En este texto, prólogo del libro Museos en la sociedad del olvido, de su autoría —a punto de aparecer bajo el sello de Conaculta—, Kurnitzky se refiere a la severa crisis —financiera y, por lo tanto, social y cultural— del arte contemporáneo. El autor propone una crítica desconsiderada que busca encontrar soluciones a este problema.
En estos momentos resulta incontrovertible la afirmación de que el mundo cayó más allá de una simple crisis financiera y sí, en cambio, en las profundidades de una crisis global que cuestiona no solo las formas de producción y reproducción económicas sino también la convivencia social y las manifestaciones culturales, sin excluir la salud física de los seres humanos constantemente amenazada por la manera despiadada de satisfacer las necesidades materiales explotando todos los recursos de la naturaleza, así como la naturaleza del mismo ser humano.
La historia relata cómo por razones externas e internas las crisis de los sistemas económicos se acompañan de crisis de los sistemas de creencias. A veces las excavaciones conducidas con base en documentos antiguos descubren ruinas de grandes dimensiones que hacen suponer la existencia, a muchos siglos de distancia, de civilizaciones complejas y desconocidas. Existen registros que prueban la eliminación completa de la memoria histórica de algunas civilizaciones y, por otra parte, existen vestigios (huesos de seres humanos, vasijas, hogueras, herramientas) y todo tipo de reliquias descubiertas por casualidad en zonas deshabitadas tales como desiertos asiáticos y africanos, selvas americanas o en el hielo de los glaciares en proceso de derretirse, que hablan de civilizaciones desaparecidas por motivos desconocidos. Para no ir tan lejos, es posible recordar que todavía se ignoran muchos de los detalles que intervinieron en la desaparición del Imperio romano en el siglo IV, junto con sus avances científicos y tecnológicos (el elevador de vapor, por ejemplo) y su desarrollada, completa y bien estructurada sociedad. Se sabe que su ocaso respondió a problemas financieros y administrativos internos, a la invasión de distintos pueblos bárbaros y a la persecución de los cultos paganos y su sustitución por la religión cristiana, la cual, al igual que múltiples religiones y cultos anteriores, no fue un conjunto de creencias, prácticas y representaciones separadas de los modos de producción, sino un nuevo sistema de organización de la sociedad en corporaciones religiosas y laicas que controló a los campesinos, artesanos y comerciantes, instituyó modalidades para llevar a cabo el préstamo y el crédito económico, creó sus propios estilos artísticos y arquitectónicos, y estableció normas de convivencia que colocaron a la relación entre los sexos bajo un régimen de vigilancia eclesiástica.
Entender el cristianismo impone estudiar todas las partes de las culturas que lo nutrieron, así como las estrategias de este movimiento religioso para sustituir unos elementos por otros. La vida material, cultural y social, pero también la vida espiritual, sentimental y emocional se vieron sacudidas ahí donde el credo cristiano se impuso, sobre todo en la relación de los seres humanos con la naturaleza y, en particular, en las conductas sexuales femenina y masculina. Asunto este último que la historiografía ha dejado de lado a pesar de constituir una parte medular de la cultura por determinar sentimientos, prohibiciones, usos, costumbres y motivaciones profundas y complejas.
Semillas rojas: pronto florecerán y serán frutos,
óleo sobre lino,
150 x 200, 2012.
La fragmentación positivista de la realidad (lo político, lo económico, lo social, lo cultural, etcétera) ha jugado un papel importante en el oscurecimiento y la simplificación de los procesos históricos. Esto se ha reflejado en los museos, donde se promueve el alejamiento de los individuos de la comprensión de los problemas humanos y sociales al separar la economía, la religión, la educación, la vida cotidiana, etcétera, y destinar una sala separada para cada una de estas materias. De esta forma, los museos logran que todo aquello que el visitante ve (hoy en día también oye) corresponda a culturas lejanas y extrañas, con las cuales pocas veces entabla lazos de comunicación. Esta forma de ignorar las relaciones existentes entre las distintas manifestaciones culturales y desvincular el presente del pasado impide tomar conciencia de los problemas humanos y sociales, porque es imposible separar los deseos de las necesidades, las ideas de las acciones, la emoción de la razón. Otra manera de obstruir la ilustración de las culturas fue también la propuesta del marxismo mecanicista de dividir el conocimiento social en base y superestructura sin entender que estos dos elementos se encuentran integrados en la realidad social.
En tiempos de crisis, la crítica abre ventanas a nuevas percepciones, interpretaciones y métodos para liberar a la humanidad del desastre. Eso significa la palabra crisis: disputa y distinción; toma de conciencia de los conflictos y abandono de los caminos que conducen a las relaciones destructivas. La crítica, el análisis radical de la fe o las ideologías equivocadas, es una condición del conocimiento y de la posible reorganización de la vida social. Crisis y crítica no solamente tienen raíces comunes, ambas son indispensables para cualquier cambio social e individual. La historia y el psicoanálisis no dejan espacio a la duda: cuando la crisis abre caminos, la crítica obliga a tomar decisiones.
Para superar la crisis en la que estamos sumergidos hoy en día, la crítica radical es una condición sine qua non. Según Immanuel Kant, la crítica es uno de los deberes de la edad moderna y, como la duda para la religión, es el vehículo para conducir a los seres humanos a nuevas posibilidades de reconstruir la vida humana. La crítica es el fundamento de la ilustración e incluye la crítica de la ilustración misma, así como de todas las construcciones y propuestas de la edad moderna. Significa la crítica a la superstición, a la fe en el poder de las fuerzas sobrenaturales y el destino desconocido, y a todos los -ismos ideológicos y románticos. No permite regresiones a tiempos pasados, ni sirve para disfrazar o simplificar las relaciones entre los seres humanos; tampoco promete solucionar todos los problemas sociales. Por ello, las circunstancias actuales demandan una crítica desconsiderada que incluya la crítica a toda promesa de salvación, sea esta ideológica o tecnológica.
La crisis actual proyectó su sombra sobre todo el mundo cuando finalizó la Guerra Fría y comenzó el declive del mundo comunista, en tanto en el mundo capitalista las ideas de los propagandistas del neoliberalismo ganaban influencia en los asuntos políticos y económicos internacionales. Esto ocurrió en la década de los ochenta del siglo pasado, mientras el llamado posmodernismo se difundía como nuevo estilo de vida y promesa de salvación.
Si por posmodernismo se entiende el abandono de la idea de un final feliz en la historia, el rechazo de los sistemas de pensamiento totalizadores que intentaron darle un sentido a la historia y a la sociedad con base en la convicción de que en algún lugar, en algún momento, el estado paradisiaco de bienestar se impondría para todos, entonces, la Primera Guerra Mundial puede considerarse el hecho histórico desencadenante del posmodernismo. Tal y como lo describió Karl Kraus en su libro Los últimos días de la humanidad1, lo que entonces sucumbió, lo que se hundió irremediablemente con las técnicas y la tecnología orientadas a las grandes matanzas, fue el imperio, el sujeto, el individuo, la humanidad. En respuesta a ello se formaron dos movimientos políticos y sociales que influyeron en el resto del siglo xx y pretendieron haber liquidado las formas burguesas de vida: el comunismo y el fascismo. Después de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, estas dos formaciones sociales desaparecieron solo aparentemente, ya que su fuerza destructora de la sociedad civil y de la relación entre los individuos aún sobrevive. Habiendo surgido como reacción en contra de la sociedad burguesa, fascismo y comunismo liberaron al capitalismo de su yugo histórico y despejaron su camino hacia el paradójico progreso en la regresión, contribuyendo a reducir o tergiversar el proyecto democrático, y a fomentar, con su autoritarismo, dogmatismo y paternalismo, la infantilización y la desmovilización política de la sociedad. De esta forma, en la década de los ochenta del siglo pasado, la sociedad se encontró donde presuntamente siempre deseó: en un mundo convertido en el paraíso de una tienda gigante y abundante, en la que todo se pierde en el todo, y donde el posmodernismo se impone, no como un estilo artístico más, sino como la expresión de la cultura global.
Como se verá más adelante, por ser indiferente a toda forma histórica, a toda formación social y a todo recuerdo, el estilo posmodernista de vida permitió, con su oferta de atracciones y vivencias, que los consumidores sintieran que escapaban de la realidad. Como turistas de un crucero o paseantes de un centro comercial, en las últimas décadas, los individuos se han dejado estimular por la diversión que la oferta de mercancías escenifica día con día de mil maneras. El vínculo emocional con los objetos, con su utilidad, ha sido sustituido por la orgía de atracciones y vivencias en la cual el sujeto se disuelve.
El arte no se ha librado de compartir la tendencia mundial de convertirlo todo en acontecimiento espectacular. Tanto los readymades como las subastas de arte que caen en todo tipo de propaganda comercial, desde los productos de la “fábrica” de Damien Hirst hasta los cuadros instantáneos de los neoexpresionistas, han prefigurado el espectáculo en el cual se transforman las inauguraciones de las exposiciones de arte; sin olvidar las bienales, los shows gigantescos y los objetos que se venden en los kioscos de los museos que son cada vez mayores y ocupan el centro de interés de sus visitantes, como ocurre en los grandes almacenes. El arte perdió completamente el interés por expresar la tensión entre los sexos; por traducir esa relación de atracción y repulsión humana similar a la producida por los polos opuestos y al mismo tiempo complementarios del generador de energía. El filósofo berlinés Klaus Heinrich explica el término “tensión entre los sexos” y su naturaleza erótica o productora de vida como:
[…] la tensión de la vida dividida en dos sexos en nuestra civilización, desde la esfera sexual hasta la esfera intelectual, desde la distinción corporal hasta la lingüística. [Y añade] El hecho de que podamos darle forma, y no solamente ella a nosotros, define una de las diferencias más incisivas entre una agrupación de animales y una sociedad humana.2
Lo anterior quiere decir que la civilización se desprende de la tensión entre los sexos, la cual es el fundamento y el punto de arranque del proceso civilizador pues la relación entre los sexos determina, en última instancia, la totalidad de las relaciones sociales de intercambio tanto pacífico como de violencia. Esta tensión, sus alcances y su manejo, es el termómetro de la civilización que puede ser percibido en la historia del desarrollo del culto del sacrificio, presente en las sociedades de todos los tiempos. Desde la perspectiva de la conquista de la mayor dominación de la naturaleza por los seres humanos y de los intentos por superar los conflictos, el sacrificio humano, el sacrificio de animales, en general los sacrificios cruentos, y su sustitución por los sacrificios simbólicos y el fortalecimiento de la convivencia pacífica por medio de acuerdos y contratos sociales son procesos de superación o pasos adelante en la humanización. No obstante, en realidad, los fundamentos de la superación de la violencia son frágiles porque grupos humanos e inclusive pueblos enteros continuamente son desmoronados y ahogados en baños de sangre. En este sentido, la historia del siglo xx presenta una cuenta con cuantiosos saldos a favor. Entonces, la historia de la civilización puede leerse como la historia de la creación de formas pacíficas de intercambio y elaboración de acuerdos y contratos justos, al igual que como la historia del uso y el despliegue de formas de sometimiento, explotación y violencia.
Ocres y dorados,
óleo sobre lino,
150 x 200, 2013.
En el proceso histórico, los cultos, las religiones, el Estado y finalmente la sociedad civil han manifestado la ambivalencia de las tensiones sociales, pero en los últimos años solo han mostrado una cara de la moneda: la de las formas destructivas que se han extendido al grado de asumirse, sin problemas, como parte de la vida cotidiana. Hoy la violencia se expresa tanto en el trato entre los individuos como en las formas de autorepresentación individuales; es decir, en la manera como la gente se comunica entre sí y en la manera como se presenta a los otros. Cuando la lucha por la supervivencia anula la tensión productiva y constructiva que resulta de las distintas posibilidades de elección, los lazos de unión se disuelven, la ausencia de solidaridad se erige en norma y ambas se compensan con subordinación y conformismo. Simplemente la uniformización global de las mercancías muestra que la presión para adecuarse o adaptarse al statu quo es enorme y que la gama de elementos para establecer una propia identidad es reducida. Una cultura estimulada por objetos y referentes militares se expande paso a paso, prolifera en la vida cotidiana, y penetra en el interior de los hogares aun de gente carente de ansias de guerra. Los aparatos y juguetes electrónicos convierten los hogares en especies de centrales de mando que reciben todo tipo de información y aspiran a controlarlo y dirigirlo todo. El diseño de los aparatos, el lenguaje y el espíritu de los juegos de estrategia impiden establecer con claridad la diferencia entre la guerra y la paz. Lo privado se transforma en algo militar, así como la guerra pasa a ser un asunto privado. Por ello, desde hace tiempo, los uniformes de combate subieron a las pasarelas de la moda y las botas de campaña se ofrecieron como zapatos para dama en las boutiques; sin contar la circulación de los vehículos todo terreno de estilo militar o los Jeep y Hummer que forman parte del outfit de quienes son o se creen verdaderos yuppies. Lo militar se filtra en todos los ámbitos y transforma a la sociedad en un conjunto de grupos y actores solitarios que se divierten y distraen con juguetes de guerra. En estas condiciones resulta inevitable que el arte también entre al mercado de los eventos y los performances y compita por vender sus shows. Aunque hay artistas que tratan de rebasar lo decorativo e instantáneo al elaborar obras en las cuales manifiestan sus conflictos internos y ponen el dedo en la llaga de los conflictos sociales, al trabajar permanentemente con el recuerdo, los mitos, expresar sus experiencias inmediatas y mantener una distancia crítica frente a su trabajo, la tentación del arte por conformarse al mercado y la inercia que jala a los artistas a seguir los dictados de la moda son fuertes.
El carácter del mundo de atracciones del posmodernismo se refleja, notoriamente, en la nueva arquitectura urbana: en la construcción de museos, edificios públicos y zonas habitacionales y comerciales, y en la metamorfosis de la plaza pública de lugar de comunicación a sede de los espectáculos de masas. La renuncia del arte a la crítica y a toda utopía social cuya esencia se encuentra en la representación de los conflictos con el pasado y el presente ha hecho que los centros urbanos se degraden y conviertan en mundos de juguete al restaurarse con nuevos edificios eclécticos. La estereotipificación forzada hace que los usuarios o espectadores se pierdan como consumidores en un centro comercial donde en lugar de obra de arte en realidad se adquieren souvernirs, elementos decorativos que simulan ser piezas de arte que evocan la historia. Si el contexto de las plazas, las calles y los edificios es el espectáculo, las reminiscencias históricas pierden su significación, los objetos con los signos exóticos que supuestamente evocan el pasado se convierten en baratijas y kitsch al supeditarse al afán de divertir o distraer.
Si bien frecuentemente lo kitsch pretende ser arte, en realidad invierte su intención al ser incapaz de expresar algo creativo, esto es, de liberarse de la opresión y por el contrario ser capaz de acomodarse fácilmente a un mundo aparentemente armónico y sin tensiones. Lo cursi, lo kitsch, denota la deserotización y el fingimiento; es la pretensión ridícula e imposible de reconciliar los deseos reprimidos y ofrecer formas de sublimación o satisfacción. Kitschig es el comportamiento de los consumidores que han aceptado las mediaciones y renunciado a organizar su vida conscientemente; que han renunciado a tomar el destino en sus propias manos. Sin experiencias, ideas ni convicciones elaboradas por sí mismo, y dejándose arrastrar por el torrente de las actividades del consumo, el practicante del kitsch olvida su condición social y pasa a jugar el rol de objeto.
Debido a la ausencia de cualquier elemento erótico y al congelamiento de las tensiones entre los sexos, el kitsch conduce directamente a la violencia. Esto se observa en el kitsch monumental, como los monumentos a los héroes y los edificios monumentales de los regímenes totalitarios al igual que en las cursilerías que venden los almacenes para que la gente atiborre con ellas sus casas. Esta gente está predispuesta a aceptar cualquier ideología violenta que le prometa liberarse de su miseria porque en realidad quiere someterse a un régimen autoritario o, como algunos le llaman, “buen gobierno”. Un caso precursor fue el kitsch religioso que se vende alrededor de los santuarios y templos, sobre todo marianos, de donde partieron las Cruzadas y los movimientos cristianos antisemitas. Violencia y kitsch se juntan en la mente y el ambiente de la mafia, los narcotraficantes y sus sicarios, al igual que en la cultura de los autócratas y los pequeños dictadores militares.
Es posible que actualmente seamos testigos de una sociedad en descomposición que golpea por igual al individuo y la cultura, como ocurrió hace mil seiscientos años, cuando panem et circenses dejaron de ser fórmulas suficientes para mantener la cultura romana y su imperio. La falta de creatividad de los líderes políticos para cambiar el rumbo social y económico de sus sociedades, pues en los gobiernos permanecen los mismos funcionarios y burócratas con las mismas soluciones que llevaron a la sociedad a la crisis actual, y las ansias de felicidad de las nerviosas masas consumidoras, admiradoras de los innumerables productos que ofrece lo kitsch —desde la arquitectura de las ciudades y sus edificios distintivos hasta el diseño de los productos de uso cotidiano que inundan al mundo, inclusive la literatura, el teatro, el cine y el arte—, ponen en evidencia que la sociedad carece de proyectos para salir de la crisis actual y del círculo vicioso. Esto se condensa en la oferta continua de mercancías presentadas como museo y en la conversión de los museos en mercancías. ~
1 Karl Kraus, Los últimos días de la humanidad, Tusquets, Barcelona, 1991.
2 Klaus Heinrich, “Geschlechterspannung und Emanzipation”, entrevista en Das Argument, número 23, Berlín, 1962, p. 25.
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HORST KURNITZKY (Berlín, 1938) es doctor en Ciencias de las Religiones por la Universidad Libre de Berlín. Ha trabajado como arquitecto y enseñado en universidades de Alemania, Europa del Este y el continente americano, entre ellas la UNAM y la UAM. Es autor de numerosos libros, ensayos y artículos sobre arte, cultura, política y sociedad, entre otros temas.