañándolo con cierta legitimidad no necesariamente institucional ni democrática. Así, tras ser rechazada su membresía en el Club Campestre de Medellín, financió una huelga de sus trabajadores. Tras una breve incursión en la política liberal, de la mano de un caudillo local, vio sus esperanzas frustradas por el rechazo del entonces candidato Luis Carlos Galán a vincularse con personeros del narcotráfico. Ante el fiasco, Escobar señaló, al retirarse de la contienda electoral: “Seguiré en franca lucha contra las oligarquías y las injusticias, y contra los conciliábulos partidistas, autores del drama eterno de las burlas al pueblo […], me duele el deprimente contraste de los que nada tienen frente a los que solo entienden por exclusiva divisa de sus vidas el acumular capital, oportunidades y ventajas, que lejos están de cumplir función social alguna”. ¿Sincera filiación izquierdista, retórica de legitimación ante la opinión pública, expresión de un ego desmesurado? Todo parece coincidir en el verbo y los actos de un personaje que encarnó, como pocos, las cualidades prototípicas del caudillo y el bandido latinoamericanos.
Pablo Escobar acarició, incluso, un plan para estructurar una organización armada separatista, de alcance regional, denominada Antioquia Rebelde. Concertó —entre las bandas de sicarios y las izquierdistas organizaciones de autodefensa de los barrios de Medellín llamadas milicias— una tregua, reprendiendo a algunos de sus hombres por asaltar y agredir a habitantes de zonas pobres. Escobar señaló entonces, como otras veces, que su lucha era contra el Estado y se definía como antiimperialista y antioligarca. Además, su admiración por la guerrilla del M19, responsable de acciones espectaculares y de proyectar un discurso político identificado con la idiosincrasia colombiana, fue manifiesta.
En su carrera como líder de bandidos —término que se atribuía constantemente para desligarse de la “inmoralidad de los políticos”—, Escobar mantuvo intercambios más o menos estables o esporádicos pero, como regla, cordiales con diversas personalidades de la izquierda local, como fue el caso de Bernardo Jaramillo, líder de Unión Patriótica, que moriría asesinado en plena campaña presidencial a manos de la derecha colombiana.3 Un dirigente del M19 que conocía bien a Pablo Escobar lo definía como un “hombre socialmente sensible, con tendencia a la dictadura, con formación básica, rodeado de gente de diferente estrato social”. Otro miembro de la organización guerrillera lo caracterizó como un hombre cuyo liderazgo era cercano al pueblo, con una muy personal y arraigada fe cristiana. En contraste, pero sin dejar de lado la dimensión redentora del personaje, uno de los oficiales que dirigió la lucha contra Escobar lo definió del siguiente modo: “Él era un revanchista social. Y el narcotráfico fue su instrumento para cobrarle a la sociedad y al establecimiento lo que sentía como injusto. Quería reivindicar un sentido de clase […] pero eso no está expreso, no está elaborado […]”.
En sintonía con los consejos de Maquiavelo sobre la necesidad del líder de contar con un respaldo armado, Escobar dio prioridad a la formación y el empleo de una fuerza —con sicarios propios y contratados— con la cual someter a sus adversarios del narcotráfico, a grupos irregulares y al Gobierno nacional. Al respecto, el florentino había señalado en su obra que todos los profetas armados tuvieron éxito en sus empresas y los desarmados siempre fracasaron, para destacar después que “un príncipe no debe tener más ocupación, no considerar cosa alguna como su principal responsabilidad, que la guerra, su estrategia y ocupación, pues este es un arte propio de quien está señalado para mandar”. Tal es su poderío —en forma de asesinatos, atentados dinamiteros,4
secuestros de personalidades del mundo empresarial y político—, que fuerza al Estado y la opinión pública, en varias ocasiones, a rechazar la extradición de colombianos a Estados Unidos, hasta que en 1987 la Corte Suprema la declara inconstitucional y, en 1991, la Asamblea Constituyente prohíbe su inclusión en la nueva carta magna.
En todo momento, Escobar quiso fomentar la más férrea lealtad de su círculo de allegados, participando personalmente en la coordinación de acciones y consciente de que, como decía Maquiavelo, “si el príncipe fundamenta su dominio sobre armas mercenarias, jamás estará tranquilo y seguro, porque descansa sobre fuerzas desunidas, sujetas a la ambición, indisciplinadas y desleales, demasiado orgullosas entre los amigos y con los enemigos viles. […] el príncipe debe ir al frente de sus tropas, en funciones de capitán”. Sin embargo, en ocasiones recurrió al empleo de paramilitares —como instructores y escoltas personales—, los cuales a la postre virarían en su contra.
Vale la pena ahondar en los que fueron dos grandes fracasos del liderazgo de Escobar: por una parte, su tendencia a asumir retos y contiendas que rebasaban el estado real de sus recursos y de la correlación de fuerzas existente y, por la otra, la ruptura con colaboradores fieles, a los que agredió y empujó a las filas de sus enemigos. Al respecto de este solipsismo y esta “conspiranoia” que frecuentemente obnubila a los conductores políticos, Maquiavelo había señalado que, frente a la adulación, “los señores se complacen tanto consigo mismos y llegan a engañarse de tal manera que difícilmente puedan defenderse de ese mal”; debido a esta soberbia, “el príncipe que se deja llevar por la fortuna cambia tan pronto como ella y fácilmente cae en la desventura”. Así, decía el pensador italiano, “cuando los hombres se empecinan en una cierta manera de actuar y cambian los tiempos de la fortuna, fracasarán inexorablemente, y cuando coincide el carácter con las circunstancias se propicia el triunfo”. En relación con ello, señala Alonso Salazar que “a Pablo lo mataron sus propios compañeros que lo orientaron mal, que lo metieron en guerras inoficiosas, los bandidos que le decían: guerra total, Patrón. Claro, porque la guerra significaba vueltas de cien o doscientos millones de pesos. Pablo era como el sacerdote de un clan guerrero y sus hombres morían por él con desprendimiento, pero a su vez ellos lo llevaron al sacrificio”.
Cuando Escobar fue encarcelado y se sintió marginado de la gestión directa del negocio y sin la libertad de movimiento y acción que antes poseía, comenzaron a aumentar su sensación de aislamiento, la necesidad y la (consiguiente) demanda de más dinero, el sometimiento y la desconfianza respecto de sus hombres en la calle. Y ello solo podía desembocar en la fórmula empleada anteriormente por el capo en busca de soluciones radicales: la violencia. Solo que esta vez, con su actuar, el antioqueño parecía desconocer la lección de Maquiavelo, cuando dijo que “la crueldad puede ser bien o mal empleada […]; correctamente, cuando se ejecuta con sorpresiva rapidez por la necesidad de afianzarse en el poder, pero después ya no se usa la crueldad, puesto que ya se tiene seguridad, y se organiza un Gobierno de beneficio para los súbditos. Mal usada es la maldad, que aun siendo poca en un principio, aumenta con el tiempo en vez de disminuir”. Y remata: “El príncipe deberá estudiar muy bien el monto de la crueldad que deberá aplicar, y ejecutar solamente aquellas medidas ineludibles, que deberán realizarse de golpe”. Así, cuando los capos que gestionaban el cártel en las calles de Medellín (“El Negro” Galeano y “Kiko” Moncada) fueron asesinados junto a sus familias por órdenes de un desconfiado y ambicioso Escobar, los supervivientes de la matanza se unieron a los archienemigos del capo antioqueño (el cártel de Cali, empresarios, los hermanos Castaño, jefes de las paramilitares Autodefensas Unidas de Colombia), gestándose la variopinta alianza que finalmente lo derrota: los Perseguidos por Pablo Escobar, mejor conocidos por sus siglas como los Pepes. Ante tal coalición, el Gobierno, el alto mando y —según algunas fuentes— la misma embajada de Estados Unidos miraron con tolerancia y complacencia el desarrollo de una fuerza que, carente de amarres legales, podría usar contra Escobar sus propias armas. El general Maza, director de los servicios de inteligencia del Estado y enemigo personal del capo, testimonió: “A Escobar lo debilitó haber matado a sus amigos; más que las bajas que nosotros le cometimos […], haber peleado con ellos fue el peor de sus errores”. En suma, un grave error de cálculo —aderezado, seguramente, por trastornos de personalidad— de un animal político que había sido capaz de poner de rodillas a las élites colombianas y su maquinaria institucional.
Respecto a la sabiduría del príncipe, Maquiavelo dijo: “Cuando se juzga la inteligencia de su soberano, generalmente nos fijamos primero en el tipo de hombres que le rodean; cuando son competentes y fieles consideramos que el señor es un sabio, porque ha tenido el talento de medir su capacidad y conservar su fidelidad”. He aquí, sin duda, una vulnerabilidad de Escobar: sin otro consejero que su conciencia, se rodeó de guerreros, gente joven, impulsiva y con poca formación que vivía de la guerra y lo adulaba para mantener la violencia que constituía un modo de vida. Su influencia —y su propia soberbia— lo llevaron a medir mal sus fuerzas reales y a participar activamente en actos terroristas y criminales (como al atentado al avión de Avianca o el asesinato de Luis Carlos Galán) que colmaron la paciencia de la ciudadanía, le ganaron la animadversión mayoritaria de la opinión pública y le echaron encima a todas las fuerzas del Estado.
Aunque con frecuencia se recuerda que el florentino aconsejaba al príncipe que evitara “preocuparse de aquellos vicios que le son útiles para salvar el Estado” y le recomendaba adaptar su conducta a las contingencias (como “zorro” o “león”), con el fin de obtener y mantener el poder, la mirada de Maquiavelo sobre el ejercicio del liderazgo político va más allá. Sugería evitar el desborde del odio y el desprecio notorio por la persona y la propiedad de sus súbditos, aconsejando acotar solo a los posibles enemigos, de forma rápida y resolutiva, en los marcos de una gestión —que hoy calificaríamos como estratégica— de los conflictos.5 Las dinámicas de la lumpenpolítica, con su espiral de revanchismo, violencia, odio y ambición irracionales, alejaron a Escobar de las pautas expuestas por el pensador florentino. Un líder con una notable capacidad estratégica, facultado para analizar ágil y sagazmente las circunstancias y las alternativas de acción, se convirtió en un ser temerario y solitario, capaz de sembrar las semillas de su propia destrucción.
Angarita, Pablo, “La política de seguridad urbana en Colombia: El caso de Medellín (2006-2011)”, en José Alfredo Zavaleta (coord.), La inseguridad y la seguridad ciudadana en América Latina, Colección Grupos de Trabajo, CLACSO, Buenos Aires, 2012.
Ferreira, Daniel, “El país que se acostumbra a la atrocidad cotidiana verá nacer al hombre que mata para vivir”, en La Palabra y el Hombre, tercera época, núm. 16, primavera de 2011.
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Losada, Rodrigo, “Un sistema de partidos bajo tratamiento de choque: El caso colombiano”, en Silvia Gómez Tagle y Willibald Sonnleitner (eds.), Mutaciones de la Democracia: Tres décadas de cambio político en América Latina (1980-2010), El Colegio de México, México, 2012.
Maquiavelo, Nicolás, El Príncipe, Editorial Tomo, México, 2008.
Pecaut, Daniel, Orden y violencia: Historia sociopolítica de Colombia entre 1930 y 1953, Norma, Bogotá, 2001.
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Salazar, Alonso, La parábola de Pablo: Auge y caída de un gran capo del narcotráfico, Planeta, México, 2012.
Vargas, Alejo, “Colombia y el consejo de defensa sudamericano”, en José Alfredo Zavaleta (coord.) óp. cit.
Viroli, Mauricio, La sonrisa de Maquiavelo, Tusquets, México, 2009.
- Para un buen retrato reciente del capo y su personalidad, realizado por un cronista que lo conoció en su época de auge, véase <http://prodavinci.com/2013/06/20/conversaciones/un-fin-de-semana-con-pablo-escobar-por-juan-jose-hoyos/>.
- La sociopatía, también conocida como trastorno de personalidad antisocial, es una patología de índole psíquico; quienes la padecen pierden la noción de las normas sociales, lo que les impide actuar conforme a estas. Se expresa mediante conductas impulsivas y criminales, ausencia de empatía y remordimiento, megalomanía y búsqueda desenfrenada de nuevas sensaciones. También genera el llamado “síndrome de aislamiento”, expresado en la introversión y la reducción de lazos y afectos del sujeto a un pequeño círculo de personas, mayormente familiares e incondicionales.
- En esa campaña presidencial (1990) fue asesinado, además de Jaramillo, el candidato del M19 Carlos Pizarro; Ernesto Samper, precandidato del liberalismo, fue herido. Ello ocurría en un país azotado por la violencia, que solo en ese año cobró 6 mil víctimas en la ciudad de Medellín.
- Se dice que Pablo Escobar señaló: “El terrorismo es la bomba atómica de los pobres, me toca utilizarlo aunque vaya contra mis principios”. Según opinión de Alonso Salazar, los hombres de Escobar incurrieron en prácticas y exhibiciones desmedidas de la violencia per se, valorándola como un medio de ascenso y una marca de prestigio, lo que lo diferenciaría de la mafia tradicional.
- Gestión que encarnó en sus propias acciones como hombre de Estado, donde el pragmatismo táctico era guiado por principios éticos e ideales políticos innegociables. Para un retrato completo del florentino, resulta insustituible el libro de Viroli.
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ARMANDO CHAGUACEDA es politólogo e historiador por la Universidad Veracruzana. Coordinador de un grupo de trabajo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) y miembro de su Observatorio Social, se especializa en temas de sociología, teoría política e historia contemporánea latinoamericana.