Cuando muy joven, Francis Bacon era brutalmente golpeado por Peter Lacy, el primero de sus amantes. Bebían hasta la inconsciencia una y otra noche, momento aprovechado por Lacy para violentar a Bacon de las más diversas formas: le escupía, lo rodaba por las escaleras, lo violaba. El pintor entonces respondía fascinado a las agresiones, inspirado de un amor apasionado que se plasmaba imponente y total en sus lienzos durante la mañana siguiente. A Bacon tuvieron que coserle un ojo de vuelta a la cara; fue para él verdaderamente trágico cuando Lacy tuvo a bien mudarse de ciudad para no matar al pintor irlandés finalmente. Fue misericordioso en medio del sadomasoquismo.
Pasaron los años y Bacon encontró a otro amante de largas temporadas: George Dyer era veinte años menor, un niño lindo y entusiasmado por la pesadumbre y oscuridad del genio. Tardaron poco en asentarse los roles: Bacon se convirtió en Furia, en una de esas Furias clásicas que vengaban los crímenes humanos y divinos con la locura y el delirio del coraje. Insultaba al joven, amenazándolo de muerte, culpándolo de otras muertes, destruyéndolo por dentro para que nunca pudiera moverse de ahí; entonces se despertaba por las mañanas para exorcizar sus culpas, encantado de que el placer del odio y el dolor hubiera regresado a su vida.
Bacon hacía a partir de la humillación, el ultraje, la miseria viva y humana de la venganza. Gustaba de abusar, de ser abusado. Era como un cuerpo de esos tirados en sus cuadros, deshechos, malformes. Indescifrables. Quiso desde siempre ser aplastado, deformado, quizá asesinado.
Lacy perdonó su vida pero Bacon no perdonó la de Dyer; el muchacho terminó por suicidarse con pastillas en 1971. El pintor, de nuevo, reviró creando: su muy venerado Tríptico, Mayo-Junio 1973 enseña el cuerpo destruido de un hombre. El cuerpo muerto, negro, destruido de un hombre. A partir de entonces Bacon no dejaría de tocar el tema de la muerte en su obra, uno de todas maneras constante.
Hay dos momentos significativos en esta historia: el de Lacy y el de Dyer, ambos marcados por obras particulares pero, sobre todo, por una anomalía significante y extraordinaria en la historia del arte —que uno de los más grandes pintores de un siglo haya regresado a su Gran Obra.
Bacon pintó Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión en 1944 por primera vez. Tuvo tres ideas como modelos: por un lado, el trabajo más abstracto y violento de Pablo Picasso, “la razón por la que pinto” como diría el británico; en un segundo ámbito, la figura mitológica de las Furias, ya citadas —las tres Furias de la narrativa griega aparecerían en la obra de Bacon como sus creaciones centrales, las imprescindibles para cuando se hablara de él; finalmente, la crucifixión, no mostrada en la obra pero omnipresente, discreta, y con su infinita violencia y agresión (en cuanto acto) como una sombra. Presentarla por primera vez lo consagró como el pintor más impactante, más humano y desagradable de su generación y quizá todo el siglo XX.
Regresó a su pieza magna 44 años después; en 1988 apareció otro Tres estudios… copia del original, si bien ahora rematado en un rojo ocre evidentemente reminiscente a la sangre y con figuras todavía más maltratadas, más dolidas, más rotas. Bacon murió poco tiempo después.
Las Furias de Tres estudios… fueron el legado no solo pictórico de Bacon, sino es probable que también su legado humano. Es probable que haya pintado el cuadro original en uno de esos momentos catárticos de violencia y sexo, de agresión profunda y alcoholismo mortal, humillado y escupido por Lacy como tantas veces había hecho, seguramente INUNDANDO por una sed de venganza; probable, también, que haya terminado su vida con la imagen de Dyer en mente, con el acto de venganza que es el suicidio encajado en la piel como la más vengativa de las Furias, la única que no escapa ni desaparece nunca.
Bacon crucificado, rodeado de la venganza. De la venganza hacia todo. Del odio hacia todo. De la violencia totalizada.
Muerto.