A Silvia Lemus.
A las novelas de Fuentes entré por la puerta de La región más transparente, que venía a llenar un vacío de décadas, a través de lo que entonces dio en llamarse la novela urbana, en contraste con la antigua novela rural, pero que de verdad no hacía sino juntar las dos realidades, y aún tres, la urbana, la rural y la provinciana, en un solo mosaico de voces y escenarios.
Ya no se trataba de la hacienda, la plantación, unas veces la visión romántica del terrateniente culto, con título universitario, en contraste con lo salvaje del medio que pretendía domesticar, como el Santos Lizardo de Rómulo Gallegos en Doña Bárbara; y otras, el feroz explotador de indios y peones, de fuete siempre pronto en la mano, como en Huasipungo, de Jorge Icaza. Ahora era la ciudad caótica que comenzaba a invadir el paisaje. Caracas, Lima, São Paulo, México. Y nada más caótico que la Ciudad de México, que tragaba de manera incesante campesinos llegados desde las áreas rurales, que criaba una clase media fiel al mismo tiempo a la Virgen de Guadalupe y a la Revolución congelada, y en la que reinaban los viejos revolucionarios enriquecidos, políticos y empresarios, establecidos en sus mansiones de las Lomas de Chapultepec, donde vivían también la estrellas del cine mexicano.
Pero donde Fuentes me llegó a ofrecer sus mejores claves es en La muerte de Artemio Cruz, porque la urdimbre de la Revolución mexicana se explica en un solo personaje que desde su lecho de muerte recuerda los hechos de su vida en un monólogo, o mejor, en un diálogo consigo mismo, compadeciéndose a sí mismo, y dueño a la vez de un orgullo tenaz, su tributo a sí mismo. Artemio Cruz es un instrumento de la historia, y a su vez vuelve la historia un instrumento suyo. No ve pasar a su lado la Revolución, sino que escala sin miramientos las cimas del poder.
Cínico, calculador, despiadado, héroe falso. Desde entonces, los mejores personajes de Fuentes estarán en el centro de los acontecimientos de la historia, combatientes de la Revolución, caudillos y generales, líderes sindicales, legisladores del nuevo orden que van desprendiéndose de los ideales para utilizar el poder como fuente de enriquecimiento personal, mientras la retórica revolucionaria se convierte en una mortaja sobre un cadáver que se corrompe.
Fuentes volverá a esa visión de la historia como friso en Los años con Laura Díaz, a través de los recuerdos de una mujer que vive la historia como sujeto activo, y ya no como soldadera, las concubinas que marchaban agarradas a la brida del caballo de sus machos, cuando eran jefes, y al lado de ellos, a pie, cuando eran soldados. Laura Díaz ve con ojo minucioso porque es fotógrafa, retrata la historia como una manera de entrar en ella, y terminará fotografiando la masacre de Tlatelolco donde pierde la vida su propio nieto.
En Cristóbal Nonato, un niño comienza a ser testigo presencial de la historia de México desde que se halla en el vientre de su madre. La frontera de futuro es 1992, el año del quinto centenario del descubrimiento, que es cuando debe nacer el niño Cristóbal, y el pan gana las elecciones al PRI. Una profecía literaria, que se cumple de verdad solo que años después, con la llegada de Vicente Fox a la presidencia en el 2000, al empezar el nuevo siglo.
Sus novelas vienen a ser como los murales de Diego Rivera, donde la historia es un solo panorama múltiple y simultáneo al que no basta el pasado, ni siquiera el presente, y Fuentes echa entonces mano del futuro, como en La silla del águila. Un presidente medroso y marginal, y el mismo aparato de poder de siempre que trabaja en base a intrigas y engaños. Los mismos dioses antropófagos que señorean sobre el poder, y lo inspiran, y vuelven a repetir, ya entrado el siglo XXI, las mismas artimañas en que el poder se asienta. La serpiente emplumada sigue devorando a los súbditos y esclavos del poder, la piedra de los sacrificios siempre embebida de sangre.
Federico en su balcón, su última novela, es un retrato múltiple, porque como narrador se multiplica en todos sus personajes, creando entre todos ellos una contradicción espiritual y filosófica, una dialéctica múltiple que abre interrogantes múltiples, sin intentar respuestas aguafiestas. Es lo que siempre hizo a lo largo de su vida y de sus libros, interrogar, cuestionar, abrir la ventana, asomarse, agarrar las verdades establecidas por el rabo y hacerlas chillar.
Los dos narradores de esta novela, o los dos que nos la proponen, se asoman cada uno a su balcón, balcones vecinos del hotel Metropole; dialogan, y las preguntas que se hacen tienen que ver con la vida y con la muerte, con el destino, y, otra vez, con el poder, y así arman al mismo tiempo un escenario en el que van dando entrada a los personajes de la novela.
Federico interroga a su vecino de balcón, y su vecino lo interroga a su vez, dos desconocidos que se hablan y hablan hacia la galería, y hacia la calle. Federico Nietzsche, que regresa a una edad moderna incierta, con sus dudas, sus viejas interrogantes y sus viejas culpas, interroga a Federico Nietzsche en el otro balcón. Carlos Fuentes, desde el suyo, interroga a Carlos Fuentes que se asoma al otro. Entre ambos hay colocados espejos que los reflejan a ellos y reflejan a las edades. Carlos Nietzsche y Federico Fuentes. Entre los dos crean ese teatro en el que caerán cabezas porque se trata de contar otra vez la vieja historia de la ambición humana, de la intriga por el poder, del delirio que lleva al crimen, porque el poder significa hilos manejados detrás de las bambalinas.
Llega la revolución que estalla bajo los balcones gemelos, los telones se agitan, y el teatro es de nuevo como el de la Revolución francesa. Hay tantos ecos de ella en estas páginas, que Dante, uno de los personajes malditos, puede ser de pronto Dantón, llevado al cadalso en una carreta. O la Revolución rusa, o la mexicana. Caudillos que van cayendo uno tras otro ante el altar sangriento de la Verdad, o el de la Razón, como el que había erigido Robespierre. Todos están condenados de antemano: arribistas, oportunistas, manipuladores. Unos que manejan los hilos en la sombra, guardando las armas, que son las últimas en hablar, otros que se agazapan en espera de que las aguas vuelvan a su cauce.
Toda revolución engendra una contrarrevolución, o una restauración. El poder con su guadaña disolverá la fraternidad idealista que ha pensado la revolución, porque solo hay un instante para el ideal, el que media entre el triunfo de la idea y el primer decreto que congela esa idea. Lo demás comienza a ser tragedia, como Federico lo sabe desde siempre y Carlos lo sabe desde antes, ambos, desde sus balcones vecinos, apuntadores de los personajes que tiene cada uno marcado su destino por la deidad ciega que es el poder.
La rueda de la fortuna gira, y regresará al mismo punto. La gloria ha llegado, la gloria se ha ido. Volverán los de antes a levantarle monumentos a los de después, cambiando apenas la retórica heroica, envolviendo a los sacrificados en un sudario de palabras. Y cuando Federico y su vecino cierren las puertas de sus balcones, es porque todo volverá a empezar.
Fuentes es dueño de esa calidad doble del intelectual que imagina y piensa, que inventa y predica, como los ilustrados del siglo XIX que también eran escritores y filósofos, y que tanto tuvieron que ver con las ideas que engendraron las luchas libertarias. Fuentes vio a América como la vio Bolívar, una sola nación de uno a otro confín, el verdadero nuevo mundo con un rostro político único, el continente del futuro, la nación anfictiónica. Y sabía que eran sueños con una sustancia profética, pero sueños arruinados.
Este sentido ecuménico de América, Fuentes lo entiende como una herencia que no debe ser tergiversada, sino recreada y renovada. La novela viene a ser no solo el espejo de la imaginación, sino también el espejo de la realidad, transfigurada por la imaginación, un espacio donde nada debe ser callado. América es un todo, pero no sería ese todo si no se descompusiera en su múltiple diversidad. De allí que propusiera escribir la novela ecuménica, una gran novela americana escrita por diferentes autores en diversos países, cada uno un capítulo, Vargas Llosa el de Perú, José Donoso el del Chile, Cortázar el de Argentina, Carpentier el de Cuba, Roa Bastos el de Paraguay, García Márquez el de Colombia, Fuentes mismo el de México…
¿Pero qué representaba en términos de la escritura esta empresa común? Que de la suma de todos esos capítulos pudiera resultar una visión, que debería ser no solo imaginativa, sino también descriptiva, geografías y gentes de esas geografías, historias privadas e historia pública, el mito y la epopeya. Una novela infinita para un continente infinito, y una novela, además, que nunca podría terminar de escribirse, en la medida en que corriera al lado de la historia misma, de un siglo a otro siglo, y por tanto, una novela que se seguiría escribiendo de manera perpetua, como podría imaginarlo el propio Borges.
Aquella visión totalizadora suya llega a tomar cuerpo en su propia obra narrativa, donde el tiempo arrastra a la historia para darle un sentido trascendente, igual que Balzac organiza su propio universo en La comedia humana, un universo vivo gracias a la calidad de sus arquetipos, que pueden comunicarnos la historia desde las historias. En esto, la literatura es creadora de historia, y de memoria, un trabajo que el tiempo le deja a la imaginación.
Es en este sentido que Fuentes es un novelista ecuménico y un pensador ecuménico. Dentro y fuera de sus novelas, en sus ensayos, artículos y discursos, y en la vida. Busca otorgar un sentido humanista a la idea de sociedad. Lo que somos y lo que seremos depende de una actitud creadora y crítica, en permanente vigilancia de que las instituciones ganen cada vez más fuerza.
Hizo de la invención un instrumento aleccionador de la historia, o al revés, en ese constante juego de espejos que fue su escritura, las aguas revueltas de la historia entran en el territorio ilimitado de la invención. La historia se lee como una novela, y viceversa. Los acontecimientos de la vida pública alteran y trastocan las vidas, muchas veces las destruyen, y casi nunca las redimen. El sistemático capricho del destino vuelto literatura.
Los ideales no terminan nunca de cumplirse pero siempre valdrá la pena pelear por ellos, y la escritura lo único que hace es navegar en las aguas agitadas del curso de los acontecimientos. Ideas, sueños, acciones, todo va siempre desbocado. Los próceres terminan siempre en el pudridero, o sus cabezas de bronce cubiertas por los excrementos de los pájaros en la plaza pública.
Fuentes sostuvo hasta el final su devoción por la narración total e incesante, sabiendo que debía robarle tiempo al tiempo, viajando de un lado a otro del continente, con la imaginación encendida. Y una devoción, no menos incesante, por la ética, convencido de que las convicciones existen para defenderlas, y que uno tiene la obligación de no callarse nunca. ~
* Texto leído en el homenaje a Carlos Fuentes que tuvo lugar en el marco del XIII Foro Iberoamérica en Cartagena de Indias, del 24 al 26 de octubre de 2012.
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SERGIO RAMÍREZ (Nicaragua, 1942) es escritor, abogado, periodista y político nicaragüense. Ejerció como vicepresidente de este país de 1986 a 1990. En 1998 recibió el Premio Alfaguara por su novela Margarita, está linda la mar. Es columnista de varios periódicos alrededor del mundo, entre ellos, El País, de Madrid; La Jornada, de México; El Nacional, de Caracas; El Tiempo, de Bogotá y La Opinión, de Los Ángeles; así como La Prensa y la revista Magazine en Nicaragua. Dirige la revista electrónica cultural centroamericana Carátula.