En una decisión sin precedentes, el procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, solicitó a la autoridad judicial —la misma que lo había otorgado— el levantamiento de un arraigo contra una mujer, vagamente imputada de delincuencia organizada, en virtud de que el único elemento incriminatorio era la declaración de un testigo no solamente protegido sino además de oídas (no presencial). Con esa actitud, el jefe del Ministerio Público Federal acierta en tres blancos: (a) muestra los extremos irrazonables a que puede llegar esa medida cautelar; (b) pone de manifiesto que esa clase de testimonios pueden servir de pista a las autoridades persecutoras del delito en sus investigaciones pero que nunca serán suficientes por sí mismos para detener a una persona, y (c) exhibe la sumisión de muchos jueces siempre dispuestos a complacer las peticiones de los órganos de la acusación aunque no se sustenten en auténticas pruebas. Ha sido el procurador, no el Poder Judicial, el que ha puesto límite a ese abuso inadmisible. Se trata de una magnífica señal, espero que inequívoca, de que el nuevo Gobierno —del que muchos temían la restauración del autoritarismo priista de antaño— se propone erradicar abusos que se han vuelto cotidianos en la persecución de los delitos.
En su origen, el arraigo se justificó como una medida cautelar cuyo objetivo era evitar que un sospechoso evadiera la acción de la justicia, dañara al denunciante o a los testigos o destruyera pruebas. Sin embargo, su aplicación ha sido pródiga, sin que en muchos casos se presente ninguno de esos supuestos, y su duración es escandalosamente larga: hasta 80 días, periodo suficiente para arruinar al afectado en su vida laboral, en sus relaciones afectivas, en su reputación y en su estado de ánimo. Ningún poder es tan devastador como el poder punitivo, aun si el indiciado llega a ser absuelto. Como advirtió Carnelutti, la justicia penal funciona de tal forma que no solo hace sufrir a una persona al castigarla por un delito sino también durante el proceso para averiguar si es culpable de ese delito.
En virtud del arraigo se detiene a un individuo contra el que aún no existen —y quizá nunca existan— las pruebas que permitirían al juez librar una orden de aprehensión. Contra la elemental pauta que debe seguir un Estado democrático, no se investiga para detener sino se detiene para investigar. Además, en los arraigos no se ha permitido desde el primer momento al defensor consultar el expediente o comunicarse con el arraigado, lo que es absolutamente arbitrario. El derecho a la defensa se actualiza, de acuerdo con la Constitución y la convencionalidad internacional, desde el momento en que se infiere al indiciado el primer acto de molestia, esto es desde que se le hace comparecer la primera vez.
El arraigo no solo debe limitarse: debe desaparecer de nuestros códigos. Aun sin arraigo ya se concede al Ministerio Público un plazo de 48 horas, o 96 horas —cuatro días— si se trata de delincuencia organizada, para integrar la averiguación previa con detenido en los casos de urgencia o detenciones en flagrancia. Si ese plazo es insuficiente, podría ampliarse en una medida razonable, quizás hasta 168 horas —una semana—, el lapso de detención prejudicial, en lugar de mantener la figura del arraigo. Lo que es inadmisible es que a una persona contra la que aún no hay pruebas se le prive de su libertad hasta por 80 días, como ocurre ahora, sin que exista alguno de los riesgos que sirvieron en su momento para justificar esta medida cautelar.
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LUIS DE LA BARREDA SOLÓRZANO, coordinador del Programa Universitario de Derechos Humanos de la UNAM, fue fundador y presidente de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal. Miembro del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, es profesor de Derecho Penal en dicha universidad y en la UAM. Entre sus obras se encuentran Los derechos humanos, una conquista irrenunciable; El jurado seducido; El pequeño inquisidor, y ¿Qué es esta monstruosidad? Es consejero de la revista Este País.