Este interesante texto sobre la obra de Chéjov y la puesta en escena de Tío Vania pertenece a un ciclo de charlas coordinado por Tania Lomnitz, que corre paralelamente a la programación semestral de Teatro UNAM —a cargo de Enrique Singer—, y cuya intención es dar contexto, provocar discusión y colocar al teatro como un arte intelectual.
El siglo XX mexicano construyó, en sus lenguajes escénicos, una sólida tradición realista que abarca la escritura, la teoría de la enseñanza actoral —con Héctor Mendoza como máximo exponente— y la puesta en escena con Ludwik Margules que, sin ser un director catalogable en dicha corriente, logró en algunos de sus montajes una aproximación, más que vivencial, existencial a ese estilo y visión del mundo. Nuestra cercanía a Estados Unidos y su cine, y a su tradición dramática, independientemente del coloniaje cultural al que también somos tan proclives, afianzó al realismo como el arma esencial para la revuelta en contra del viejo teatro decimonónico, ese que dimos en llamar “de estilo español”.
El realismo hizo escuela y, al cabo, las escuelas, en el arte, están para inspirar a dinamiteros. “Dios es el Estado y el Estado es Dios —dice Bakunin—, ¿qué hacer con ellos? Ponerles bombas”. La historia del teatro mexicano del siglo XX también da cuenta de una heterodoxia que, a fin de cuentas, florece en la búsqueda de lenguajes metafóricos que llega a nuestros días. Ajenas a la normatividad realista, teatralidades tan singulares y personales como las de Elena Garro, Juan José Gurrola, Jodorowsky, la exploración del Siglo de Oro o del teatro épico de Brecht, y otros experimentos, desde Poesía en Voz Alta hasta nuestra batalla por familiarizarnos con la estética de la postdramaticidad, han irrumpido en nuestra escena sin hacer escuela, acaso el mejor destino reservado para las voces originales que cuestionan la normalidad realista.
La vocación por dinamitar el canon es obsesión. Cuando ingresé al Centro Universitario de Teatro de la UNAM, en 1982, el teatro experimental de entonces quería exterminar al costumbrismo que, de manera un tanto simplista, se identificaba con la escritura de Emilio Carballido y sus epígonos. Se aspiraba a construir mundos poéticos, una realidad alterna. Los isabelinos, españoles del siglo áureo y las dramaturgias absurdistas daban cauce a la revuelta. La expansión dinamitera, sin embargo, no alcanzó a las escuelas donde los jóvenes de entonces nos formábamos pues, a decir verdad, se encorsetaron bajo la línea realista, en buena medida gracias a Héctor Mendoza, paradójicamente uno de los principales detractores del costumbrismo escénico.
Este recuento inquieta de cara al presente donde las escuelas de actuación y el teatro de arte todavía anhelan desmarcarse del lenguaje de la verosimilitud, la lógica y la justificación del comportamiento en escena que sigue siendo, en buena medida, el horizonte más común del teatro mexicano. La pregunta, por tanto, es ineludible: ¿qué pasó en treinta años de cara a la larga cuenta del siglo? ¿Qué falló que la bestia negra sigue latiendo? ¿El fracaso de los dinamiteros o, más bien, el triunfo de la televisión y sus formas de actoralidad que aún demandan mano de obra y lenguajes estandarizados?
Guy Debord describió en La sociedad del espectáculo una Europa que, desde los años setenta del siglo XX, propagaba un estilo de vida superficial y vacuo. La televisión se volvería el eje de una sociedad de consumo. La palabra espectáculo habría de regir la vida cotidiana, la política, el arte. Existe lo que vende. Y, como la espuma, el concepto de fama se fabrica y todo tiene la ligereza de las criaturas de un día. Como buena tierra de frutos tardíos, esa realidad postindustrial nos llegó tarde y más aún la discusión en torno a la sociedad del espectáculo, pero lo cierto es que esa enorme capa de espuma es el primer filtro de la vida cotidiana en el México de hoy.
En ese panorama hacemos teatro y redescubrimos que, por más multimedia que cualquier teatrista pretenda emplear, el teatro es lento, difícilmente rentable, y sus hablas de mayor valía habitan en las antípodas de la dialogación televisiva. Por tanto, para colmo, no es tan fácil de entender en tiempos de un analfabetismo funcional bastante generalizado.
El entorno da para el extravío —pretender convertir al teatro en lo que no es y acercarlo a la televisión—, para la esclerosis y la negación de los cambios o bien para la revisión radical sobre los sentidos de la teatralidad. En todo caso, queda una certeza: la actoralidad y la dramaturgia que la televisión mexicana propaga en sus ficciones revelan, en pleno, el riesgoso imperio de la bestia negra: conflictos elementales basados en lo anecdótico, balbuceo coloquial y otros lugares comunes del universo estilístico de la justificación. La revuelta en contra de la bestia tenía que volverse, dado el signo de los tiempos, aún más feroz en los albores del siglo XXI. Nos atrevimos a descubrir que lo normal finalmente es una excepción: el realismo visto como un estilo más, entre otros con los que hemos pretendido descifrar el mundo pues el teatro, en esencia, es metáfora, algo que Samuel Beckett, a partir de 1953, cuando estrena Esperando a Godot, invocó al remontarnos más allá del siglo XIX.
El más moderno de los dramaturgos del XX —qué paradoja— nos llevó hacia atrás, hacia la farsa y su conciencia de hacerlo con verdad, hacia los isabelinos que convirtieron al mundo en un tablado, hacia nociones barrocas donde el universo se enrosca reflejándose a sí mismo y, al cabo, tan atrás, que reinstauró el ámbito de la tragedia griega y su visión del espacio como un eje vertical por donde se va hacia arriba o hacia abajo. La realidad se conecta con lo invisible en un espacio que no deja de ser, en principio, un teatro.
Más de medio siglo, en el caso mexicano, es una larga historia de terrorismo en contra de una estética teatral que se funda a finales del siglo XIX. El pensamiento postdramático quisiera ser el último embate y el definitivo en la aniquilación. Acorde con su ánimo apocalíptico, se oye el solitario clamor de agoreros que piden el cierre de las escuelas de actuación por obsoletas. Afirman que los actores serán reemplazados por una especie de ¿actantes? —el realismo suplantado por la realidad misma, gente capaz de emprender acciones reales extraordinarias y suficientemente atractivas como para no depender de la ficción. A río revuelto, entre posturas y poéticas honestas y fascinantes, abundan equilibristas incongruentes: dicen no al teatro dramático y, paradójicamente, afilan cuchillos para la degollina desde un foro y usan las reglas básicas del que llaman “viejo teatro”.
Los signos de la revuelta adquieren términos políticos: muerte al dramaturgo —lema que ya conocíamos desde tiempos de Artaud— pero, a fin de cuentas, ahora también claman, en sentido estricto, por la muerte del director de escena al pretender anular cualquier tipo de verticalidad en la creación.
Tampoco falta quien diga a manera de insulto: “escribes como en el siglo XIX”; todo por construir personajes, dialogar o simplemente por creer que todavía quedan historias qué contar. El insulto hacia el pasado es la nueva norma. La retórica de la postdramaticidad, en su vértigo innovador, invoca peligrosamente la idea de progreso en las artes, todo un juicio de valor y, así, veinticinco siglos de dramaturgia occidental, hasta los griegos, se derrumban como un castillo de naipes ante la homologación y el triunfo de la colectividad horizontal.
El XIX, acaso porque ahí nace el realismo o por estar a la vuelta de la esquina, es la bestia negra. Pero es curioso que en ese entonces, entre otros grandes que se valieron de la palabra dramática para explorar el comportamiento humano, esté Chéjov y que escritores del XXI se parezcan más a él y no, por mencionar a otros gigantes del realismo, a Ibsen o a Strindberg. Uno lee a Chéjov en el presente y da la impresión de que el médico de Taganrog hubiera leído desde su pequeño puerto ucraniano a escritores como Beckett, Kafka, Pinter o, más cercanos aún, al Mamet que escribió El criptograma. No quiero dejarlos ante un simple juego de ingenio, sino ante la percepción misma del tiempo como lo concebían los existencialistas: flexible e inasible como una emoción auténtica.
Antón Chéjov funda una forma de escritura elusiva, con enormes respiraderos interiores. Su incerteza es sumamente actual. No carece de ideas claras y distintas sobre la línea divisoria entre el bien y el mal, por ejemplo. Simplemente, Chéjov cambiaba de opinión a menudo, con demasiada frecuencia de un texto a otro y con total premeditación al interior de una misma obra de teatro donde deja las fuerzas en contrapunto. Es elusivo, ambiguo, indirecto, crepuscular. La vida transcurre en el mundo chejoviano y, en el lapso que dura no la mímesis sino la reproducción del accionar, invoca y nos permite pulsar el tiempo, algo que se va, una realidad más verdadera que las puertas y las mesas pues, como afirma Gerardo Deniz, “el tiempo ni cura ni mata, solo verifica”.
Chéjov, en este sentido, es de aire en plena densidad realista. No le pertenece del todo a la pesadez propia de una invención artística que intenta momificar la vida, pues su retrato va más allá del entorno y la circunstancia, de las puertas, muros y ventanas, de las formas de toda una época y sus coloquialismos, y sus ropas, del reino de las cosas y más cosas, todas ellas condenadas a la extinción.
Ante la falsedad de lo ficticio, de un mundo espectacular y normalizado en su acontecer “realista”, son imprescindibles los cuestionamientos que introduce la postdramaticidad para nuestros días. ¿Pero es necesario intervenir a Chéjov para hacerlo verdaderamente actual? ¿Es un autor cubierto de nitro y natrón al que no podemos traducir, acercar, y hasta versionar en lo que es, uno de los autores dramáticos indispensables para discutir el presente? Y estas preguntas nos llevan al centro de la polémica sobre cualquier estilo y corriente estética: ¿qué queda al paso del tiempo de las formas y visiones que logran aprehender con verdad la verdad humana? ¿La bestia negra realmente agoniza a tal punto que no se debe hacer realismo, ni aunque sea chejoviano?
De ser un análisis exhaustivo de la realidad en su extremo naturalista, cien años de teatro depuraron al realismo hasta la síntesis extrema donde sobrevive y seguramente pervivirá en su esencia: el afán de verosimilitud y verdad actoral, su búsqueda de una fe absoluta —a partir de la potencia de todo el ser del actor— en el universo que crea la acción.
Alcanzar una actoralidad donde irrumpa la realidad construida en lo ficticio, si bien es la particularidad inolvidable del realismo, también fue una aspiración que podríamos rastrear en otros estilos donde hay ciertas improntas realistas. Intuimos la temperatura y el atletismo emocional de los actores isabelinos por las palabras de sus autores. Y entre las pocas descripciones sobre cómo se actuaba en grande en el Siglo de Oro, por ejemplo, hay un apasionante pasaje en El curioso impertinente, al interior de El Quijote, que nos da una idea al respecto:
¡Afuera, pues, traidores; aquí venganzas: entre el falso, venga, llegue, muera y acabe, y suceda lo que sucediere! […] Y diciendo esto, se paseaba por la sala con la daga desenvainada, dando tan desconcertados y desaforados pasos y haciendo tales ademanes, que no parecía sino que le faltaba el juicio y que no era mujer delicada, sino un rufián desesperado. Todo lo miraba Anselmo, cubierto detrás de unos tapices donde se había escondido […].
Y la fe escénica de Camila, esa que se pasea daga en mano, convence a su esposo escondido de ser la más fiel de las fieles, y Anselmo teme que entre su amigo Lotario. Por supuesto, como todo está previsto, Lotario llega y sufre el rechazo feroz de la que, en realidad, ya es su amante. Camila está poseída por los demonios de la verdad, pero hay técnica y construcción en su hacer. Cito de nuevo el relato de don Miguel de Cervantes:
[…] con una increíble fuerza y ligereza arremetió a Lotario con la daga desenvainada, con tales muestras de querer enclavársela en el pecho, que casi él estuvo en duda si aquellas demostraciones eran falsas o verdaderas, porque le fue forzoso valerse de su industria y de su fuerza para estorbar que Camila no le diese. La cual tan vivamente fingía aquel extraño embuste y fealdad, que, por dalle color de verdad, la quiso matizar con su misma sangre…
Ella se clava la daga en la axila y el amante se retira haciéndonos creer que Camila ha muerto. Hay sangre, pero solo está herida, lo suficiente para “acreditar su embuste” —dice Cervantes—, lo suficiente para “hacer creer a Anselmo que tenía en Camila un simulacro de la honestidad” —remata.
Algo hay en el realismo, entendido en su espectro más amplio, que puede hacer pasar la mentira por verdad y la verdad por mentira. No cualquiera puede hacerlo, como no cualquier actante —aun cuando pueda emprender acciones extraordinarias— puede decir a Chéjov. Necesitamos, sin duda, redefinir el realismo de cara a los nuevos lenguajes del teatro, pero ciertas temperaturas, como ciertas palabras, difícilmente mueren.
Es demasiado pronto para aventurar qué quedará de la postdramaticidad. Su irreverencia, su rebeldía y su batalla por destruir simulacros y ensanchar límites, sin duda. Pero el exceso y la espuma, criaturas de un día, se irán en un soplo de tiempo. Carlos Granés lo puntualiza así en El puño invisible:
Sin espectáculo no hay espectadores y sin espectadores no hay negocio. En el mundo actual, contrario a lo que pretendían los letristas y situacionistas, los artistas y la industria cultural han reforzado más que nunca la división entre el entertainer que proyecta sobre el escenario la más bizarra, espeluznante y morbosa obra cultural y el espectador que, incapaz de resistirse al oscuro magnetismo que ejerce todo aquello que contradice la norma, los tabúes o la simple higiene, observa en absorta complacencia y pasividad el espectáculo de la rebelión.
Una manera de entender artísticamente el mundo no se muere por decreto. Menos aún cuando está de por medio una dramaturgia como la de Chéjov. Cuando Enrique Singer me propuso montar Tío Vania, de inmediato pensé que me enfrentaba a una aventura mayor. Esta obra, escrita en 1897, es una cumbre del siglo XIX, que seguirá generando recuerdos del porvenir. El problema es cómo contarla y explorarla, pues exige de los actores un alto compromiso emocional y la más minuciosa artesanía. ¿Pero contamos la historia de la casita rusa con vestuarios y música rusa? Los que hicimos el Chéjov que se ha presentado en el Foro Sor Juana Inés de la Cruz pensamos que la fuerza de Vania no radica en la reconstrucción de una época, o inclusive en la anécdota en sí. A diferencia de Ibsen o Strindberg, cuando son plenamente realistas, el realismo chejoviano es una fantasmagoría. Depende poco de las cosas o de la noción de circunstancia y, por el contrario, nos instala de lleno en una percepción ambigua de la vida.
Nuestro Chéjov quiere reflejar el apocalipsis interior de un puñado de destinos humanos y la manera en que el tiempo se instala en nuestro interior mientras los días transcurren tediosamente y se derrumban esperanzas. En el único poema que le conocí al gran Ludwik Margules, se describe la colosal tarea que emprendió el doctor Chéjov y la vía existencial, independientemente de la estética elegida, necesaria para acercarse a su mundo:
La fugacidad del tiempo y un mapa
[de África sustituyen la facultad
[del lenguaje
La conversión del escenario en la
[platina de un microscopio
Permite la observación dilatada de la
[agonía del hombre
El doctor es un estudioso
Vigila meticulosamente la antropología
[del sufrimiento.
Tío Vania retrata el sentimiento de absurdo que nos merma. Chéjov prefigura, así, a Kafka y a Beckett. Su visión es implacable aun cuando en alguna ocasión escribiera: “quisiera decir honestamente a los hombres: mírense, observen lo mal que viven”. Vania, enamorado de Elena, ve frustradas sus ilusiones; de igual manera que su sobrina, enamorada de Astrov, el doctor que —como en otras obras de Chéjov— tiene conciencia del desamparo que rodea a sus semejantes. Y Astrov, a su vez, está enamorado de Elena. El amor, como el alcohol, nos agita en vano, pues la desesperación llega finalmente a la garganta y uno es tiempo. El corte de caja ante lo vivido es inexorable. Por eso quise elevar la edad de los personajes en este Tío Vania; por eso el triciclo y la hojarasca que cae a los ojos de un anciano que vio al frustrado cuando la página estaba en blanco; por eso las telas blancas que cubren a personajes entrañables como muebles viejos, cosas amortajadas; por eso tratar de asir el tiempo y los estragos que provoca en la carcasa y en el corazón. Potenciar conflictos, pues, no solo contar el cuento en sí. Ver lo invisible, lo no realista, aquí radica la esencia a la que aspiró esta puesta en escena.
¿Es pertinente el realismo en el siglo XXI? Tan pertinente como la batalla por intentar ver el alma desde la platina de un escenario. Solo actores pueden acometer un emprendimiento así como algo sagrado. Se naufraga en el intento, pero se aspira a ello. Esa fue la ambición, la actualidad de nuestro Chéjov, un autor que, decíamos, no trata de muebles decimonónicos, lluvia, o de una trama con grandes peripecias. En él no hay montaña rusa en cuanto a los vuelcos de fortuna. Permite adelgazar la situación y los detalles de época para potenciar el conflicto. Así, acercamos a Chéjov, en términos de lenguaje, vestuario y escenografía, a nuestros días y, más aún, a nuestro país —sin una gota de color local. Visto así, Tío Vania no es una historia de fracasos que se pudiera tasar en términos de pequeños logros propios de la noción superficial del éxito en nuestras sociedades de consumo. Es, en cambio, el microcosmos de la derrota humana, de la pérdida de expectativas en el futuro del hombre, es el universo de la frustración y el absurdo llevados al tuétano de los personajes, es un apocalipsis interior.
Las obras de Chéjov transcurren en estancias, fincas o haciendas —la palabra dependerá de referentes locales—, pero la geografía en sí tampoco es fundamental. Estos lugares tienen enfrente bosques, jardines o estepas. A veces una platitud. Más allá de los cerezos o los abedules se vuelven una generalidad, “bosques, bosques, bosques”; dice Elena Adreievna: “Me parece monótono”. Hay metáfora en el paisaje. La gente de Tío Vania tiene un aburrimiento espeluznante. No hay ciudad, no es Petersburgo. En ese paisaje mental los personajes están aislados uno del otro. “Veinticuatro enormes habitaciones, un laberinto, la gente se desperdiga y no se encuentra a nadie”, dice Serebriakov, mientras Elena piensa: “Apenas septiembre, ¿cómo pasaremos aquí el invierno?” Y Sonia pregunta: “¿Volveremos a vernos?”. Están en otoño, como sus corazones, como sus expectativas de vida, y Astrov apenas puede responder: “Será en verano; en invierno, imposible”. El invierno asecha las almas: la separación es real y definitiva. El paisaje es metáfora, soledad. El espacio, en sí mismo, empieza a volverse una fantasmagoría.
Si Chéjov no trata de vestuarios, anécdotas, vida rusa en minucioso detalle, ¿de qué trata? De la ambigüedad de nuestro proceder, de la infinita hondura de nuestros corazones insondables. Alguien dice algo y otro de pronto pierde trechos de esa conversación y termina aislado en sus pensamientos. Es el principio de Harold Pinter para recordar cosas que nunca sucedieron o de Ionesco cuando llega a la conclusión de que es imposible comunicarnos. A este respecto, Pinter piensa que es muy difícil, mas no imposible, pero Chéjov va más allá pues, como en tantos momentos ante la vida humana, siente piedad por el intento desesperado por acercarse al otro.
En un ejemplo definitivamente chejoviano, Pinter aclara la estirpe que lo une al realismo del ruso y cuenta algo así:
Me invitan a una fiesta que está en un segundo piso, voy con un amigo y atravesamos el corredor; allí hay una puerta abierta, me asomo y veo a un casi enanito sentado a la mesa, donde también está un gigantón, muy corpulento, que come lentejas. Y el pequeño —describe Pinter— le da de comer al enorme y el enorme llora mientras el pequeño lo regaña.
Y Pinter dice: “ese cuadro atrae mi atención; es extraordinario, allí hay teatro”. Entonces Pinter pregunta, aniquilando a Stanislavsky: “¿Quiénes son? No sé. ¿De dónde vienen? Tampoco sé. ¿A dónde van?”. Y todos podríamos responder como Jacques, el de Diderot: ¿Acaso sabemos a dónde vamos?
Las relaciones humanas, en la platina del doctor ruso, están matizadas por la incerteza, por la duda propia sobre tus palabras, sobre lo que el otro alcanza a entender de lo que uno dice, sobre lo que uno y otro finalmente perdemos en trechos de distracción. Su diálogo está plagado de ese tipo de no-materialidad; es decir, las palabras como huecos, respiraderos, un queso gruyer, no hay completud, ni plenitud del texto, ni algo así como literalidad. Todo es capas y más capas de subtexto.
El punto intermedio entre Pinter y Chéjov es Beckett, pero también Kafka. El realismo chejoviano tiene mucho de absurdo. “Me estoy volviendo absurdo, nana —dice Astrov— solo gente absurda alrededor”. Y por ahí cuenta Gorki que el doctor decía: “¡Qué absurdo y torpe país es nuestra Rusia!”. Y en otro aforismo afirma: “Solo lo inútil tiene sentido”. Estamos ante una sensación, como dice Camus. La batalla entre la grandeza de los emprendimientos humanos y la inutilidad de los mismos engendra la tragicomedia chejoviana, el humor sutil y agridulce en obras que él bautizaba como comedias, aun cuando terminaran en el suicidio.
Un escritor de su tiempo afirma que Chéjov de pronto “se reía solo”, y que luego tomaba notas. Era desconcertante pero al parecer iba dos o tres pasos adelante para construir una historia que lo divertía. Humor, delicadeza y piedad son los atributos de este grande de todos los tiempos porque centró su mirada en el corazón mismo de la materia artística: “el hombre es el eje del mundo”, decía Gorki pensando en Antón Pavlovich.
Fantasmagoría pero también certezas y grandeza de pensamiento. Casi siempre hay un visionario en su obras. Pero Chéjov es tan real que aniquila con dulzura. Por eso en Tío Vania el destino de Astrov es profundamente conmovedor. Para él curar enfermos y cuidar a otra persona es algo tan sagrado como plantar abedules. Sin embargo, el nitro de los días deja guirnaldas de moho verduzco en el alma y el maravilloso doctor Astrov se descubre agotado interiormente para seguir la batalla por el otro y para querer, y para defender sus bosques de la extinción.
Antón es nuestro contemporáneo. Convierte la devastación humana en un paisaje interior y exterior. Aniquilamos nuestro espacio, nuestras almas, nuestros cuerpos. En un espacio aséptico, relativamente abstracto, donde actuaciones apasionadas cobran relieve sobre una naturaleza que ya fue, sobre una pared de metal propia de un mundo industrializado y frío, Astrov habla de la tala de bosques, pero en realidad, a la par que bebe incansablemente, cuestiona nuestra implacable voracidad destructiva.
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DAVID OLGUÍN (Ciudad de México, 1963) es egresado del CUT y de la Facultad de Filosofía y Letras donde cursó la licenciatura de Lengua y Literaturas Hispánicas. Cursó una maestría en dirección escénica en la Universidad de Londres. Entre sus últimas obras se encuentran: Los asesinos, Los insensatos y La lengua de los muertos. Es dramaturgo, profesor y editor de Ediciones El Milagro. Actualmente es tutor de la Fundación para las Letras Mexicanas. Es el director de escena de Tío Vania, montada recientemente en el Foro Sor Juana del CCU.