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Georges Moustaki. In memoriam
Cultura | Este País | Federico Reyes Heroles | 01.07.2013 | 1 Comentario

Mi mayor deuda con el Colegio Alemán es mi amor a la música. Para los alemanes esa expresión del ser humano no es un añadido o algo complementario. Es esencial, “la vida sin música sería un error” dijo Nietzsche. Qué razón tenía. Una de las mejores tradiciones de “El Alemán”, además de la famosa disciplina, las matemáticas, la física y demás ciencias duras, eran los deportes y la música. Desde la primaria la clase de música —tocar un instrumento, cantar, etcétera— era tan importante como cualquier otra disciplina. Canciones navideñas que merodean en la memoria, “Lieder” y partituras eran algo cotidiano. Por supuesto la clase de música con Herr Haeger era algo serio, aparecía severo a exigir mejores entonaciones, un oído más agudo y por supuesto atención. Eso fue en la primaria, la flauta y la guitarra eran las “opciones obligatorias”.

En la secundaria, El Coro —así, con mayúscula— pues se trataba de un asunto bastante profesional, apareció en el horizonte. Al frente de él estaba nada menos que “La Pina”, Josefina Álvarez Ierena, tan querida como temida. Una mujer de talento y sobre todo disciplina que había llevado a El Coro a niveles notables tanto nacionales como internacionales. Conciertos en Bellas Artes, en el Palacio de los Deportes o en China y mil sitios más. Allí fui a caer como tenor. De nuevo no era cosa de juego, cuatro horas a la semana —torta de por medio— y veinte o más antes de un concierto. A cantar con disciplina y profesionalismo hasta el cansancio. Cada voz ensayaba por su lado. El día de la conjunción de voces —fuera lo que fuera, Vivaldi, por ejemplo— la piel se enchinaba y todo el esfuerzo parecía menor.

La historia de la música era obligatoria y los créditos tan valiosos como los de química. En El Coro pasé varios años, cuatro o cinco, pero al ingresar a la facultad ya no me quedaba tiempo para los ensayos y decidí dejarlo. Solo me quedó la regadera. En esas estaba mi ánimo cuando Beatriz y yo descubrimos un nuevo restaurante, El Estoril, que entonces estaba en la Zona Rosa. Nos limitábamos en el consumo con tal de vivir las veladas musicales provocadas por un cantante y guitarrista formado en la mejor tradición francesa, ese era su origen. Claude Charrière cantaba canciones de Brassens, de Piaf y, por supuesto, de Moustaki. Para nosotros la música era lo más importante del lugar y para Rosa, la dueña, por lo visto también.

Nos hicimos asiduos. Nos tocó ver a Lola Beltrán cantar —con el restaurante cerrado, por gusto con su guitarrista— para diez personas hasta la madrugada. Ese era el ánimo, la música iba primero. Ya metidos en ese tren y tomando clases de francés, le pedí a Claude que me diera lecciones, que tocáramos juntos. Extrañaba la música, la extrañaba mucho. Así, cada sábado, de las once de la mañana a las tres de la tarde nos sentábamos a hacer algo para lo cual los alemanes tienen un verbo, muzizieren, hacer música. Y de nuevo Moustaki era obligado en nuestro repertorio.

©B.J. Carrick, Flower, lápiz y tinta sobre papel crema, 21.6 x 28 in, 2011.

©B.J. Carrick, Flower,
lápiz y tinta sobre papel crema,
21.6 x 28 in, 2011.

Entendí los estilos de la chanson y, poco a poco, me atrapó la voz grave de Moustaki, con frecuencia acompañada de una voz femenina que casualmente encarnaba una mujer muy bella. Para comenzar la historia de los métèques, las presiones sociales en una Francia cerrada a la inmigración pero necesitada de ella, historia conocida por los mexicanos. Cada pieza era una poesía con compromiso y una musicalización extraordinaria. Las piezas desfilaron: “Ma liberté”, un himno a la individualidad y la construcción de la ruta propia; “Le marche de Sacco e Vanzetti”, con una fuerza de convocatoria a la cual era imposible no sumarse; “Ma solitude”, todo un tratado sobre la vida interior; “Il y avait un jardin”, una visionaria canción sobre la degradación planetaria; “Joseph”, una invocación sacra a la religiosidad; “La ligne droite”, una declaración de amor terrenal con todos los avatares de la complejidad; “Il est trop tard”, una cruda lectura de la severidad del tiempo, y llegar a las lágrimas con “Le temps de vivre”, como un canto místico a la emoción de la vida.

Moustaki estaba abierto a nuevas experiencias musicales, así llegó a la conquista de los ritmos del Brasil. El eurocentrismo no era un vicio del inmigrante que conocía la riqueza de la verdadera pluralidad, su riqueza y la de los encuentros culturales.

Así pasaron varios años hasta que un día le dije a Claude que viajaríamos a París y, sin más, me dijo: “Le podrías llevar algo a Georges”. Yo sabía de su amistad y frecuente relación epistolar, de hecho en alguna ocasión lo saludamos al salir de un concierto en la Sala Nezahualcóyotl. Ya era una leyenda: amigo de Brassens y compositor de la Piaf, de quien había sido guitarrista desde muy joven y amante —se dice—, o de Barbara, con quien había grabado una versión inolvidable de “La ligne droite” de su autoría, hasta su evidente compromiso político siempre con causas liberales y de izquierda. Sin embargo, el compromiso no corrompió su arte. Moustaki era un referente musical, político y, lo más relevante, ético. Visitarlo era gran privilegio. Ustedes comprenderán que no opuse mucha resistencia.

Pero, ¿cómo sería el encuentro?, ¿cómo trataría el gran personaje a tres jóvenes mexicanos?
Llegamos Beatriz, Pedro Alvarado, que estaba viviendo en París y hablaba ya un buen francés, y yo a la Isla de Saint-Louis. Él nos abrió la puerta vestido todo de blanco, tal y como se presentaba en sus conciertos con influencia brasileña o portuguesa. Greñas llenas de canas y una barba tupida y descuidada enmarcaban unos ojos enormes, llenos de vida y alegría. Subimos una escalera estrecha y angustiada. En el austero espacio había varios instrumentos esperando la energía de sus manos: guitarras, por supuesto, pero también diferentes tipos de cuerdas a las cuales transitaba con facilidad. La música era su hálito natural. Amable nos contó que venía saliendo de una hepatitis pero nos ofreció una cerveza que sacó del refrigerador, fue la primera cerveza fría y empolvada que vi en mi vida.

El hielo de la conversación se rompió rápido y de forma involuntaria. De pronto eché la ceniza de mi cigarro en lo que consideré un cenicero y Moustaki brincó como sapo ya que dentro del envase había unas semillas de mariguana —eso creo— que guardaba para la primavera. La emergencia era mayor, había que salvar su futura cosecha. Nosotros tratamos de ayudarle en la labor de rescate. Una por una las secamos y su espanto empezó a disminuir hasta que la risa nos invadió a todos. Nos contó que los impuestos lo ahogaban y que tenía que grabar más. Ser artista en Francia no era buen negocio. Sin embargo, la calidad de su trabajo no disminuyó y la ideología nunca suplió al verdadero arte. Allí pasamos la tarde, nos regaló su más reciente disco, en el cual aparecía con su hija: los rostros de ambos pintados de felino en la portada; nos enseñó su motocicleta y la leyenda se convirtió en alguien de carne y hueso. Su inmenso pelo cano, sus ojos oscuros y apacibles, su tranquilidad con la vida, todo estaba allí.

Era real, era el inmigrante nacido en Alejandría, francés por adopción, el ser humano que se había iniciado en Francia vendiendo de puerta en puerta, el poeta que solo conocía ese lenguaje para expresarse, en música o por escrito, el músico que no lo pretendía pero era muy grande; su historia de pobreza nunca se borró y la de esplendor nunca lo gobernó.

Lo volvimos a ver en la Ciudad de México. Entró en muletas a la Neza y explicó que se había caído de la moto. Sin problema se lanzó a un concierto de varias horas brincando en una pierna para cambiar de instrumento y se dio el lujo de mandar al grupo que lo acompañaba (guapa incluida) a descansar mientras él continuaba solo. Increíble. Su vitalidad se ocultaba en el pelo blanco y una delgadez encorvada. Sus diversas guitarras estaban allí, Moustaki jugaba y experimentaba por naturaleza. Era un aventurero nato y la música era su territorio de conquista.

Se ha ido. Llenó un hueco en mi vida pero eso es lo de menos, lo relevante es el espacio ético, político y musical de muy difícil reemplazo. Por ahora el vacío duele. ~

——————————
FEDERICO REYES HEROLES es director fundador de la revista Este País y presidente del Consejo Rector de Transparencia Mexicana. Su más reciente libro es Alterados: Preguntas para el siglo XXI (Taurus, México, 2010). Es columnista del periódico Reforma.

Una respuesta para “Georges Moustaki. In memoriam
  1. Ernesto Suzán Reed dice:

    Don Federico…
    Espero que usted y quienes quiere y le importan, estén bien en todos los sentidos…
    Esta mañana recibí por mail su sorpresiva columna “Los mismos” publicada, presumiblemente, en el diario Reforma…
    Debo compartirle que su columna -como las de Germán Dehesa y Carlos Fuentes en su momento, o la de Juan Villoro actualmente- era, sin lugar a dudas, una de las pocas que todavía “escudaban y blindaban” al diario Reforma de su natural y entendible estrechez de miras, doble moral “regiomontana”, y subjetiva, sesgada y elitista agenda…
    Así que me parece una verdadera pena, para el diario, sus lectores y México, la interrupción de sus columnas y contribuciones… Pero qué remedio, y como solieran decir otras generaciones: “usted se lo ahorra y ellos se lo pierden” (y nosotros también nos lo perderemos)… Y que la Vida siga… Espero pronto poder encontrar sus contribuciones en otro afortunado espacio…
    Enhorabuena y todo lo mejor hacia adelante… Espero sirva… Gracias Gracias,
    Ernesto Suzán Reed

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